Huacho, al norte de Lima, donde comienza el desierto, donde parece que termina todo; donde lo lógico, lo normal, lo moderno, se esconde detrás de la soledad, de la dispersión, del olvido.

San Felipito, mísera comunidad de agricultores, alejados de todo y de todos, en la frontera entre lo poco y la nada, enclaustrados entre cerros de arena y tierra, desasistidos por el gobierno, por la municipalidad y por la iglesia…
A esta comunidad llegamos, el sábado por la tarde, 25 jóvenes, cuatro mamás, un papá, mi esposa y yo, miembros del grupo Jóvenes Sin Fronteras, donde el paso de la meditación a la acción es necesario e incuestionable.

Para afrontar esta misión pasamos un mes preparando a los chicos con formación y oración. Para ser mensajeros de la Navidad es necesario entender, creer y vivirla en carne propia, como experiencia personal.

Así nos presentamos con un plan de trabajo exhaustivo, intenso y lleno de ilusión; con un plan que incluye tres aspectos; la oración, el trabajo y la celebración, todos ellos llevados a cabo en comunión con los pobladores de San Felipito.
Al llegar nos encontramos con una capilla que lo mismo podía ser un granero, un garaje o un almacén, con el techo roto, el suelo de cemento y como únicos elementos litúrgicos un ambón y un altar hechos con ladrillos, a los cuales no se les da uso desde hace años, pues ningún sacerdote, ningún diácono, ningún seminarista, nadie acude a esta comunidad para prestar algún tipo de servicio religioso.

Comenzamos con la preparación. El grupo de animación, el grupo de víveres y regalos, el de decoración…cada uno sabe cuál es su cometido, todos igual de importantes para ofrecer a la comunidad una experiencia viva, digna y llena de fundamento y sentimiento religioso y humano.

Una vez preparado todo, comenzamos la primera actividad de acercamiento: “las posadas”. Esta tradición, introducida en América por los frailes franciscanos hace siglos, consiste en hacer un recorrido casa por casa solicitando posada para la Virgen y José antes del nacimiento. Así, ya de noche, comenzamos el camino entre villancicos y oraciones y ante las miradas atónitas pero amables de los habitantes que jamás habían visto algo parecido. Y poco a poco se nos iban uniendo para seguir el camino hacia la siguiente casa, para terminar en la capilla con una pequeña celebración donde les hicimos entrega del nacimiento que (todavía no sé cómo) alguien donó en la parroquia.

Al finalizar sucedió algo que no esperábamos. Se nos acercó Mery, una ama de casa de la comunidad y nos dijo que habían preparado cena para todos… ellos nos daban de cenar a nosotros. Como ocurre siempre, quién menos tiene siempre da más.
Sopa verde con pedacitos de carne de cuy (un roedor muy común en Perú y muy nutritivo). A nadie le faltó su plato de sopa.

Me acerqué a la Sra. Mery y le agradecí el gesto tan sencillo y tan enorme y le dije que no era necesario pues estábamos de misión, a lo que ella me contestó categóricamente: “Bueno, esta es nuestra misión para con ustedes”. Punto en boca, lección aprendida.

Hora de dormir. Cansados, con frío y en el suelo de la capilla, mirando las estrellas por los huecos del techo. Fascinante pero demoledor… y a las cuatro de la mañana todos arriba, si, a las cuatro.

Nos levantamos a la misma hora que se levantan ellos y, con ellos, nos fuimos a trabajar por grupos e intentar ayudarles en sus quehaceres diarios… ordeñar, limpiar, dar de comer a los animales, ir a cortar “chala” (una caña usada como alimento para las vacas)… Parecía que nos conocían de toda la vida, tan familiares, tan cercanos, explicando cómo hacer las cosas y por qué. Pero lo que más me sorprendía era ver la cara de felicidad de los chicos del grupo. Emocionados pues realmente sentían que su esfuerzo era útil y agradecido. Y recordaban lo que tantas veces les había anunciado: ” estad preparados pues aunque creéis que vais a dar, os sorprenderéis de lo que vais a recibir”… y si, se sorprendieron, ya lo creo que lo hicieron…

Terminado el trabajo, nos reunimos de nuevo en la capilla para ultimar los detalles de la celebración del domingo, mientras las mamás montaron un improvisado salón de belleza donde se cortaba el cabello gratuitamente a quién quisiera acercarse.
Los chicos se fueron, por parejas, con la Biblia y un rosario, a visitar todas las casas posibles, para invitar, convocar y evangelizar antes de la celebración. Ya el sol quemaba, y caminar por trochas de arena es agotador, pero el entusiasmo que los jóvenes llevaban consigo hacía olvidar el calor y el cansancio.

A las 12 de la mañana comenzaba la celebración. La capilla decorada, el nacimiento montado y encendido, los cantos mil veces ensayados y todos alegres al ver llegar poco a poco a niños, adultos y perros que se acercaban como podían, en carretas de caballos, en bicicletas, en moto y sobre todo caminando.

La celebración, sencilla pero intensa. Para los pobladores era algo nuevo, no recordaban la última vez que entraron allí… cantos, teatro, juegos… oraciones, meditaciones… la corona de adviento, la navidad… sentados en el piso, o de pie, conseguimos alguna silla para los más ancianos o para las mamás que cargaban con bebitos… no importaba cómo, todos atentos, participando, expectantes y siempre asombrados. Les regalamos rosarios y tuvimos que enseñarles cómo rezarlo y ellos felices con su rosario al cuello, con que devoción… todo les parecía importante y preguntaban y preguntaban… y el Padrenuestro final, todos con las manos unidas… lo nunca visto y nunca vivido… Los pobladores emocionados, los chicos del grupo emocionados y me pareció ver que hasta el niño Jesús del nacimiento sonreía de la misma emoción.

Terminamos la celebración con la entrega de juguetes, víveres y ropa. El punto final de un día de fiesta, donde el valor de lo repartido no estaba en los regalos en sí mismos, sino en la experiencia práctica de la solidaridad entre los que dan y los que reciben, del interés recíproco de unos por otros… La Navidad había llegado donde no se esperaba y había traído consigo algo también inesperado, su sentido más profundo de esperanza, de comunión y de fraternidad entorno al regalo que Dios nos hizo, su propio hijo.

En San Felipito se respira Navidad; en el grupo se agradece a Dios por la posibilidad que nos da de seguir trabajando en nombre del Hijo, con la fuerza del Espíritu y para Gloria del Padre.