Pues sí, el evangelio de Mateo, en realidad, habla sólo de “magos”, no de Reyes Magos; y tampoco nos dice su número, simplemente “magos de Oriente”. Pero la tradición los convirtió en tres –pues tres eran los presentes de oro, incienso y mirra que se ofrecen al niño -, y les dio además dignidad real y santidad. ¿Por qué? ¿No sería mejor, pasado el tiempo de reyes y confesionalismos, prescindir ya de coronas, oropeles y aureolas?

“Magoi” para el que entonces escuchara o leyera el relato de Mateo no eran Harry Potter, ni Merlín, ni Dinamo. Si en lugar de magos, hoy, habláramos de sabios, escucharíamos algo más parecido a lo que en su cabeza escuchaban aquellos hombres y mujeres de los primeros siglos del cristianismo. Ese mago que sigue una estrella sería un hombre sabio, un conocedor de los astros del cielo, de sus periplos por la bóveda celeste y de sus influjos en nuestro mundo, pero también un hombre poderoso, porque mago también evocaba a aquellos sacerdotes de la Mesopotamia, regidores y asistentes de los reyes y cercanos a ellos y amparados por su poder. Se entiende bien como la realeza, el concepto de poder, puede deslizarse hasta confundirse en la figura de los altos y exóticos personajes que se acercan a Belén siguiendo una estrella y arrodillándose delante del niño de un miserable carpintero judío.

La tradición de los Santos Reyes Magos resulta así muy hermosa, para apreciarla basta con fijarse un momento más en esa escena: la sabiduría y el poder del mundo se arrodillan ante Dios, que es un recién nacido que ha venido a este mundo en el seno de una familia pobretona en el rincón más perdido del imperio romano. Y a continuación volver la atención sobre los otros sabios y poderosos del relato: Herodes y los sabios y doctores de la ley de Jerusalén. Frente al poder de Herodes, cimentado sobre la crueldad, dominado por sus inclinaciones, orientado a su conservación y regido por el cálculo; frente a la sabiduría de los doctores que tienen al niño justo debajo de sus narices, y que ni ven, ni entienden, ni caminan un paso más allá de sus cátedras y juegos de palabras, frente a ellos el relato erige la figura de los sabios que salen a buscar la verdad, y que la siguen, y preguntan sin descanso, porque quieren saber, no afirmar y afirmarse. Y cuando encuentran la verdad se postran ante ella y la adoran, y es así como el poder de este mundo, la realeza, se arrodilla ante la más humilde de las criaturas, un niño recién nacido, algo sin valor a los ojos de los hombre de aquel tiempo. De ese modo la sabiduría y la realeza, si son auténticas, se postran y se ponen al servicio de los más humildes, y de entre los más humildes, los más necesitados, indefensos e inocentes.

Entre nosotros la tradición se ha extendido a fijarse especialmente en los niños, a afirmar en ellos la esperanza, la alegría y la Gracia, haciendo a los Reyes siervos por una noche de todos los pequeños. La magia de esa noche no es tanto la maña de reyes, camellos y pajes para llegar a cada casa, como el que se realiza sin precio, porque sí, como una nueva creación, por ser criatura de quien se es la criatura. La amenaza del carbón ya se sabe que ha sido siempre un farol de los padres para que nos portemos bien, por lo menos mientras ellos se afanan en sus trasiegos con bolsas y recónditos escondites domésticos.

La tradición de los Santos reyes Magos a mi me parece una tradición muy hermosa y necesaria hoy; claro que podemos tenerla debajo de nuestras narices y no verla, ni entenderla.