Después de rezar la oración del ángelus, exhortó a que la pena de
muerte sea definitivamente abolida y que en particular en este Año
de la Misericordia no se ejecuten personas.
Concluyó señalando
que los voluntarios acompañados por ‘sin techo’, prófugos y
religiosos repartían el santo rosario en una confección tipo
remedio, con el nombre de ‘Misericordina’.
A continuación el texto completo:
“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El viaje apostólico que he realizado los días pasados en México
ha sido para todos nosotros una experiencia de transfiguración.
¿Cómo ha sido posible?
El Señor nos ha mostrado la luz de su gloria a través del
cuerpo de su Iglesia, de su pueblo santo que vive en esa tierra.
Un cuerpo tantas veces herido, un pueblo tantas veces oprimido,
despreciado, violado en su dignidad. De hecho los diversos
encuentros vividos en México fueron llenos de luz: la luz de la fe
que transfigura los rostros e ilumina el camino.
El “baricentro” espiritual de mi peregrinación ha sido el
Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Quedarme en silencio
delante a la imagen de la Madre era lo que me había propuesto
antes de todo. Y agradezco a Dios que me lo ha concedido. He
contemplado y me he dejado mirar por Aquella que lleva impresos en
sus ojos las miradas de todos sus hijos y recoge los dolores por
las violencias, los secuestros, los asesinatos, las violencias
contra tanta pobre gente, de tantas mujeres.
Guadalupe es el santuario mariano más frecuentado del mundo. De
toda América van allí a rezar donde la Virgen Morenita se mostró
al indio san Juan Diego, dando inicio a la evangelización del
continente y a su nueva civilización, fruto del encuentro entre
diversas culturas.
Esta es justamente la herencia que el Señor nos ha entregado en
México: custodiar la riqueza de la diversidad y, al mismo tiempo,
manifestar la armonía de la fe común: una fe sincera y robusta,
acompañada por una gran carga de vitalidad y de humanidad.
Como mis predecesores, también yo fui para confirmar la fe del
pueblo mexicano, pero contemporáneamente a ser confirmado; he
recogido a manos llenas este don para que vaya como beneficio de
la Iglesia universal.
Un ejemplo luminoso de lo que estoy diciendo fue dado por las
familias: las familias mexicanas me han recibido con alegría en
cuanto mensajero de Cristo, pastor de toda la Iglesia; pero ellos
a su vez me han dado testimonios límpidos y fuertes, testimonios
de fe vivida, de fe que transfigura la vida, y esto para edificar
a todas las familias cristianas del mundo. Y lo mismo se puede
decir sobre los jóvenes, los consagrados, los sacerdotes, los
trabajadores y los encarcelados.
Por lo tanto doy gracias al Señor y a la Virgen de Guadalupe
por el don de esta peregrinación. Además agradezco al presidente
de México y a las demás autoridades civiles por la calurosa
recepción; y agradezco vivamente a mis hermanos en el episcopado y
a todas las personas que de diversas maneras han colaborado.
Una alabanza, alabanza especial elevamos a la Santísima
Trinidad por haber querido que en esta ocasión se realizara en
Cuba el encuentro entre el Papa y el Patriarca de Moscú y de toda
Rusia, el querido hermano Kirill; un encuentro muy deseado incluso
por mis predecesores. También este evento es una luz profética de
resurrección, de la cual hoy el mundo necesita más que nunca. La
Santa Madre de Dios siga a guiarnos en el camino de amistad y de
la unidad. Y recemos a la Virgen de Cazán. El patriarca Kirill me
ha regalado un ícono de la Virgen de Kazán: recemos juntos un Ave
María. Ave Maria llena eres…”
Después el Papa reza la oración del ángelus. Y a continuación
dice:
“Queridos hermanos y hermanas, mañana lunes inicia en Roma un
congreso internacional que se titula “Por un mundo sin pena de
muerte”, promovido por la Comunidad San Egidio. Deseo que el
congreso pueda dar un nuevo impulso al empeño para la abolición de
la pena de muerte.
Una señal de esperanza está constituida por el desarrollo en la
opinión pública, de una contrariedad cada vez mayor hacia la pena
de muerte, incluso solo como instrumento de legítima defensa
social. De hecho las sociedades modernas tienen la posibilidad de
reprimir eficazmente el crimen sin quitar definitivamente a quien
lo cometió la posibilidad de redimirse.
El problema va encuadrado en la óptica de una justicia penal
que sea cada vez más conforme a la dignidad del hombre y al
designio del Dios para el hombre y la sociedad. Y también a una
justicia penal abierta a la esperanza del reintegrarse en la
sociedad. El mandamiento ‘no matarás’, tiene valor absoluto y se
refiere sea al culpable que al inocente.
El Jubileo Extraordinario de la Misericordia es una ocasión
propicia para promover en el mundo formas cada vez más maduras de
respeto de la vida y de la dignidad de cada persona. Porque
incluso el criminal tiene el derecho inviolable a la vida, don de
Dios.
Hago un llamamiento a la conciencia de los gobernantes, para
que se llegue a un consenso internacional destinado a abolir la
pena de muerte. Y a quienes entre ellos son católicos que cumplan
un gesto de coraje y ejemplar: que ninguna condena sea aplicada en
este Año Santo de la Misericordia.
Todos los cristianos y hombres de buena voluntad están llamados
hoy a trabajar para abolir la pena de muerte, pero también para
mejorar las condiciones de las cárceles, en el respeto de la
dignidad humana de las personas privadas de su libertad.
Dirijo un cordial saludo a las familias, a los grupos
parroquiales y a las asociaciones y a todos los peregrinos de
Roma, de Italia y de los diversos países. Saludo a los fieles de
Sevilla, Cádiz, Ceuta; a los de Trieste, Corato y Turín. Un
pensamiento particular dirijo a la comunidad Juan XXIII, fundada
por el siervo de Dios, don Oreste Benzi, que el viernes próximo
promoverá por las calles del centro de Roma una Vía Crucis de
solidaridad y oración por las mujeres víctimas de la trata de
personas.
La cuaresma es un tiempo propicio para realizar un camino de
conversión que tiene como centro la misericordia. Por ello he
pensado de regalarles a quienes están aquí en la plaza una
medicina espiritual, llamada ‘Misericordina’. Una vez ya lo hemos
hecho, pero esta es de mejor calidad, esta es la ‘Misericordina –
Plus’, una cajita que contiene la corona del rosario y una
imagencita de Jesús Misericordioso. Ahora la distribuirán los
voluntarios entre los cuales hay pobres, ‘sin techo’, prófugos y
también religiosos. Reciban este don como una ayuda espiritual
para difundir especialmente en este año de la misericordia el
perdón y la hermandad. Les deseo a todos un buen domingo. Y por
favor no se olviden de rezar por mi. Que tengan un buen almuerzo,
y hasta la próxima”. (Texto completo traducido desde el audio por
ZENIT.org)
Por: Víctor Fernández
El arte es el resultado de la fuerza
creativa del ser humano, que impele a expresar nuestros
sentimientos más profundos para compartirlos con la mayor
intensidad de que somos capaces. A Dios podemos considerarlo
como el más grande artista en cuanto es creador de todo lo
existente, cuando admiramos la belleza de la naturaleza y nos
reconocemos a nosotros mismos a través de la observación del
mundo que nos rodea. Por tanto, la mayor obra de arte que
podemos contemplar es el hombre mismo, ya que es el culmen de la
obra de Dios, hecho a imagen suya:
“Dios creó al Hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó,
macho y hembra los creó” (Gen 1,27).
Dios ha creado al hombre y la mujer con un valor único e
incalculable. Cada alma tiene un valor infinito para Él y por
ello nos ha hecho partícipe de su belleza. Una belleza que no
radica en un canon estético comercial o sensual de la época en
la que vivimos, sino que va más allá cuando es capaz de suscitar
en nosotros sentimientos de grandeza, de identidad con Dios, de
amor y misericordia.
Hay una foto profundamente conmovedora: Una joven madre
besando a su hija de pocos años. En un primer vistazo impacta el
hecho de ver sus caras completamente desfiguradas por el ácido
con el que fueron atacadas.
Ante este tipo de imagen tenemos dos tipos de actitudes que
podemos tomar: apartar la mirada y quedarnos en una repulsión
superficial, por el acto horrible que les provocó tanto dolor
así como por los resultados del mismo; o fijarnos en ellas,
empatizar e intentar adoptar esa misma mirada que tienen la una
por la otra, limpiar nuestros ojos y admirar –sí, digo bien:
admirar– todo lo que nos transmite.
Esa mujer y esa niña nos interpelan en lo más profundo y si
las dejamos, suscitarán en nuestro corazón ternura, amor y
misericordia, pudiendo ver la belleza del ser humano en toda su
pureza, la belleza del amor que se sobrepone al sufrimiento, la
belleza innata e infinita de todo ser humano desde su concepción
hasta su muerte, sin encorsetarlo en cánones ni prejuicios.
La misericordia de Dios se extiende a pesar del mal que
acecha al mundo, lo sana, lo recupera, lo inunda y lo
transforma. Aún en la mayor oscuridad del mal en corazón humano
la misericordia puede brillar: ese amor de madre e hija, que
representa también el amor de Cristo sufriente por la humanidad
entera.
Se puede encontrar la redención a través de la belleza,
dejándose inundar por la misericordia. Si aprendemos a mirar con
los ojos de Dios, con los ojos del amor y la misericordia, con
los ojos del milagro, podremos admirar en este beso tanta
belleza como en ‘La Piedad’ esculpida por Miguel Ángel.
Nació en la localidad italiana de Laviano en
1247. Huérfana de madre a los 7 años se encontró de bruces con una
madrastra de mal carácter que ensombreció su vida. Entonces había
cumplido ya los 9 años, una edad delicada en la que ternura y
tutela deben aliarse para encaminar convenientemente una vida.
Seguro que en sus amargas jornadas se aferraría a la oración que
su madre le legó: «Señor Jesús, te ruego por la salvación de
todos aquellos por quienes quieres que se ruegue» pudiendo
afrontarlas con otros arrestos. Disipadas durante un tiempo las
fértiles enseñanzas maternas, tendría que disponer su espíritu
para acoger las numerosas bendiciones que le aguardaban. El paso
del tiempo mostró cuán benévola estaba siendo con ella la
naturaleza. La adolescente se convirtió en una joven de espléndida
belleza, y cayó rendida en los brazos de un noble de Montepulciano.
Seducida por promesas que éste incumplió
reiteradamente, cerca de una década vivió aferrada a esa ilícita
relación de la que nació un hijo. Quizá a la espera de que un día
se materializaran sus sueños de matrimonio, que reclamaba una y
otra vez, no tuvo reparos en convivir con su amante en el
castillo. Y aunque los ciudadanos de Montepulciano reprobaban su
actitud, no se escondía; a veces incluso se exhibía por las calles
recorriéndolas a lomos de un magnífico caballo. El fin de esta
historia llegó con el brutal asesinato del caballero, cuyo cadáver
encontró ella misma cuando, al ver que demoraba su llegada, salió
en su busca.
La crudeza del momento trajo consigo su radical
conversión. Profundamente consternada y arrepentida, renunció a
los bienes que disfrutaba aún sin tener legítimos derechos sobre
ellos. Ceñida con prendas de penitente, y aferrada a la mano de su
hijo, regresó a Cortona. Su padre la repudió y le negó su perdón.
Así que se vio en la calle sin tener un lugar donde cobijarse,
hasta que dos piadosas mujeres la acogieron puntualmente y le
pusieron en contacto con los frailes menores, ya que ese fue su
deseo; pensó en ellos al recordar su bondadoso trato con las
personas atrapadas en las redes del pecado.
En ese intervalo el maligno intentó disuadirla.
La baza de su belleza era un codiciado naipe que éste barajó. El
pasado, ese que Cristo advierte que debe dejarse atrás para
siempre, era sugestivo. Aún podía reconquistar lo perdido; ese era
el susurro del diablo que disfraza con pestilente máscara la
oferta que conduce a la perdición. Pero hacía tiempo que Margarita
intuía misteriosamente el destino que le reservaba la divina
Providencia. De modo que se dispuso a asumir la responsabilidad de
sus actos. Hay experiencias que no pasan por la vida sin dejar
cicatrices, y durante tres años sufrió grandes tentaciones, de las
que se sobrepuso con el consejo de dos frailes que la dirigieron
acertadamente. «Padre –manifestó en un momento dado–, no
me pidáis que pacte con mi cuerpo, porque es imposible. Mi cuerpo
y yo estaremos en constante lucha hasta el día de mi muerte». Todo
su afán era consumarse en medio de extremadas penitencias, que su
confesor, fray Giunta, le instaba a suavizar para evitar otros
males a su espíritu.
Tras un periodo de trabajo doméstico lo dejó
todo y se dedicó a asistir a los pobres llevando una vida de
mortificación junto a ellos. Aún tenía junto a sí a su hijo y
ambos afrontaban cada jornada con las limosnas que recibían. De
las que juzgaba mejores, se desprendía sin dudarlo. Las pruebas de
su conversión y la autenticidad de su vocación estaban tan claras
que los frailes la admitieron en la Tercera Orden. Y cuando su
hijo, que sería franciscano, comenzó su formación en Arezzo,
prosiguió un intensísimo itinerario espiritual que en poco tiempo
fue bendecido con éxtasis y revelaciones. Prudente y cautelosa con
tantos favores, únicamente los confiaba a su confesor cuando él lo
demandaba. En uno de ellos, Dios le dijo: «Tú eres la tercera
lumbrera que he dado a la orden de mi amado Francisco. Él fue la
primera, entre los frailes; Clara fue la segunda, entre las
religiosas; tú serás la tercera para dar ejemplo de penitencia».
Llamada a ejercer su caridad con los enfermos y
los pobres, con el beneplácito del obispo y la generosa ayuda de
personas principales de la ciudad, impulsó la creación de un
hospital. Lo asistió junto a otras mujeres ligadas por la orden
terciaria franciscana con las que fundó una congregación. Su
intensísima oración y mortificaciones no tenían límite. Las
disciplinas que se aplicaba tenían como objetivo la reparación de
sus propios pecados y los ajenos. Sufrió graves calumnias
difundidas con objeto de manchar la limpia relación entre su
confesor y ella. Fue vituperada y despreciada, y se vio obligada a
quedarse sin el consejo de fray Giunta. Soportó todo por amor a
Cristo y un día escuchó: «Es preciso que demuestres que te has
convertido realmente… Las gracias que he derramado sobre ti no son
para ti sola». Obedeció, y los frutos de su entrega y
apostolado fueron incontables como también sus milagros.
Un día en la iglesia de San Francisco la imagen
del Crucificado traspasó su ser con infinita ternura: «¿Qué
quieres, pobre pecadora mía?», le preguntó. La respuesta,
inequívoca, no se hizo esperar: «Yo no quiero ni busco sino a
Ti». Al final, fray Giunta estuvo junto a su lecho de muerte,
acaecida el 22 de febrero de 1297, mientras decía: «Dios mío,
te amo». Fue canonizada por Benedicto XIII el 16 de mayo de
1728.