Tribunas

Mártires del siglo XXI

Jesús Ortiz


Cinco Misioneras de la Caridad han sido asesinadas en Yemen por su fe cristiana a manos de fanatismo islámico. Son: Sister Anselm de la India, Sister Judith de Kenia, Sister Margarita de Ruanda, Sister Reginette también de Ruanda. No olvidamos sus nombres y a su tiempo figurarán en el elenco de los santos mártires del siglo XXI. Verdaderamente son mártires porque permanecieron allí después de haber recibido amenazas, según ha confirmado el Secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin. Y el Papa Francisco aseguró el domingo siguiente durante el Ángelus que las religiosas asesinadas eran mártires que habían derramado su sangre por la Iglesia. Ellas han muerto por Jesucristo y por el prójimo a causa del odio al cristianismo.

Son las penúltimas, porque cada día hay nuevos asesinatos de religiosos y laicos, misioneros, en algún país fanatizado por las hordas del fundamentalismo islámico. Si el siglo XX ha llenado el mundo de mártires, en mayor número que en los primeros siglos, este siglo nuestro no le va a la zaga. Y tan solo estamos empezando.

Me parece que por ahora los cristianos no saldremos a las calles a decir «Yo soy esas sisters asesinadas» para manifestar nuestra rabia. Y menos lo esperamos de los partidos en Occidente –tan temblorosos ante el nombre de Dios o de la Iglesia- así como de buena parte de la prensa. Porque sabemos que la cristofobia está en la entraña de ciertos organismos internacionales, como en determinadas divisiones de la Unión Europea y en Naciones Unidas, en las que impera el laicismo para configurar unas sociedades postcristianas sin Dios.

Sembradores de paz

Los cristianos también somos víctimas del Daesh y otras siglas del marasmo terrorista. Ciertamente no perdemos la vida aunque sí sufrimos al ver nuestras creencias perseguidas e incendiadas en tantas iglesias del África, de la India, o de algunos países de Extremo Oriente. Hay un abismo entre las víctimas mortales y perseguidas en sus países, como Siria o Irak, y los que vivimos cómodamente en Occidente, pero sí hay un hilo conductor de sufrimiento en la misma fe.

Esa rabia nuestra podría llevar a decir y hacer barbaridades pero bien saben los terroristas islamistas que no haremos ninguna salvajada: hoy no empuñaremos las armas allí lejos, ni emplearemos aquí cerca la calumnia para destruir la fama de los adictos a la cristofobia, como sí hacen ellos con la Iglesia. De una parte lo impide la caridad cristiana que nos lleva a ser sembradores de paz, la Alegría del Evangelio, y a trabajar a largo plazo. Por ejemplo, con la ayuda de Dios y la sangre de los mártires, los cristianos en África han crecido en el siglo XX pasando de 9 millones a los 541 actuales, - algo impresionante- y se calcula que llegarán a  1,1 mil millones en 2050. Pero también es verdad que no vamos a permanecer inactivos. Hay muchos modos de ganar las batallas. El mundo entero lo ha podido comprobar en tiempos de Juan Pablo II cuando cayó el muro de Berlín, algo inhumano y antídotos, sin necesidad de tener divisiones acorazadas en el Vaticano. Tenemos otras fuerzas.

punto esencial. La búsqueda de la noticia, con capacidad de anticipación -elemento indispensable para abrir espacio dominado por una casi omnipotente agencia estatal- resultaba compatible con la exigencia ética de la comprobación de los hechos y de la necesidad valoración de las fuentes. A pesar de ese rigor -quizá por ese rigor-, Europa Press llegaba mucho antes, como recuerda la portada del libro: fueron los primeros en dar la noticia de la muerte de Franco, o de la legalización del PCE en días de Semana Santa, o del nombramiento y luego la dimisión de Adolfo Suárez como presidente del gobierno.

Seguramente, esa pasión por la verdad sostuvo a Antonio Herrero y a la agencia en momentos de grandes dificultades y de presiones de los poderosos de la época. Fue hombre de una pieza. Su hombría de bien se fortaleció al incorporarse al Opus Dei a mediados de los sesenta. No le faltó tampoco gallardía para defenderse y defender a la futura prelatura de los ataques de personas poco amantes de la libertad, que trataban de acallar a sus miembros con lo que cínicamente llamaban “torpedos a la línea de flotación”: a ver si se encogían en sus posiciones personales presentándolas como reflejo de criterios colectivos; los misiles no se dirigía contra sus argumentos, sino contra lo más íntimo de sus vidas.

La veracidad no excluía la prudencia para retrasar excepcionalmente la comunicación de noticias que podían afectar negativamente al bien común. Muy rara vez tuvo que rectificar en asuntos de entidad, y lo hizo entonces con gallardía, como quien busca denonadamente lo verdadero, pero no se siente en posesión solitaria de la verdad. Con prisa, pero sin apresuramientos vanidosos. Eso sí, con máxima profesionalidad, que incluía también grandes dosis de pillería: para encontrar  informaciones exclusivas o para soslayar presiones inmoderadas.

La escuela de Antonio Herrero, como sintetiza José Apezarena al final del libro, se caracterizó por el rigor de los datos, el contraste de las fuentes (con la fiabilidad en el trato de las propias), el estilo narrativo directo, la búsqueda de la primicia, la valentía al informar, a pesar de presiones y amenazas, con independencia y libertad, porque la noticia es lo primero.

Al recomendar la lectura del libro, me sumo también al homenaje a Antonio Herrero Losada, gran figura del periodismo español del siglo XX, todo un caballero, profundamente amante y defensor de la verdad.

 

Jesús Ortiz López.