Dame tu mano, María,
la de las tocas moradas.
clávame tus siete espadas
en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía
tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla
quiero ver si se retrata
esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.
Y termina su dedicatoria diciendo:
A ti, doncella graciosa,
hoy maestra de dolores,
playa de los pecadores,
nido en que el alma reposa.
A ti, ofrezco, pulcra rosa,
las jornadas de esta vía.
A ti, Madre, a quien quería
cumplir mi humilde promesa.
A ti, celestial princesa,
Virgen sagrada María.

Tanto esta ‘Ofrenda’ como las estaciones que siguen, son expresión de una profunda espiritualidad que se hace arte, palabra y oración.

Miembro destacado de la Vanguardia poética del primer cuarto del siglo XX – Ultraísmo, Creacionismo–, Gerardo Diego supo combinar la poesía tradicional y la vanguardista. Y supo también combinar la visión tradicional del vía crucis consolidado en la religiosidad popular con la intuición del poeta creyente que apunta más allá.

Tuvo que llegar el Concilio Vaticano II para subrayar la celebración de la Pascua de Resurrección en el Pueblo de Dios, ante la primacía de las celebraciones centradas de forma preferente en la pasión y muerte de Jesús. Ya años antes, Gerardo Diego, el poeta, que ve lejos, había añadido a las catorce estaciones del Vía crucis un romance de salida, a modo de estación número quince, “A la Resurrección del Señor”:

 ¿Es de ingrávido sueño,
aire o magia refleja
este resplandor súbito,
esta erguida presencia?
Todo en torno se afirma,
se deslumbra, se ciega.
La piedra es más que nunca
piedra, gozosa piedra;
la humana piel confusa
de oscuros centinelas,
tañida del prodigio,
centellea evidencias,
y el alba, el alba tímida
tan mojada y tan tierna,
confirma de rubores
su inocencia perfecta.
Otra vez sobre el mundo
la Verdad se hace cierta,
cierta con certidumbre
transverberada, céntrica.
No el aire, no, ni el sueño
ni la magia espejean
este cuerpo armonioso
que fulgura y destella.
Las brisas le acarician,
la tierra le sustenta
y la luz que de él mana
le ciñe y le modela.
Pudiendo ser más leve
que plumas o humaredas,
humana, humildemente
pisa la hierba, y pesa,
y al goce del suavísimo
tacto, contacto, prenda,
invita -ábranse flores-
a las yemas incrédulas.
Resurrección. Oh gloria
taladrada y tan nuestra,
tan de hueso y de carne
firme, caliente, fresca.
Por Ti, Jesús, tan nuevo
hoy con tus cinco estrellas
que en cifra dibujada
tu caridad constelan,
por Ti, Señor, devuelto
a la luz que te estrecha,
al amor que te ciñe,
al aura que te besa,
por ti, todo nos canta,
oh divina certeza
para después del tiempo,
quieta ya primavera.

Así termina el Vía Crucis de Gerardo Diego: en la Resurrección. Porque el camino del cristiano no acaba en el el Calvario, ni tampoco en el sepulcro. La siguiente estación, la definitiva, está en la presencia de Jesús resucitado y en la promesa esperanzada de la resurrección.

Cuando la fe y la cultura dialogan, la fe se traduce en arte y el arte en cauce de fe. También escribiendo poesía, añadiendo un poema, una estación, se nos recuerda que nuestra meta está en la Vida, en una feliz Pascua de Resurrección.