¿Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la resurrección de Jesucristo? ¿Qué significa resucitar? El desafío de esta pregunta implica para el cristiano un esfuerzo de la capacidad de su razón, de la exigencia de su libertad y de la potencia de su afecto, en un mundo de sueños agotados, promesas no cumplidas y racionalidades carcomidas. La afirmación de la resurrección como afirmación de la humanidad renacida debe hacernos posible descubrir “las brasas ocultas bajo las cenizas”, en palabras de Walter Benjamin.

La historia es, según el buen sentido de Leonardo Polo, un discontinuo de comienzos libres. Lo esencial de la historia está en el crecimiento no natural de lo natural, tal y como nos recordó Hannah Arendt. Es decir, en la restitución de todas las realidades del mundo al proceso vital, al nacimiento, al proceso conducente a descubrir que la verdad existencial solo se puede encontrar cuando se ve implicada toda la persona, o que algunas formas de conocimiento solo son accesibles a través del amor. Pensar la resurrección significa pensar la metamorfosis de la finitud, una manera de salvar la realidad y lo real desde la gramática del don. La resurrección no es una propuesta de retorno a la vida, sino una nueva y revolucionaria conciencia de la vida eterna más allá de la muerte.

La pregunta para nosotros es si nos preocupamos más del morir que de la muerte. ¿Concedemos más importancia a cómo afrontar el morir que a cómo vencer a la muerte? Sócrates superó el morir; Cristo superó a la muerte. La superación del morir se halla en el ámbito de las potencialidades humanas; la superación de la muerte en la resurrección. Como diría Dietrich Bonhoeffer, “no será a partir del “ars moriendi”, sino a partir de la resurrección de Cristo de donde soplará un nuevo viento que purifique al mundo actual”. En palabras del poeta Hopkins: “En el fondo de las cosas habita el más querido y profundo frescor”.

Cristo ha resucitado. Feliz Pascua de Resurrección.