Servicio diario - 03 de abril de 2016


 

El Papa en el Regina Coeli: renovar el empeño por un mundo desminado
Redaccion | 03/04/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Al concluir la santa misa en la plaza de San Pedro, con motivo del Domingo de la Misericordia, el papa Francisco rezó la oración del Regina Coeli y dirigió las siguientes palabras a los peregrinos allí presentes.
Texto completo:
«En este día que es como el corazón del Año Santo de la Misericordia, mi pensamiento se dirige a todas las poblaciones que tienen más sed de reconciliación y de paz. Pienso en particular al drama, aquí en Europa, de quien sufre las consecuencias de la violencia en Ucrania: de todos aquellos se quedan en las tierras golpeadas por las hostilidades que han causado ya varios miles de muertos, y de todos aquellos, más de un millón, que fueron desplazados por la grave situación que perdura.
Los afectados son principalmente ancianos y niños. Además de acompañarlos con mi constante pensamiento y con mi oración, he sentido la necesidad de promover una ayuda humanitaria para ellos. Con esta finalidad se realizará una colecta especial en todas las iglesias católicas de Europa, el próximo domingo 24 de abril.
Invito a los fieles a unirse a esta iniciativa del Papa con una generosa contribución. Este gesto de caridad, además de aliviar los sufrimientos materiales, quiere expresar la cercanía y la solidaridad mia personal y de toda la Iglesia, a Ucrania. Deseo vivamente que esto pueda ayudar a promover sin posteriores atrasos la paz y el respeto del Derecho en aquella tierra tan probada.
Y mientras rezamos por la paz, recordemos que mañana es la Jornada Mundial contra las minas anti-hombre. Demasiadas personas siguen siendo asesinadas o mutiladas por estas terribles armas, y hombres y mujeres valerosos arriesgan su vida para desminar los terrenos. ¡Renovemos, por favor, el empeño por un mundo desminado!
Al concluir envío mi saludo a todos los que han participado a esta celebración, en particular a los grupos que cultivan la espiritualidad de la Divina Misericordia. Todos juntos nos dirigimos en oración a nuestra Madre».
Después del canto del Regina Coeli, el papa Francisco concluyó la oración e impartió la bendición apostólica.
(Traducido desde el audio por ZENIT).





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Texto completo de la homilía del papa Francisco en el Domingo de la Misericordia
Redaccion | 03/04/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El santo padre Francisco celebró la santa misa en este segundo Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, en la explanada anterior de la basílica de San Pedro, con motivo del Jubileo de las personas que siguen la espiritualidad de la Divina Misericordia.
Después de la proclamación del Evangelio el Papa en su homilía dijo que existe un evangelio de la misericordia, un libro abierto, donde los seguidores de Jesús se siguen escribiendo gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia para los hombres y mujeres de hoy.
El Santo Padre quiso precisar que al curar las heridas de nuestros hermanos, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que lo reconozcan como «Señor y Dios» y que esta es la misión que se nos confía.
E invitó a pedir la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo, de ser misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio.
A continuación el texto completo de la homilía:
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.
Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy.
Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: por un lado, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir, salir de nosotros mismos.
Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado.
Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas.
Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás.
Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo.
Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón.
Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender.
Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio. Para escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió».





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El Papa en la misa de la Divina Misericordia invita a seguir escribiendo el Evangelio
Sergio Mora | 03/04/16

(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- La santa misa del segundo domingo de Pascua, o de la Divina Misericordia, inició con la bendición del agua, mientras el coro de la Capilla Sixtina cantaba el ‘Vidi Acquam egredientem’.
En este típico domingo de primavera en Italia, el santo padre Francisco presidió la eucaristía, usando paramentos color crema con algunas figuras doradas y endosando el palio.
Miles de peregrinos llenaban la plaza adornada con flores y enmarcada por la majestuosa columnata del Bernini, entre ellos operadores y personas que siguen la espiritualidad de la Divina Misericordia y los participantes al Congreso Apostólico europeo de la Misericordia.
Este año el día de la solemnidad, que es el primer domingo después de Pascua, coincide con la fecha de la primera celebración, el 3 de abril de 2005. El día anterior había fallecido san Juan Pablo II, quien instituyó la fiesta.
En esta festividad en la que Jesús prometió a su vidente, santa Faustina Kowalska, el perdón total de los pecados y penas a quien se confiese y comulgue, las lecturas e intenciones fueron leídas en diversos idiomas.
“Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy”, señaló el Papa en su homilía. Y precisó que “lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano”.
Señaló que “ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios»”.
“Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia”, dijo.
“Pidamos la gracia –exhortó el Pontífice– de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio”.
Y concluyó invitando a través de las obras de misericordia a “escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió”.
Leer el texto completo de la homilía





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El camino de la fe
Enrique Díaz Díaz | 03/04/16

Hechos 5, 12-16: “Crecía el número de los creyentes en el Señor”
Salmo 117: “La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
Apocalipsis 1, 9-11, 12-13. 17-19: “Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo para siempre”
San Juan 20, 19-31: “Ocho días después, se les apareció Jesús”
Los días de Cuaresma y Semana Santa fueron muy intensos en encuentros y confesiones con diferentes personas. Una de las preocupaciones acuciantes de varias de ellas es sentirse inseguras, no poder tener bases firmes frente a los problemas y dificultades. No es raro encontrar personas que nos dicen: “Estoy perdiendo la fe”. Quizás sea este uno de los fenómenos de nuestro tiempo: la pérdida de fe. Pero la fe no es sentirnos seguros y contentos con unas leyes y unos pocos actos piadosos. La fe es mucho más que una tabla de salvación. Habíamos reducido la fe a una serie de prácticas, de normas y de dogmas, que nos daban una gran seguridad y olvidábamos lo esencial de nuestra opción: una experiencia personal de Jesús resucitado. Este domingo es una gran oportunidad para mirar hacia dentro de nosotros y descubrir qué tan madura es nuestra fe. Con frecuencia aducimos que la fe es creer en lo que no se ve y así nos volvemos conformistas y descuidamos el encuentro personal con Jesús, el mirar su vida y lo que hace por nosotros, el dialogar con Él.
Santo Tomás nos da la gran oportunidad de mirarnos en su experiencia como en un espejo y confrontar nuestra vida. Él había sido un fiel seguidor de Jesús. Es más, aparece como uno de los más comprometidos cuando Jesús, a pesar de los peligros, decide ir a Jerusalén. Anima a sus compañeros a asumir las consecuencias de seguirlo: “Vayamos también nosotros a morir con Él’” (Jn 11, 16). No es un simple admirador, se consideraba un discípulo comprometido en serio. Pero ahora está derrotado. Entre sus planes no entraban la cruz, la muerte, la burla y el desplome estrepitoso de su pequeño mundo. Muy lejos quedaban aquellos sueños de construir un mundo nuevo, un nuevo Reino, una nueva vida. Todo se ha derrumbado y ahora se niega a creer.
Nada extraño que Tomás se niegue a aceptar que sus compañeros hayan tenido la experiencia del Resucitado, que les haya cambiado la forma de ver el mundo, los haya vuelto más humanos y más sensibles. No quiere ilusionarse de nuevo. Es más, exige mirar las huellas de lo que él consideraba el fracaso: la señal en las manos y los agujeros de los clavos. Es curioso, lo que exige no son muestras de la resurrección sino de la muerte.Tomás no acepta el testimonio de sus compañeros. Él quiere tener su propia experiencia con el Señor. Y es respetado por el grupo, que comprende que los caminos de cada persona son diferentes y que hay quien tarda más tiempo para reconocer que Jesucristo el Señor se ha levantado de entre los muertos por el poder de Dios. Llegado el momento Tomás se encuentra con el Señor resucitado. El evangelista narra de manera solemne ese encuentro con el Señor, poniendo como fondo un profundo cambio interior en Tomás, que le hace experimentar al Señor resucitado más cerca y de una forma más impresionante que los encuentros de los otros discípulos con el Resucitado: ¡Señor mío y Dios mío!
Para llegar al Resucitado, Tomás ha necesitado pasar por las huellas del dolor y de la cruz, en un ambiente de comunidad. Es el camino para llegar a Jesús. A veces quisiéramos llegar directamente al triunfo. Jesús escogió otro camino: el de los pobres, el de los humillados, el de la cruz, el de dar la vida. Tampoco nos podemos quedar en el fracaso. Vamos siguiendo a un Cristo crucificado pero vivo y resucitado, que ha triunfado sobre la muerte. El Apocalipsis nos presenta muy claro este camino. Escrito en tiempo de las persecuciones romanas contra la primitiva Iglesia, nos muestra la valentía de los primeros hombres y mujeres que fueron aceptando en sus vidas a Jesucristo como su Señor y la manifestación plena de Dios. San Juan nos cuenta que se encuentra en Patmos, desterrado “por haber predicado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús”, lo que nos ilustra sobre las verdaderas consecuencias de la predicación apostólica. Desde la exclusión y desde el destierro, Dios envía un mensaje de vida a toda la Iglesia primitiva para que, en medio de la persecución, siga firme y fiel, ya que quien ha sido resucitado de entre los muertos es “el principio y fin de todo”, y acompañará a sus seguidores hasta el final de la historia.
Las consecuencias de una fe sólida nos las presenta de manera ideal la primera lectura de este domingo En el pasaje de los Hechos, el acontecimiento de la Resurrección ha llegado a ser el centro y la fuerza para los discípulos, que habían estado aturdidos y desconsolados con la muerte del Maestro. En cambio ahora los apóstoles se convierten en presencia del Resucitado en medio de la comunidad. Los signos y prodigios que realizan son la ratificación del cambio que estaba produciendo el anuncio de la resurrección de Jesús. Anuncio que es capaz de transformar la vida de hombres y mujeres para que se adhirieran a la fe del Señor. Es importante anotar que, en la nueva experiencia en torno a Jesucristo, la comunidad quiere vivir una unidad real y verdadera, capaz de superar toda polaridad o división por motivo social, cultural o de género. En el grupo de cristianos han sido superados los problemas y divisiones entre griegos-judíos y mujeres-hombres o personas de diferente estrato social. Ahora todos tienen cabida en la nueva comunidad. La experiencia de Jesús resucitado viene a ser la experiencia de la unidad, del compartir y el aceptar al hermano sin excluir a nadie. Dios es Padre de todos los que asumen el proyecto de vida que Él propone para la humanidad por medio de Jesús.
Hoy, gracias a Tomás, tendremos que cuestionarnos cómo es nuestra fe, en qué se fundamenta y por qué creemos. ¿A qué nos compromete esta fe en Cristo Resucitado y cómo se manifiesta en la construcción de la comunidad y en la aceptación de los demás? ¿Cómo educar y educarnos para la fe?
Dios de eterna misericordia, concédenos la gracia de tener una fe que asuma el riesgo de seguir a Jesús, muerto y resucitado; una fe que no sea evasión sino compromiso; una fe que crezca y se fortalezca en la comunidad. Amén





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San Isidoro de Sevilla – 4 de abril
Isabel Orellana Vilches | 03/04/16

En su casa se respiraban aires de santidad. Tres de sus hermanos fueron obispos canonizados: Leandro, Fulgencio e Isidoro. Y también su hermana Florentina fue religiosa y santa. Isidoro probablemente nació en Cartagena, España, el año 560. Como perdió a sus padres siendo niño, su hermano Leandro asumió las funciones de educador y tutor suyo. Y a fe que consiguió que el pequeño recibiese tan esmerada educación que el acervo espiritual y cultural que se ocupó de proporcionarle le convertiría en uno de los grandes y santos doctores de la Iglesia. Y eso, que según la tradición, a Leandro costó entrarle en vereda, porque Isidoro no era un alumno ejemplar; faltaba o se escapaba de la escuela alguna vez. Lo que da idea de que cuando se cree en una persona, aunque sea díscola, y se mantiene un pulso inalterable en su educación, los frutos no se hacen esperar. Además, sobre Isidoro ya pendía claramente la voluntad divina que iba a encaminar sus pasos en la buena dirección para que se cumplieran en él sus designios. Y aunque se escabullía huyendo de su responsabilidad, un día cambiaron radicalmente las tornas. Sucedió todo de forma sencilla ante una circunstancia que nada tiene de particular, pero que fue de sumo provecho para él. Mientras vagabundeaba se acercó a un pozo para sacar agua y observó que el roce de las cuerdas había provocado hendiduras en la rígida piedra. Así comprendió el valor de la constancia y de la voluntad del hombre que quiebran cualquier contratiempo que se presente en la vida por complejo que parezca. Esta simple constatación de carácter pedagógico le llevó por nuevos derroteros. Con espíritu renovado se afanó en el estudio desde ese instante hasta el fin de sus días.
Es el último de los padres latinos. Se formó con las lecturas de textos de Marcial, san Agustín, Cicerón y san Gregorio Magno, con el que mantuvo gran amistad. Su obra cumbre, las Etimologías, es una summa que se convirtió por derecho propio en texto ineludible para los estudiosos hasta mediados del siglo XVI; en ella se aprendía todo lo concerniente a la ciencia antigua. No era fácil que un proyecto tan ambicioso le permitiera compartir la riqueza de su formación, como deseó, y quizá podría haber logrado acotando los temas. Es una carencia que se aprecia en este trabajo que, pese a todo, trasluce el rigor y fidelidad a la genuina tradición católica. En todo caso, su enciclopédica formación (es autor de innumerables tratados en los que se compendian temas que abarcan todo el saber humano) no ensombrecía su humildad y sencillez. Fue reconocido por su caridad con los pobres, a los que nunca faltaron sus limosnas. A nivel espiritual experimentó una gran lucha interior que le llevaba a negarse a sí mismo. Fue la tónica existencial que marcó prácticamente todo su acontecer. Seguramente ayudó a su hermano Leandro en la diócesis de Sevilla, de la que era prelado. Cuando murió, le sucedió en el cargo.
Sin descuidar la labor intelectual –continuó escribiendo obras filosóficas, lingüísticas e históricas– desempeñó su misión pastoral de manera intensa y fecunda. Era perfectamente consciente del alcance que tienen tanto la vida contemplativa como la activa. Al respecto hizo notar: «El siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación, sin negarse a la vida activa. Comportarse de otra manera no sería justo. De hecho, así como hay que amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Es imposible, por tanto, vivir sin una ni otra forma de vida, ni es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra». Mostró especial preocupación por la formación espiritual e intelectual de los sacerdotes. Por eso fundó un colegio eclesiástico instruyéndoles personalmente.
Presidió dos concilios, el segundo de Sevilla en 619, y el cuarto de Toledo en 633. Muchos de los decretos se debieron a él, en particular el que indicaba que se estableciese un seminario en todas las diócesis. Sus treinta y siete años de episcopado fueron dedicados en gran medida a seguir los pasos de su hermano, intentando convertir a los visigodos del arrianismo al catolicismo. También emuló a Leandro en lo concerniente a la disciplina eclesiástica en los sínodos. Su organización recayó sobre ambos.
Se conoce el alcance de su oratoria gracias a san Ildefonso, que fue discípulo suyo: «la facilidad de palabra era tan admirable en san Isidoro, que las multitudes acudían de todas partes a escucharle y todos quedaban maravillados de su sabiduría y del gran bien que se obtenía al oír sus enseñanzas». Éstas superaron con creces a la mayoría de estudiosos y prolíficos autores de la historia. Escribió un diccionario de sinónimos, un tratado de astronomía y geografía, un resumen de la historia desde la creación, biografías de hombres ilustres, un libro sobre los valores del Antiguo y del Nuevo Testamento, un código de reglas monacales, varios tratados teológicos y eclesiásticos y la historia de los visigodos, de excepcional valor por ser la única fuente de información sobre los godos. También pertenece a su autoría una historia de los vándalos y de los suevos. Incluso completó el misal y breviario mozárabes que su hermano Leandro comenzó a adaptar de la antigua liturgia española.
Tuvo la magnífica visión de no dejar a España sepultada en la barbarie. Mientras el resto de Europa se desintegraba, la convirtió en un envidiado centro de cultura. Viéndose a punto de morir, pidió perdón por sus faltas, sentimiento que había hecho extensible a todos sus enemigos, y rogó que oraran por él. Dio todo lo que tenía a los pobres y el 4 de abril del año 636 entregó su alma a Dios. El concilio de Toledo lo denominó «gloria de la Iglesia católica». En 1063 sus restos fueron trasladados a León y allí reciben culto. Fue canonizado por Clemente VIII en 1598. El 25 de abril de 1722 Inocencio XIII lo proclamó doctor de la Iglesia. Añadir como anécdota que en 2001 fue elegido patrón de internet.





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San Luigi Scrosoppi – 3 de abril
Isabel Orellana Vilches | 02/04/16

Juan Pablo II puso a este santo como antorcha para los integrantes de la Iglesia: sacerdotes, religiosos y laicos. Dijo de él que era un «ejemplo luminoso y eficaz». Su mérito: haber ensamblado armónicamente vida contemplativa y activa. Tuvo estos grandes amores: Cristo, la Iglesia, el papa y los débiles.
Nació en Udine, Italia, el 4 de agosto de 1804 en una familia que gozaba de buena posición económica. Sus padres Domenico Scrosoppi, que regentaba una joyería, y Antonia Lazzarini, inculcaron a sus tres hijos tal amor a Cristo y a su Iglesia que todos, Carlo, Giovanni Battista y Luigi, fueron sacerdotes. Al ser éste el benjamín, cuando ofició su primera misa en 1827 concelebraron con él sus hermanos mayores. Su lema fue «hacer todo para todos». Lejos de un activismo estéril, como el eje vertebral de su existencia era Cristo al que ardientemente deseaba asemejarse, y lo que hacía estaba revestido de fe y confianza en Él, cosechó abundantes frutos. «Quiero ser fiel a Cristo, estar dedicado plenamente a él en mi caminar hacia el cielo, y conseguir hacer de mi vida copia de la suya». Oraba sin descanso y se postraba ante el Santísimo; era su alimento junto a la Eucaristía. Fue un hombre devoto. El rezo del rosario, la celebración del via crucis y otras prácticas de piedad formaban parte de su quehacer.
Creció siendo testigo de diversas penalidades que recayeron sobre su país. El tifus, la viruela y una pertinaz sequía regaron las calles de huérfanos. Por tanto, el hambre y la miseria eran bien conocidas por él. A la vista de tantas calamidades su preferencia por los pobres, enfermos y abandonados se acrecentó. Y antes de ser ordenado sacerdote se implicó en acciones encaminadas a socorrerlos. Además, había colaborado con el Oratorio de san Felipe Neri, al que admiraba profundamente. Como otros santos veía a Cristo en los desfavorecidos y afectados por el drama humano: «Los pobres y los enfermos son nuestros patronos y hacen presente la persona misma de Jesús». Con visible espíritu evangélico luchó por ellos en esos tiempos de crisis, al frente del orfanato para niñas impulsado por su hermano Carlo del que era director auxiliar desde 1829.
Su respuesta ante la penuria económica fue lanzarse a la calle; él mismo se había despojado antes de sus bienes para asistir a los que sufrían carencias. Lleno de fe reclamó asistencia y obtuvo los medios precisos para adquirir un edificio. Pero la repercusión de esta admirable labor entre los necesitados fue tan exitosa que enseguida requirieron mayor espacio para albergar a los que no tenían cobijo. Eso suponía que debían hacer acopio de nuevos recursos para costear la obra, de modo que, mientras coordinaba y trabajaba en la construcción de la casa, continuó pidiendo ayuda. En 1836 quedó culminado el edificio denominado Casa para los Desposeídos. Coincidió que ese mismo año la región sufrió la epidemia de cólera y el centro fue el único que pudo acoger a los damnificados.
Un grupo de maestras compartían con él la misma vocación de favorecer a los pobres y abandonados. Su caritativo testimonio movió los corazones de estas nueve profesionales de la enseñanza y fueron el pilar de la congregación de Hermanas de la Divina Providencia que fundó en 1837. Tenía como objetivo la atención espiritual y humana de niñas, a las que proporcionaron, junto a la formación cristiana, recursos prácticos para su devenir enseñándoles el oficio de costurera. Sobre todo, quería que las trataran con amor, ese que la vida les había hurtado. Puesta bajo el amparo de san Cayetano, la obra bebía de la espiritualidad del oratorio fundado por san Felipe Neri. Precisamente en 1846 Luigi pasó a formar parte del mismo, movido por una serie de circunstancias y de la historia misma, ya que su ideal de pobreza había sido el de san Francisco de Asís.
En 1854 fundó la Casa de Rescate para jóvenes abandonadas y en 1856 fue nombrado preboste de la comunidad. Las autoridades cerraron el oratorio, pero él siguió siendo fiel a san Felipe. En 1857 impulsó la escuela y centro de alojamiento para sordomudas que se mantuvo activo quince años. También abrió una Casa de Providencia destinada a las jóvenes que habiendo terminado sus estudios estaban desempleadas. Esta intensa actividad la compaginaba trabajando en los hospitales donde atendía a los enfermos y a los pobres. No se olvidó de los seminaristas y sacerdotes que vivían en la pobreza, a quienes proporcionó ayuda espiritual y material. Todo lo hizo con ejemplar sencillez, humildad y caridad, sintiéndose en manos de la Providencia bajo cuyo amparo puso la fundación. Conocía el valor del esfuerzo, de la perseverancia en la lucha, especialmente en medio de los contratiempos. Nada ni nadie podía inducirles al desaliento si tenían presente, como él, que hacían todo por Jesús. Denostó la vanidad, la prepotencia, la hipocresía y lo superficial.
El anticlericalismo recalcitrante llevó consigo el cierre de casas y el cese de actividades de muchos grupos. Clausuraron su oratorio y con él desaparecieron los recursos parroquiales. Sin embargo, este hombre humilde, generoso, diligente, dócil y caritativo que vivía a expensas de la voluntad divina, siempre presto a cumplirla, consiguió mantener a resguardo el resto de sus fundaciones. En todas las penalidades que se le presentaron actuó con heroica paciencia. Profetizó: «Voy a abrir doce casas antes de morir», y así fue. A punto de entregar su alma a Dios vaticinó: «Después de mi muerte, vuestra congregación sufrirá muchas tribulaciones, pero después renacerá a una vida nueva. ¡Caridad! ¡caridad! Este es el espíritu de vuestra familia religiosa: salvar las almas y salvarlas con la caridad». Falleció después de pronunciar estas palabras en Udine el 3 de abril de 1884. Conoció en vida el auge de sus fundaciones y la aprobación de su congregación efectuada por Pío IX en 1871. Juan Pablo II lo beatificó el 4 de octubre de 1981, y lo canonizó el 10 de junio de 2001.