Tribunas

Lo que no sabemos hacer

José Francisco Serrano Oceja

Conversaba en días pasados con un amigo sobre el hecho indiscutible de que la Iglesia sabe hacer en el ámbito de la pobreza, es percibida de forma favorable por esa acción, y esto facilita su aceptación social.

Si tuviéramos que hablar teológicamente, diríamos que la “Caritas” dentro de la dinámica de la “Martyria” configuran la presencia dominante de la Iglesia.

Es posible, que, incluso, esta dimensión aceptable y aceptada implique un mayor protagonismo de la individualidad, de los testimonios personales, y un menor protagonismo de lo institucional. Ya se sabe que esta última dimensión de lo humano no cotiza muy al alza.

Sin embargo, hay otros ámbitos y otras realidades en las que se percibe que no se sabe cómo hacer, cómo acertar, lo que no implica que no se tengan los suficientes conocimientos o experiencias. Es como aquello que decía Aristóteles de que para saber hay que llegar a saber.

No voy a poner el ejemplo de la comunicación, en el que transitamos entre el alquiler de lo nuestro a la incapacidad real de crear una agenda pública alternativa.  Si no estuviera el Papa Francisco, aquí, además, tendríamos un grave problema por la dinámica de la espiral del silencio en la que ha entrado la Iglesia en España para determinadas presencias.

Ocurre, volviendo a la cuestión inicial, con la actuación de los obispos –y me refiero genéricamente a estas personalidades por lo evidente de su ministerio, o por la capacidad pedagógica del ejemplo-. Nadie negará un aplauso público a su presencia, o a sus intervenciones, sobre la pobreza, con los pobres, los marginados. Pero cuando hay que hablar sobre la verdad, por ejemplo, de la naturaleza de lo humano, del hombre y de la mujer, o sobre los criterios en los que se basan las relaciones humanas en las dimensiones biológicas, sexuales; o cuando tienen que referirse al matrimonio, o a los problemas morales, el horizonte cambia y no está tan despejado.

Quizá ocurra que no se tenga el lenguaje adecuado; o que se acepte de base la pregunta social y no se parta de niveles anteriores de argumentación que serían obligados para que se entendiera adecuadamente el mensaje. Es decir, que hablar cuando te preguntan, o cuando hay que responder a actuaciones de otros interlocutores, puede convertirse en una trampa. Pero callar puede ser también mal entendido. Nadie está libre del miedo a la libertad o a la crítica.

Pasaría también cuando hay que afrontar las materias relacionadas con la dimensión política o la gestión política, que son las referidas al bien común. Ahí también topamos con serios problemas si no se entiende por todos, y de la misma manera, qué significa que la Iglesia no debe meterse en política.

Por cierto, ¿no sería necesario un nuevo documento de moral social integral sobre el presente de España que proponga valores cristianos como el diálogo, la reconciliación, la recuperación ética, el valor de la política…? ¿No sería conveniente una aportación específica de la Iglesia, en la medida que lo es del pensamiento cristiano, como fue “La verdad os hará libres”, por citar alguno? ¿Qué dirán los historiadores futuros sobre la palabra pública de la Iglesia en esta segunda Transición, en el nuevo período constituyente que ha comenzado?

Se me dirá que la aceptación de lo social, y el rechazo de lo antropológico, aunque lo social sea también antropológico, es un signo de nuestro tiempo. Ser signo de contradicción suena evangélico. No se puede negar que un cristianismo como solo humanismo sería muy recibido porque entraría en el mercado de la competencia de las ideologías.

Por cierto, una clave está en el Papa Francisco y en los contextos de su pontificado. Por eso hay que seguir muy de cerca lo que dice y lo que hace. Para desentrañar algunas elocuentes señales de fecundidad social y pública.

 

José Francisco Serrano Oceja