A propósito del reciente EncuentroMadrid, organizado por Comunión y Liberación en España, se me ocurrió pensar que muchas han sido las interpretaciones que, a lo largo de la historia, se han hecho de uno de los relatos fundacionales de la cultura occidental: el mito de la caverna de Platón (República Libro VII, 514a-518b). Una vez más, -abandonada absurdamente por muchos la paradoja cristiana-, la sabiduría griega nos sirve de acicate pedagógico para desenmascarar una construcción europea que vive en el reino de las sombras, dentro de una caverna por la que circulan los intereses de los poderosos a varias velocidades.

Los europeos estamos encadenados a un sistema de construcción de la comunidad política continental que ha olvidado la luz demiúrgica del bien común para concentrarse en los equilibrios inestables de acuerdos y de pactos que nos encadenan a más acuerdos y a más pactos. La Europa de las burocracias gubernamentales produce ciudadanos que sistemáticamente sospechan de la capacidad de los Estados de contribuir a su bienestar. Un bienestar que se siente amenazado por la incorporación de nuevos comensales. Y como decía aquel viejo profesor, aquí no se trata de impedir que vengan más invitados, sino repartir en más trozos el pastel que tenemos.

Los herederos de las más conspicua ilustración-y del mas activo volterianismo- nos quieren hacer creer que las luces de la sola razón son el único y el último argumento de la capacidad del hombre, y del ciudadano, para construir una sociedad feliz. La política de las convicciones se cotiza, en la construcción de Europa, entre los más bajos valores. Como nos ha recordado recientemente el filósofo Robert Spaemann, el postulado de respetar otras convicciones se convierte en una exigencia, en el diálogo social, de no tener convicciones que hagan posible pensar que las otras están equivocadas.

Tener convicciones –algunos las denominan fuertes- es, para muchos, una manifestación de intolerancia, de “fundamentalismo”, como se dice ahora. Tener en Europa convicciones sobre lo que ha sido y es Europa es una pretensión que hoy parece haberse deslegitimado con la imagen de que el futuro de este continente depende de las dobles mayorías. Europa, además de un continente, es un contenido, que diría Ortega y Gasset. Y los contenidos, como las herencias, se reciben para después administrarlos, en el mejor de los casos, o dilapidarlos, en el peor. La ceremonia de la confusión europea continuará en la medida en que los gobiernos de los países miembros – y el de España es maestro en este ejercicio- continúen utilizando la construcción Europea como caja de Pandora para su incapacidad de gestión política de los problemas internos. La esquizofrenia europeísta del ciudadano medio no se solventará con campañas informativas, ni con programas de viajes del Inserso, ni con Sócrates, Erasmus, Dantes o Nostradamus.

El problema de Europa no es primera ni principalmente de matemáticas procedimentales; es de raíces culturales y de principios éticos, de convicciones. El problema de Europa es de convicciones, no de convenciones.

La esquizofrenia europeísta del ciudadano concluirá cuando se privilegie una percepción de Europa como comunidad de cultura, de historia, de pensamiento y de fe. Entonces, aparecerá el demiurgo capaz de liberarnos del mundo de las sombras en las cavernas de una Europa más ficticia que real. Y, así, transportarnos a la luz de la Europa de los pueblos y de las naciones que nacieron al calor del Evangelio y con el color de la esperanza de una voluntad común: la dignidad de la persona humana.