Servicio diario - 05 de junio de 2016


 

El Papa hoy declaró santos a una religiosa sueca y a un sacerdote polaco
Posted by Sergio Mora on 5 June, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En una mañana soleada de primavera, el papa Francisco presidió este X domingo del tiempo ordinario, la santa misa con el rito de canonización, ante una plaza de San Pedro repleta de fieles y peregrinos.
El Pontífice vistiendo paramentos crema con bordes verdes y dorado, inició la eucaristía incensando el altar y la imagen de María presente en la ceremonia. Y tras el ‘Pax Vobis’ y el canto del Veni Creator Spíritus, el cardenal Angel Amato pidió a su Santidad que inscriba en el Libro de los Santos a María Isabel Hasselblad, religiosa sueca y fundadora de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida; y a Estanislao de Jesús María Papczynski, sacerdote polaco fundador de los Clérigos Marianos de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María.
A continuación el Papa los declaró santos con la formula que inicia “Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, ad exaltationem fidei catholicae et vitae christianae incrementum…”. Y pidió sean inscritos en el libro de los santos, mientas sonaban trompetas, el Coro Pontificio de la Capilla Sixtina cantaba el Jubilate Deo, y las reliquias de los nuevos santos eran llevadas y puestas al lado del altar e incensadas por el diácono.
En su homilía el Santo Padre señaló que las lecturas y el Evangelio recuerdan la resurrección obrada por el profeta Elías y por Jesús cuando resucita al hijo único de la viuda de Nuim. Pero también la resurrección del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio. Y así sucede con los pecadores, a todos y cada uno de nosotros.
Una experiencia dijo, que han tenido los dos beatos que hoy son proclamados santos: Estanislao de Jesús María y María Isabel Hesselblad, dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección.
No es magia, indica el Papa, “es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre”. Porque Jesús “toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia”.
Santa María Isabel Hesselblad, de origen protestante que se convierte a la fe católica, y san Estanislao de Jesús María, que Polonia, en un siglo marcado por guerras y pestes, estuvo siempre al lado de los pobres y enfermos.
El milagro de santa María Isabel se refiere a la curación de un niño con tumor cerebral y parálisis tras la operación de extirpación. Y el de san Estanislao es la curación inexplicable de una joven de 20 años a quien los médicos desconectaron los equipos que la mantenían en vida.
(Leer el texto completo de la homilía)
La misa prosiguió con el ofertorio, consagración y comunión, y concluyó con el Adorote Devoto y la bendición. Al concluir el Santo Padre rezó el ángelus y permaneció largo tiempo saludando a religiosos, enfermos y peregrinos.
(Ver en Facebook algunas fotos de la ceremonia)


Francisco en el ángelus: María nos guíe a la santidad para construir día a día la justicia y la paz
Posted by Redaccion on 5 June, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Al concluir la santa misa con el rito de canonización, celebrada este domingo en la plaza de San Pedro, en la cual fueron declarados santos la religiosa sueca María Isabel Hesselblad y el sacerdote polaco Estanislao de Jesús María Papczyński, el papa Francisco rezó la oración del ángelus, antes de la cual pronunció las siguientes palabras:
“Queridos hermanos y hermanas.
Saludo a todos los aquí presentes, que han participado a esta celebración. De manera especial agradezco a las delegaciones oficiales que han venido a las canonizaciones: la de Polonia, guiada por el mismo presidente de la República, y la de Suecia. El Señor, por intercesión de los dos nuevos santos bendiga a vuestras naciones.
Saludo con cariño a los numerosos grupos de peregrinos de Italia y de diversos países, en particular a los fieles provenientes de Estonia, y también a los de la diócesis de Bolonia y a las bandas musicales.
Todos juntos rezamos ahora en oración a la Virgen María, para que nos guíe siempre en el camino de la santidad y nos sostenga para construir día a día la justicia y la paz”.


Texto completo de la homilía del papa Francisco en la misa del 5 de junio 2016
Posted by Redaccion on 5 June, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco celebró este domingo en la Plaza de San Pedro, la santa misa, con el rito de canonización de los beatos Stanislao de Gesús María y María Elisabetta Hesselblad.
El Santo Padre señala que en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al dolor y la muerte. Y que María no se escapó de la Cruz sino que permaneció allí contra toda esperanza. Una experiencia que han tenido los dos beatos que hoy son proclamados santos: Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección.
Las lecturas del día presentan una resurrección obrada por el profeta Elías, y Jesús cuando resucita al hijo de la viuda de Nuim. Pero está también la resurrección del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio, y lo que sucede con los pecadores, a todos y cada uno. Porque Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida.
No es magia, es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre, porque Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.
A continuación, el texto de la homilía
“La Palabra de Dios que hemos escuchado nos conduce al acontecimiento central de la fe: La victoria de Dios sobre el dolor y la muerte. Es el Evangelio de la esperanza que surge del Misterio Pascual de Cristo, que se irradia desde su rostro, revelador de Dios Padre y consolador de los afligidos. Es una palabra que nos llama a permanecer íntimamente unidos a la pasión de nuestro Señor Jesús, para que se manifieste en nosotros el poder de su resurrección.
En efecto, en la Pasión de Cristo está la respuesta de Dios al grito angustiado y a veces indignado que provoca en nosotros la experiencia del dolor y de la muerte. Se trata de no escapar de la cruz, sino de permanecer ahí, como hizo la Virgen Madre, que sufriendo junto a Jesús recibió la gracia de esperar contra toda esperanza (cf. Rm 4,18).
Esta ha sido también la experiencia de Estanislao de Jesús María y de María Isabel Hesselblad, que hoy son proclamados santos: han permanecido íntimamente unidos a la pasión de Jesús y en ellos se ha manifestado el poder de su resurrección.
La primera Lectura y el Evangelio de este domingo nos presentan justamente, dos signos prodigiosos de resurrección, el primero obrado por el profeta Elías, el segundo por Jesús. En los dos casos, los muertos son hijos muy jóvenes de mujeres viudas que son devueltos vivos a sus madres.
La viuda de Sarepta –una mujer no judía, que sin embargo había acogido en su casa al profeta Elías– está indignada con el profeta y con Dios porque, precisamente cuando Elías era su huésped, su hijo se enfermó y después murió en sus brazos. Entonces Elías dice a esa mujer: «Dame a tu hijo», «Dame a tu hijo». (1 R 17,19).
Esta es una palabra clave: manifiesta la actitud de Dios ante nuestra muerte (en todas sus formas); no dice: «tenla contigo, arréglatelas», sino que dice: «Dámela». En efecto, el profeta toma al niño y lo lleva a la habitación de arriba, y allí, él solo, en la oración, «lucha con Dios», presentándole el sinsentido de esa muerte. Y el Señor escuchó la voz de Elías, porque en realidad era él, Dios, quien hablaba y el que obraba en el profeta. Era él que, por boca de Elías, había dicho a la mujer: «Dame a tu hijo». Y ahora era él quien lo restituía vivo a su madre.
La ternura de Dios se revela plenamente en Jesús. Hemos escuchado en el Evangelio (Lc 7,11-17), cómo él experimentó «mucha compasión» (v.13) por esa viuda de Naín, en Galilea, que estaba acompañando a la sepultura a su único hijo, aún adolescente. Pero Jesús se acerca, toca el ataúd, detiene el cortejo fúnebre, y seguramente habrá acariciado el rostro bañado de lágrimas de esa pobre madre. «No llores», le dice (Lc 7,13). Como si le pidiera: «Dame a tu hijo».
Jesús pide para sí nuestra muerte, para librarnos de ella y darnos la vida. Y en efecto, ese joven se despertó como de un sueño profundo y comenzó a hablar. Y Jesús «lo devuelve a su madre» (v. 15). No es un mago. Es la ternura de Dios encarnada, en él obra la inmensa compasión del Padre.
Una especie de resurrección es también la del apóstol Pablo, que de enemigo y feroz perseguidor de los cristianos se convierte en testigo y heraldo del Evangelio (cf. Ga 1,13-17). Este cambio radical no fue obra suya, sino don de la misericordia de Dios, que lo «eligió» y lo «llamó con su gracia», y quiso revelar «en él» a su Hijo para que lo anunciase en medio de los gentiles (vv. 15-16). Pablo dice que Dios Padre tuvo a bien manifestar a su Hijo no sólo a él, sino en él, es decir, como imprimiendo en su persona, carne y espíritu, la muerte y la resurrección de Cristo. De este modo, el apóstol no será sólo un mensajero, sino sobre todo un testigo.
Y también con nosotros los pecadores, a todos y cada uno, Jesús no cesa de hacer brillar la victoria de la gracia que da vida. Dice a la Madre Iglesia: «Dame a tus hijos», que somos todos nosotros. Él toma consigo todos nuestros pecados, los borra y nos devuelve vivos a la misma Iglesia. Y esto sucede de modo especial durante este Año Santo de la Misericordia.
La Iglesia nos muestra hoy a dos hijos suyos que son testigos ejemplares de este misterio de resurrección. Ambos pueden cantar por toda la eternidad con las palabras del salmista: «Cambiaste mi luto en danzas, / Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre» (Sal 30,12). Y todos juntos nos unimos diciendo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado» (Respuesta al Salmo Responsorial).


San Marcelino Champagnat – 6 de junio
Posted by Isabel Orellana Vilches on 5 June, 2016



(ZENIT – MaDRID).- Marcelino José Benito nació el 20 de mayo de 1789 en Marlhes, Francia. Era el penúltimo de diez hermanos. Sus padres poseían una granja y un molino. Juan Bautista, su progenitor, era un hombre honesto y conciliador. Creía en los ideales proclamados por la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Por eso fue designado para ejercer todas las responsabilidades de la localidad. Pero entre otras acciones le tocó redactar el acta de supresión de la labor que llevaban a cabo los Hermanos de las Escuelas Cristianas fundados por La Salle. Entonces Marcelino tenía 4 años y nada permitía pensar que unas décadas más tarde su vida seguiría una senda similar a la de esos religiosos. Entre tanto, aprendía de su padre valores cruciales para la vida como el amor por el trabajo y las dotes de empresa, aunque luego, instado por las circunstancias y movido por el ideario que sustentaba la Revolución, la actitud de Juan Bautista se radicalizaría. De su madre y de una tía religiosa de San José, privada del convento por instancias políticas, Marcelino se impregnó de su riqueza espiritual.
Su infancia se caracterizó por la piedad, la caridad y su gran devoción por María. Todo ello contrarrestó la experiencia traumática que presenció en la escuela por el pésimo trato que su maestro infligió a un compañero. Tímido y asustado por lo que pudiera recaer sobre él –tenía 11 años y adolecía de la preparación básica que poseían los demás– al día siguiente de iniciar las clases no regresó al recinto escolar. Por otro lado, muy lejos estaba de la delicadeza el sacerdote que aplicó un mote a un muchacho, siendo adoptado por otros niños en medio de la natural algarabía que se produce a estas edades. Este hecho también afectó al carácter del santo, que años más tarde hizo notar: «Ved ahí frustrada la educación de un niño y expuesto, por su mal carácter, a ser la desdicha de su familia y una pesadilla para todo el mundo. Todo, como consecuencia de una palabra no pensada en un momento de impaciencia».
Con la fundación de la que sería artífice iba a dar contundente respuesta a estas deficiencias. Pero antes, en la adolescencia, abandonada la escolaridad se dedicó a observar lo que hacía su padre a cuyo lado aprendió un poco de todo: agricultura, albañilería, carpintería… Tuvo la gracia de hallar a un buen sacerdote, el padre Allirot. Éste, urgido por la necesidad apostólica de otros presbíteros que buscaban jóvenes vocaciones al sacerdocio, los acompañó al hogar de los Champagnat y se fijaron en Marcelino que tenía 14 años. Le invitaron a estudiar latín, y al despedirse le hablaron de la necesidad de aprender esa lengua, diciendo: «Hijo mío, tú debes ser sacerdote; Dios lo quiere». Al poco tiempo su padre murió y la familia quedó malparada económicamente, así que se costeó los gastos con lo que obtuvo pastoreando las ovejas.
Al llegar al seminario menor de Verrières en 1805 se dio cuenta del error que cometió renegando del estudio. Apenas sabía leer y escribir. El fracaso escolar le acechaba, y le sugirieron regresar a casa. Superó las dificultades orando, encomendándose a san Francisco de Regis –era también devoto de san Luís Gonzaga–, y consiguió ingresar en el seminario mayor de Lyon en 1813, regido por los Padres del Oratorio. Fue una etapa importante para su formación espiritual. Mantenía con la Virgen largos coloquios y entendió que era la vía para llegar a su Hijo. Su lema fue: «Todo a Jesús por María; todo a María para Jesús».
Antes de ser ordenado, él y otros seminaristas que compartían la devoción mariana se plantearon qué podían hacer para erradicar la ignorancia e indiferencia religiosa que apreciaban. Así surgió la «Sociedad de María». Pero Marcelino sentía que debían atender a los jóvenes, ofreciéndoles educación cristiana, y recibió el mandato de poner en marcha personalmente esta idea. Tras su ordenación fue vicario en la parroquia de La Valla-en-Gier. Partía asido a la férrea convicción de que la oración es pilar del apostolado y de que únicamente podría ofrecer a los demás el patrimonio que había recibido gratuitamente.
Con espíritu de penitencia y exclusiva dedicación al ministerio atendió numerosos caseríos, algunos de los cuales se hallaban a dos horas de camino de la casa parroquial. La ignorancia era supina y la práctica religiosa casi inexistente. Aunque el párroco tenía cierta desidia, el santo actuó pacientemente, con ejemplar obediencia y servicialidad sometiendo su quehacer al juicio de aquél. Con su cercanía se ganó a la gente. Catequizando a los niños llegó a los adultos. Asistía a los enfermos haciendo frente a severas inclemencias meteorológicas y veía la mano de Dios en sus recorridos porque llegaba a tiempo para administrar a los moribundos los últimos sacramentos.
Un día se vio junto al lecho de un joven enfermo de gravedad que a sus 17 años desconocía las verdades elementales del cristianismo. Esta honda experiencia espoleó definitivamente su afán por remediar esta carencia. Creó la congregación de Hermanos Maristas en enero de 1817 con los dos primeros integrantes, Juan María Granjon y Juan Bautista Audrás. Después, surgieron espinosos problemas. Cuando le instaron a someter su obra a otra Sociedad, guardó silencio esperando conocer la voluntad de Dios. Ni su propio confesor le aceptó; vivió la experiencia del «abandono» de Cristo.
En 1825 se libró de la muerte tras una severa enfermedad, pero no de las secuelas. Al año siguiente monseñor Gaston de Pins lo relevó como vicario de La Valla permitiéndole dedicarse a su obra. Pero las dificultades prosiguieron por un motivo u otro. Parte del clero lo tenía mal conceptuado. Lo denominaban: «ese Champagnat loco» porque trabajaba afanosamente como albañil construyendo su casa. Especialmente dolorosas fueron las tensiones internas; los propios miembros de su Orden le obligaron a dimitir. Su vida austera y penitente y sus muchos afanes minaron su endeble salud. Falleció el 6 de junio de 1840. Pío XII lo beatificó el 29 de mayo de 1955. Juan Pablo II lo canonizó el 18 de abril de 1999.