El pasado 13 de junio el Cardenal Antonio María Rouco Varela fue
investido Doctor Honoris Causa por la Universidad Católica de
Murcia. Ofrecemos el discurso pronunciado por el arzobispo emérito
de Madrid, tan interesante como actual, sobre los fundamentos pre-políticos
del Estado de Derecho. Para leerlo y gustarlo con calma.
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“La cuestión de los fundamentos
pre-políticos del Estado democrático de derecho: su actualidad”
Discurso de investidura como
Doctor Honoris Causa por la Universidad Católica “San Antonio”, de Murcia,
del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Antonio Mª Rouco Varela Arzobispo Emérito de Madrid
Murcia, 13-VI-2016
I. Introducción
Permítaseme iniciar este discurso sobre la cuestión de
los fundamentos pre-políticos del Estado democrático de derecho y de
su actualidad con unas palabras de sentida y gozosa gratitud al
Consejo de Gobierno de la Universidad Católica “San Antonio”, de
Murcia, que a propuesta de su Presidente, me ha concedido el Doctorado
“Honoris Causa” en la Facultad de Ciencias Sociales y de Comunicación.
Mi gratitud se dirige, especialmente, a su Presidente, el Excmo. Sr.
Don José Luis Mendoza, fundador de esta joven y dinámica Universidad,
nacida “ex Corde Ecclesiae” –“del Corazón de la Iglesia”– , de la
Iglesia diocesana, que presidía en el año fundacional de la
Universidad Don Javier Azagra, tan recordado por los sacerdotes y
fieles de la Diócesis de Cartagena. Nacía la Universidad como fruto
maduro de una vocación de seglar, apostólicamente responsable, vivida
según el modelo diseñado por la doctrina del Concilio Vaticano II para
la Iglesia y el mundo de nuestro tiempo. “Los laicos –enseña el
Concilio– tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios
ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios… A
ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las
realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal
manera que éstas lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean
para alabanza del Creador y Redentor” .
Pues bien, si hubiese que acotar o señalar, dentro de
la compleja y dramática realidad cultural e institucional que
caracteriza el mundo contemporáneo, un campo en el que esté en juego
decisivamente el futuro del hombre, de su dignidad personal, de su
bien y desarrollo integral dentro de la sociedad, ése sería, sin duda,
la Universidad. Una histórica institución al servicio del saber y de
la ciencia, de inequívocas raíces cristianas, que trae sus orígenes
del Medievo clásico, es decir, de un período de la historia de una
Europa que se iba formando política, cultural y religiosamente en
torno a la búsqueda del conocimiento científico de las verdades
últimas: la verdad del mundo, la verdad del hombre, la verdad de Dios.
Búsqueda, en no pocos momentos apasionada, en la que se daban cita,
con una fecundidad intelectual y existencial cada vez más reconocida
por la historiografía actual, la razón filosófica y jurídica y la fe.
Una razón acrisolada en el redescubrimiento del patrimonio de las
ideas heredadas del pensamiento de los grandes maestros de la
filosofía griega –singularmente de Aristóteles– y del derecho romano
en la forma del “Corpus Juris civilis”, legado por el Emperador
Justiniano (527-565), y una fe alimentada y rejuvenecida en la lectura
de los Padres de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. Sería también
la institución universitaria la que impulsaría y acompañaría, luego,
un proceso de secularización de los pueblos y de las sociedades
europeas que marcará el curso cultural y político de una “Modernidad”,
que llega hasta nuestros días. Esta Universidad será la Universidad
moderna, recreada científica y pedagógicamente por la Ilustración,
donde se cultivarán la investigación y la docencia en sus máximos
niveles de cualidad y rigor científicos, diversificando y
especializando cada vez con mayor acribia metodológica los campos del
saber: los teóricos y los tecnológicos. La amplitud de sus objetos y
objetivos, materiales y formales, se ha vuelto casi inabarcable. ¿Al
día de hoy no parece estar reclamando implícita y/o explícitamente por
exigencias no sólo intelectuales, sino también éticas, la recuperación
universitaria de un objetivo o criterio último de verdad –el de la
sabiduría de la vida– que le proporcione sentido existencial e
intelectualmente unificador a su actividad investigadora y docente?
¿No le urge a la Universidad en la actualidad superar la
fragmentarialidad teórica y práctica, siempre frustrante, que
compromete su actividad científica, a través de una confluencia de
todos sus saberes y aplicaciones tecnológicas en lo que podría y
debería ser asumido como su razón de ser y su fin último hoy, como
ayer, como mañana y como siempre: el servicio al hombre por la vía del
saber intelectualmente riguroso? El “Ethos universitario” demanda, sin
duda, a la altura cultural de nuestro tiempo, un cultivo insobornable
del conocimiento científico; pero sin excluir ninguna parcela de la
realidad que constituye en toda su integridad y hondura metafísica al
ser humano. Apreciado, consiguientemente, tanto en su dignidad
personal trascendente, inviolable e inalienable, como en su condición
de miembro de la humanidad, es decir, del conjunto de la familia
humana, que en su devenir histórico hacia su destino final, temporal y
eterno, debe ir creciendo en la paz y en el bienestar de todos. Pues
es la verdad del hombre –“camino principal de la Iglesia”, según la
originalísima expresión de san Juan Pablo II – lo que más peligra en
la actual coyuntura de la historia universal, cargada de
incertidumbres socio-económicas, políticas, culturales y religiosas.
De su bien integral se trata o, dicho con otras palabras de “sabor
teológico”, de su “salvación”.
Al aproximarnos con los recursos de una concisa reflexión
filosófico-jurídica –abierta a la razón teológica– a la cuestión de
los fundamentos pre-políticos del Estado democrático de derecho,
nuestra preocupación intelectual latente no es otra que la de cómo
aclararla antropológicamente sobre la base lógica de la verdad y del
valor trascendente de la persona humana. Siendo conscientes de que la
comunidad política, es decir, el Estado en la terminología habitual de
la moderna historia de las ideas políticas, representa el marco
existencial de vida social necesario para que la persona pueda
encontrar por la vía del derecho –¡de un derecho justo!– la respuesta
eficaz a sus necesidades temporales más elementales: la seguridad, el
sustento, la convivencia, la paz, la cultura… En la fórmula del Estado
democrático de derecho, resultado cultural y político de una historia
bimilenaria que se remonta al mundo de la civilización clásica de
Atenas y Roma, los países de la civilización euro-americana moderna y
contemporánea han creido poder encontrar, y haber encontrado, para el
presente y para el futuro el modelo justo de organización de la
comunidad política. Un modelo que por su perfección técnico-jurídica y
por la inspiración ética de su configuración constitucional –piensan-
se debería imponer en toda la comunidad internacional, incluso
jurídica-coactivamente, si fuese necesario. La pregunta por sus
fundamentos pre-políticos, de no muy lejano origen científico y
bibliográfico, pues surge en los años sesenta del pasado siglo, se
mantiene agudamente viva hasta nuestros días: ¿porque, acaso, el
Estado democrático de derecho está atravesando una situación crítica
de vida y/o de ideas que lo cuestionan con mayor o menor finura
teórica y con no menor acometividad práctica?
Antes de ofrecerles el esbozo histórico-espiritual de una respuesta,
desde la perspectiva de la filosofía y de la teología del derecho, no
quisiera dejar de agradecer muy de corazón al Cardenal Don Antonio
Cañizares, Arzobispo de
Valencia, uno de los primeros Doctores “Honoris Causa”
de la Universidad “San Antonio”, de Murcia –apoyo generoso que fue
para sus fundadores en los difíciles primeros momentos de su
consolidación jurídica– su exquisita y fraterna amabilidad al querer
“apadrinarme” en este solemne acto académico de mi incorporación
“honoris causa” al Claustro de doctores de la misma.
II. “El teorema-Böckenförde”
El conocido profesor Dr. Ernst-Wolfgang Böckenförde,
uno de los más agudos especialistas en la interpretación
político-teológica de la moderna historia del derecho constitucional
euro-americano, Magistrado del Tribunal Constitucional de la República
Federal de Alemania de 1983 a 1996, concluía un estudio publicado en
1967 (reelaboración de una conferencia pronunciada en Ebrach en 1964)
sobre “el nacimiento del Estado como acontecimiento de la
secularización” –“Die Entstehung des Staates als Vorgang der
Säkularisation”– con la siguiente constatación: “El Estado libre,
secularizado vive de presupuestos, que él mismo no puede garantizar” .
Jürgen Habermas caracterizaría esta tesis más tarde, en el coloquio
mantenido con el Cardenal Joseph Ratzinger en la Academia Católica de
Babiera en Munich el 19 de enero de 2004, como el
“Teorema-Böckenförde” . El autor resalta los momentos históricos, que
él estima claves para la comprensión del proceso espiritual, cultural
y político de “la secularización” del Estado. Comienza por el
conflicto de las “Investiduras” entre el Papa Gregorio VII y el
Emperador Enrique IV, en un siglo de reformas eclesiales profundas
(conflicto que no logrará cerrar del todo el llamado Concordato de
Worms de 1122), pasa por la ruptura de la unidad de la fe y de la
Iglesia en el período religioso-político de la reforma protestante,
hasta llegar a la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano de 1789, de la Revolución Francesa. “La Revolución Francesa
–opina el Prof. Böckenförde– llevó al Estado político, como había
nacido en las guerras civiles confesionales [de los siglos XVI y XVII]
y como previamente lo había pensado Hobbes, a su perfección” . El
proceso de la secularización del Estado, es decir, de su emancipación
de toda influencia doctrinal e institucional religiosa se habría hecho
irreversible. El Estado moderno libre y democrático no descansará en
el futuro sobre otra base pre-política que no sea la de la voluntad de
los individuos guiados e ilustrados únicamente por la razón profana.
La religión se verá casi siempre relegada al ámbito privado de la
realidad social como una dimensión que pertenece a la vida íntima de
las personas y, en el mejor de los casos, a la de las familias. Éste
Estado, el Estado secular, como lo concibe preferentemente el
liberalismo constitucional del siglo XIX, desvinculado de cualquier
imperativo ético de orden trascendente, hará crisis con el triunfo
político e ideológico de los dos grandes totalitarismos del primer
tercio del siglo XX –el Comunismo soviético y el Nacionalsocialismo–
que arrojan a la humanidad a la mayor catástrofe de toda su historia,
una catástrofe poco menos que apocalíptica: la II Guerra Mundial. La
concepción desnudamente positivista del Estado y del derecho había
fracasado estrepitosamente. Un joven jurista, Heinrich Rommen, que se
había atrevido a publicar una monografía valiente, lúcida e
intelectualmente rigurosa sobre “el eterno retorno del derecho
natural” en 1936 en Leipzig –lo que le cuesta prisión y luego verse
forzado a la huida a los Estados Unidos de América en 1938–, en la
segunda edición revisada de su libro de 1947 en Munich, no duda en
afirmar: “El Estado totalitario y la ideología a la que se remite son
estadios últimos y no suponen el comienzo de una nueva era. Es más,
son, en una no pequeña parte, el resultado final del Positivismo”,
porque en definitiva “el Estado totalitario moderno y las ideologías
que lo fundamentan significan en último término la reducción al
absurdo del axioma voluntas facit legem –“la voluntad hace la ley”– “Y
debería también dejarnos perplejos el hecho de que la Revolución
nacionalsocialista fuese legal en el sentido del Positivismo” .
Heinrich Rommen era un profesor de filosofía del
derecho y de teoría del Estado, enraizado en la mejor tradición
filosófico-teológica del derecho natural; no así Gustav Radbruch, el
maestro por excelencia del Positivismo jurídico neokantiano de la
primera mitad del siglo XX en Alemania, que llegó, sin embargo, a un
muy parecido juicio histórico, concluida la terrible contienda, en un
artículo publicado el 12 de septiembre de 1945, pocos meses después de
terminada la guerra, titulado Cinco minutos de filosofía del derecho:
“esta concepción de la ley y de su fuerza vinculante (nosotros lo
llamamos la doctrina positivista) –reconocerá Radbruch– ha dejado
tanto a los juristas como el pueblo indefensos frente a leyes tan
arbitrarias, incluso tan crueles, tan criminales. Esa concepción
equipara en último término al derecho con el poder: solamente donde
está el poder, está el derecho… No, no ha de decirse: todo lo que es
útil para el pueblo, es derecho, sino más bien todo lo contrario:
solamente lo que es derecho, aprovecha al pueblo” . Después de la
experiencia totalitaria, se imponía la siguiente conclusión histórica:
sólo una fórmula constitucional de Estado democrático, superadora del
positivismo tanto sociológico como jurídico, servirá para la
reconstrucción verdaderamente humana, material y espiritual de la
Europa arruinada física y moralmente, una Europa herida, abatida y
derrotada hasta en los mismos cimientos de su cultura y de su
civilización cristiana y humanista más que milenaria. En definitiva,
la espantosa guerra, que acababa de terminar, representaba una derrota
en toda regla no sólo del Estado moderno, sino también del hombre
moderno. No podía extrañar, por lo tanto, que en las mentes más
lúcidas y en los círculos de opinión más responsables, lo mismo en los
vencedores que en los vencidos, se abriese paso la convicción de la
necesidad moral y espiritual de una recreación normativa del Estado,
que conjugase simultánea y armónicamente libertad y responsabilidad
social, participación democrática y rigor jurídico. La fórmula del
Estado constitucional del viejo liberalismo quedaría sometida,
consiguientemente, a una profunda revisión y renovación orgánica y
funcional, con el fin de que pudiese garantizarse eficazmente la
libertad y la solidaridad de sus ciudadanos en vistas a la realización
justa del bien común. Las reformas constitucionales resultantes y
puestas en marcha en la Europa libre se plasmarán en lo que se llamará
hasta hoy día el Estado libre, social y democrático de derecho. En él
toda actuación legislativa, judicial y administrativa quedará sometida
y se adecuará a lo que disponga la ley en el ordenamiento jurídico
cuya norma máxima –“norma normans”– será la Constitución. Incluso se
admite que la misma ley constitucional quede sometida a los principios
pre-positivos establecidos en la Carta y en la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre, aprobadas por las Naciones Unidas en 1948,
referentes a los derechos inviolables e intransferibles del ser humano
y a las instituciones primarias y originarias –el matrimonio y la
familia– en las que tienen lugar su nacimiento y primer y básico
desarrollo personal. Se acepta consecuentemente una limitación de la
soberanía popular, subordinada a las exigencias vinculantes del
derecho internacional que se concretarían en los Pactos del año 1966
en materia de derechos civiles y políticos, económicos, sociales y
culturales .
¿En qué se fundaba, pues, con ultimidad vinculante el nuevo orden
político, internacionalmente avalado, de Estado libre, social y
democrático de derecho en un nuevo estadio de la opinión pública de
las sociedades conmocionadas por la tragedia vivida en los seis años
de guerra mundial y que toman conciencia convertida y renovada de las
raíces cristianas que han alimentado espiritual y moralmente la
historia de sus pueblos y de sus propias familias? ¿Se podía hablar
con la expresión de Heinrich Rommen de una nueva fase de ese “eterno
retorno del derecho natural”, que se abre paso en la conciencia
colectiva e, incluso, se plasma en una renovada doctrina filosófica y
teológica del derecho y que vuelve a encontrar una puerta
científicamente abierta en las Facultades de derecho, de las ciencias
humanas, de filosofía y de teología católicas y protestantes en las
reconstruidas Universidades europeas? Bastaría un somero repaso a la
bibliografía filosófico- y teológico-jurídica de los primeros veinte
años de la postguerra y, por supuesto, un primer y sucinto análisis de
los primeros textos constitucionales aprobados y promulgados en los
Estados de la Europa occidental desde el final de la guerra hasta el
comienzo de la década de “los sesenta” para tener que constatar el
hecho de una influencia de la teoría del derecho natural en la
doctrina intelectual, cultural y ético-jurídica que los inspira .
¿Había quedado, quizá, cuestionado por ello el criterio, teórico y
práctico, considerado irreversible, de la laicidad del Estado?
Evidentemente, desde el punto de vista de la lógica jurídica no había
sido así ni podía ser así, puesto que entre los derechos fontales del
nuevo orden constitucional se encontraba el derecho a la libertad
religiosa. Por otro lado, no habían quedado desechadas –más aún, se
seguían cultivando– las teorías constitucionalistas inspiradas por la
“Teoría pura del derecho” –“Die reine Rechtslehre”– de Hans Kelsen y
las elaboradas desde la sociología de la cultura y del derecho;
teorías consideradas como vías científicamente sólidas y fiables para
la fundamentación del Estado democrático de derecho, por lo tanto,
como intelectualmente suficientes para fundamentarlo sin la obligación
lógica de trascender metafísicamente el nivel antropológico y jurídico
del Positivismo .
Con estos precedentes históricos, resulta ineludible
interrogarse qué estaba ocurriendo en la conciencia social y en la
vida privada y pública de los ciudadanos de la Europa libre, avanzada
ya la década de los años sesenta, para que un profesor tan seriamente
preocupado por el futuro del Estado libre y democrático,
irrenunciablemente laico, pudiese haber llegado a la tesis histórica y
filosófico-jurídica de su dependencia de presupuestos que el mismo
–ese Estado– no se podía proporcionar a sí mismo. Ciertamente no era
tanto un temor realista ante una probable expansión del modelo
constitucional del Estado soviético, sin libertad y sin justicia
social, sostenido por la fuerza militar y el terror policial, más allá
de las fronteras de los países europeos situados detrás del “Telón de
acero” y de la parte este de la ciudad de Berlín rodeada por “el Muro”
levantado en agosto de 1961. No, se trataba más bien de una toma de
conciencia cada vez más nítida de que un pluralismo ideológico se
estaba extendiendo en las sociedades del Occidente libre que afectaba
y condicionaba su visión del mundo y la concepción del hombre heredada
del pasado cristiano e, incluso, de la Ilustración. Pluralismo de
ideas y de estilos de vida en los que no faltaban ni los ingredientes
estrictamente ideológicos de un neo-marxismo cultural (Gramsci) y de
un existencialismo anarquista-libertario (Sartre), ni sus consecuentes
aplicaciones a las conductas personales y a las nuevas modas
culturales de los jóvenes universitarios europeos y euro-americanos,
revolucionarios sexualmente y políticamente, como se vería en “la
explosión” del mayo parisino y el californiano del 68; no compensados
por el mismo mayo de los estudiantes de Praga que reclamaban
heroicamente libertad. Más allá del “sitio en la vida”, sin embargo,
lo que motivaba con objetividad científica la tesis del ilustre
jurista, actor destacado en el debate intra-católico de la Iglesia del
Concilio Vaticano II antes, durante e inmediatamente después de su
conclusión solemne, era el reconocimiento lógico de la dificultad
innata al Estado laico de disponer y de contar con fuerzas éticas y
auténticamente humanas, esenciales para su subsistencia en libertad,
prescindiendo de toda referencia no sólo específicamente religiosa,
sino también metafísica o trascendental, que pudiese ser compartida
por toda la comunidad política. La incompatibilidad del Estado laico
con cualquier forma de confesionalidad excluye, en la opinión de
Böckenförde, la proclamación e integración en el mismo de lo que él
llama “un sistema objetivo de valores” –“ein objektives Wertsystem”–.
¿Cómo se podía salir intelectualmente y, sobre todo, en la práctica
ciudadana de lo que evidentemente resultaba una aporía irresoluble? El
propio Böckenförde, remitiéndose a Hegel, se ve obligado lógica y
existencialmente a afirmar como conclusión de su estudio sobre el
devenir del Estado laico que éste, sin los impulsos internos y la
fuerza y vigor unificador y solidario que la fe trasmite a los
creyentes, apenas podría mantenerse en la dura y conflictiva realidad
de la existencia humana. Naturalmente no se trataba de retornar al
modelo del “Estado cristiano”, sino antes bien de que los cristianos
afirmen “la mundanidad” –“die Weltlichkeit”– del Estado no como algo
extraño y, aún menos, como enemigo en relación con la fe, sino como
una oportunidad –“Chance”– única para la libertad: para su
mantenimiento y su realización, que son también tareas suyas .
La historia seguía y la historia siguió. “El sitio en
la vida” en el que se va a desarrollar en el último tercio del siglo
XX la existencia y el funcionamiento del Estado laico, libre, social y
democrático de derecho va a complicarse en el terreno de las
realidades sociales y culturales, con la consecuencia inevitable de
que se verá enfrentado a poderosas corrientes ideológicas que forzarán
un giro radical en su legislación en materia de derechos
fundamentales. Se podría hablar, sin temor a equivocarse, de un cambio
substancial de mentalidades y de prototipos éticos y culturales. Un
cambio del que se harán eco paradigmáticamente el Prof. Jürgen
Habermas y el Cardenal Joseph Ratzinger el 19 de enero del año 2004 en
una memorable sesión de la Academia Católica de Babiera en Munich.
III. El Coloquio-Diálogo Jürgen
Habermas-Joseph Ratzinger. Munich 19-I-2004
Apenas habían transcurrido tres décadas desde la
publicación del artículo de E.W. Böckenförde sobre el nacimiento y
desarrollo institucional del Estado moderno como resultante típica, en
los aspectos socio-jurídicos, del proceso secularizador de las
estructuras sociales y de las instituciones culturales iniciado por la
Ilustración. La evolución de los acontecimientos en el contexto de las
relaciones internacionales había supuesto una modificación esencial
del mapa geopolítico, que había quedado dibujado en los primeros
veinte años después del final de la guerra en 1945. El 9 de noviembre
de 1989 se derrumbaba “el Muro de Berlín” y a mediados de la década de
los años 90 había que dar por finiquitado “el Imperio” o “Bloque
soviético”. La URSS se había desmoronado estrepitósamente. Un super-imaginativo
intérprete de la historia contemporánea, el Prof. norteamericano F.
Fukuyama valoró lo acaecido en “el 89” como el fin de la historia, al
menos, el fin de la historia de las ideas y del derecho político. El
modelo del Estado libre y democrático, enraizado desde sus orígenes en
la misma entraña fundacional de los Estados Unidos de América, se
habría impuesto como definitivo no sólo en los países de Europa y
América, sino también en los demás continentes. Estaría a punto de
cerrarse el último capítulo de la historia civil de la humanidad,
puesto que se había logrado teórica y prácticamente una fórmula de
organización de la comunidad política insuperable sociológica, ética y
culturalmente. Hasta la China de la revolución cultural de Mao Tse-tung,
que se estaba deslizando en su política económica en dirección de la
economía de mercado, parecía confirmar el acierto de su interpretación
del momento histórico. Sin embargo, la dureza implacable de los hechos
que se estaban produciendo en la propia Europa –la guerra de los
Balcanes–, en África –los pavorosos conflictos tribales de Uganda y
Burundi–, y la entrada en la escena política mundial del terrorismo
fundamentalista islámico, que culminaría con el ataque a las Torres
Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, pondrían de
manifiesto, muy pronto, la ingenuidad intelectual y existencial de su
pronóstico. Ni resultaba fácil a los Estados, salidos de la órbita del
comunismo soviético, la transmutación de sus estructuras
socio-políticas y jurídicas en las de un Estado constitucional, libre
y democrático, regido por el derecho, y menos fácil todavía
“transportarlo” en la doctrina y en la práctica a los países del
llamado Tercer Mundo. Su trasvase a los Estados islámicos chocaba con
la supeditación doctrinal y jurisdiccional de todo su edificio
institucional y normativo a “la Sharia”, incluido su posible
ordenamiento constitucional. Con todo, los factores de mayor riesgo
para el futuro del Estado democrático de derecho se estaban
produciendo, desde el final de la década de los sesenta, en el mismo
seno de las sociedades europeas y norteamericanas, tanto en el terreno
moral y cultural de sus costumbres, como en el de sus ordenamientos
jurídicos. El componente de “revolución sexual” del “mayo parisino del
68”, gana terreno aceleradamente en el debate universitario e
intelectual de las ideas, en los medios de comunicación social y en
las nuevas corrientes de vida juvenil, que se popularizan en los
ámbitos de la familia, del trabajo y del tiempo libre. Un feminismo
cada vez más radicalmente inmanentista, aliado con una antropología
puramente sociológica y biologicista, proporcionan la cobertura
ideológica adecuada. Se llegan a cuestionar las categorías
antropológicas básicas del humanismo, no sólo del configurado por el
pensamiento cristiano, sino también por el de la Ilustración
racionalista y liberal del siglo XIX: la dignidad de la persona
humana, sus derechos fundamentales, las instituciones del matrimonio y
de la familia, que les dan abrigo, la concepción del trabajo, del bien
común, de la libertad, etc.
Su impacto sociológico y político se va a notar
inmediatamente en el desarrollo imparable de una legislación tan
pro-divorcista, como “des-institucionalizadora” al máximo de la unión
matrimonial del varón y la mujer, unidos en el amor fiel, abierto a la
vida de los hijos. Y, lo que resulta aún más peligroso para la
consistencia institucional y existencial del Estado democrático de
derecho, se abre su ordenamiento jurídico ordinario a la legalización
de la eutanasia. En manos del poder político queda la definición legal
de quién es el sujeto del derecho a la vida, o, lo que es lo mismo, de
quién es ser humano: ¡persona! No tardará mucho tiempo en que comience
a despuntar también una corriente de opinión política que cuestione el
contenido del derecho a la libertad religiosa, especialmente su valor
en sí mismo: su valor público. Uno de los recursos dialécticos más
usados para la creación de ese clima social y cultural tan sutilmente
materialista continuó siendo el de un pensamiento, literariamente muy
cuidado, en el que la idea de liberación se convierte en el criterio
supremo de interpretación de toda la realidad: la realidad
socio-económica, política, cultural y religiosa. Se intenta
introducirla con no poco éxito pastoral en el campo mismo de la
teología. ¿El Estado democrático de derecho no vendría a fin de
cuentas a no ser otra cosa que una estructura burguesa, opresora del
pueblo, a la que hay que derrocar pacífica o revolucionariamente? ¿O
bastaría solamente con reformarla a fondo en función de las exigencias
de la justicia social y de la solidaridad con los más necesitados? El
“liberacionismo” filosófico y teológico se diferenciará en su
respuesta teórica al reto histórico planteado y, sobre todo, en la
consecuente “praxis” socio-política inducida . El relevo ideológico lo
tomará después de 1989 –año de la revelación incontestable del fracaso
histórico del Comunismo marxista– una corriente intelectual y moral
“de pensamiento débil”: agnóstica en lo que se refiere a las grandes
preguntas metafísicas sobre el sentido de la vida y relativista en lo
que atañe a los grandes principios de la ética personal y social.
En todo caso, el panorama histórico-espiritual,
someramente trazado, dentro del cual discurriría el diálogo Habermas-Ratzinger
quedaría incompleto sin rememorar lo que significó el Concilio
Vaticano II y el Magisterio pontificio ulterior del Beato Pablo VI y,
muy excepcionalmente, el de san Juan Pablo II respecto a una
actualizada renovación de la doctrina social de la Iglesia en torno a
“un centro de gravedad” intelectual de máxima relevancia
antropológica: el del valor trascendente de la persona humana. El
respeto, salvaguardia y promoción de la dignidad de la persona humana
constituyen el principio ético y jurídico sobre el que debe girar todo
el conjunto de la vida social y la organización de la comunidad
política. De ese principio ético-jurídico dimanan originariamente sus
derechos fundamentales acerca de la vida, del matrimonio, de la
familia, de las libertades políticas, de los derechos civiles y
económicos, sociales y culturales. Desde la afirmación en la
Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de nuestro tiempo
“Gaudium et spes” de que la Iglesia, no “ligada a ningún sistema
político”, “es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la
trascendencia de la persona humana” (GS 7), a la de san Juan Pablo II
en su Encíclica “Evangelium vitae”, de 1995, de que “el Evangelio del
amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el
Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio, [y] por
ello el hombre, el hombre viviente, constituye el camino primero y
fundamental de la Iglesia” (EV 2), corre una línea de acción pastoral
y de pensamiento teológico extraordinariamente fecunda para despejar
el horizonte socio-político para una concepción del Estado democrático
de derecho, auténticamente humanista. Cuando se inicia el tercer
milenio de la era cristiana, se podía contar con una doctrina social
más que centenaria, fundada en el Magisterio pontificio del siglo XX,
profundamente renovada y que no era otra que la del derecho natural
clásico puesta al día. Doctrina caracterizada, además, por una
confianza firme en la razón humana, que en diálogo abierto con la fe
puede –y debe– conocer la verdad a la luz de la verdad del Misterio de
Cristo: la verdad del hombre, ¡toda la verdad! Al finalizar su
Encíclica “Fides et ratio”, de 1998, san Juan Pablo II pedía a todos,
filósofos y científicos, “que fijen su atención en el hombre, que
Cristo salvó en el misterio de su amor y en su permanente búsqueda de
verdad y de sentido… Solamente en este horizonte de la verdad
comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y
al conociemiento de Dios como realización suprema de sí mismo” (FR
107).
Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger parten en su
diálogo de una convicción básica, compartida por ambos, de que el
Estado democrático de derecho atraviesa una situación crítica, tanto
por razones internas al mismo sistema como externas. Su contexto, el
de una irreversible cultura global, en la que se halla inmersa la
humanidad al inicio del siglo XXI. Razones estructurales internas, en
primer lugar, condicionadas sociológicamente por los cambios que se
han dado en la cultura ética y religiosa de los pueblos y sociedades
en los que había surgido históricamente la forma democrática, libre y
social del Estado constituido como Estado de derecho. Razones
organizativas externas, en segundo lugar, condicionadas por la
globalización de las relaciones internacionales, forzosamente inter-culturales
e inter-religiosas. Los vínculos sociales al interior de las viejas
sociedades europeas de raíces cristianas e ilustradas se rompen, ¡se
están rompiendo!, opina J. Habermas. Las certezas morales
fundamentales compartidas se están resquebrajando, reconoce J.
Ratzinger, a quien preocupa, sobre todo, el problema del control “del
poder”, que la ciencia y tecnología contemporáneas han depositado en
las manos del hombre: un poder que supera en su capacidad destructiva
con mucho al que poseían las grandes potencias, finalizada la II
Guerra Mundial. A su potencial atómico hay que sumar medio siglo más
tarde “el bio-tecnológico”. Ambos interlocutores coinciden en que el
curso futuro de las relaciones internacionales, marcado por el
desarrollo socio-económico, cultural y político de lo que ya se
muestra irreversiblemente como “la sociedad mundial”, será decisivo
para el futuro del “Estado democrático de derecho”, dicho con palabras
de Habermas, o del “Estado libre”, dicho con palabras de Ratzinger. La
solución para el primero, al menos, en el orden práctico, pasa por
encontrar “un procedimiento” que permita un diálogo libre, razonable y
pacífico que conduzca a una convergencia responsable y solidaria de
los ciudadanos en la admisión y afirmación de los principios de
libertad y de solidaridad junto con aquellos derechos civiles sociales
y democráticos, sin los cuales es imposible fundamentar un verdadero
Estado de derecho. Se trataría de conseguir “una praxis comunicable”,
que incluya tanto a las mentalidades laicas formadas en la tradición
cultural del pensamiento “ilustrado” como a las concepciones
religiosas de la vida, sobre todo a las de la tradición cristiana. Se
trataría, por tanto, de aprender unos de otros: de “un proceso de
aprendizaje complementario”, en que ninguna de las dos partes,
reconociendo ambas “la neutralidad ideológica del poder del Estado”,
niega a la otra “un potencial de verdad”. Para J. Ratzinger, es
imprescindible volver a un reconocimiento objetivo de las premisas
fundamentales lógicas y ontológicas que subyacen a la comprensión del
significado del Derecho y, consiguientemente, del Estado. Premisas que
pueden resumirse del modo siguiente: el derecho positivo, formulado
por la legislación humana, no puede separarse de la razón, ni ésta del
ser o naturaleza del hombre, a no ser a riesgo de que las formas
concretas del derecho lo que hagan de nuevo sea “legalizar” “el no
derecho”, es decir, consagrar la infracción legalizada de los más
elementales imperativos de la justicia. Lograr ese reconocimiento
implica también para J. Ratzinger “diálogo” paciente y lúcido entre
las personas y las instituciones, entre la ciencia y la razón, entre
la razón y la fe, aunque para él una fórmula mundialmente válida, sea
racional, ética o religiosa “que pueda unir a todos y que, luego, sea
el soporte del todo no la hay. En todo caso, es en la actualidad
inalcanzable”. El “Ethos mundial” de H. Küng no pasa, por ello, de ser
una abstracción . Lo más realista, pues, lo más prometedor y urgente
en el marco inter-cultural dominante sería el diálogo entre “la fe
cristiana” y “la racionalidad secular occidental” en una clave
intelectual de “correlacionalidad”. Sin embargo, evitando un “falso
eurocentrismo”; más aún, sabiendo “unir” a las otras culturas,
buscando con ellas una posible “correlacionalidad”. ¿Por qué no “una
correlación polifónica”? ¡Está en juego aquello que puede mantener y
“mantiene al mundo unido” .
IV. La actualidad
¿Sigue abierta en la actualidad la cuestión de los
fundamentos pre-políticos del Estado democrático de derecho, que es el
nuestro, el de la civilización occidental, de raíces humanistas
cristianas, el que como modelo de una alta cultura político-jurídica
se ha abierto y continúa abriéndose camino institucional en todo el
mundo? ¿Se la discute en el debate intelectual? ¿Incide en el campo de
las experiencias de vida personal y ciudadana y de sus justificaciones
ideológicas?
El progreso del relativismo ético, asentado sobre el
principio de la autonomía total de la conciencia individual, no se ha
detenido en la última década de la historia reciente. Cuenta con el
apoyo intelectual de “la ideología de género” llevada hasta el extremo
de una concepción del ser humano que “lo materializa”, lo reduce a un
conjunto celular manipulable y, consiguientemente, lo despersonaliza
en raíz. La antropología que “cosifica” al hombre, que deja de ser “un
quien” para pasar a ser “una cosa”, como denunciaba Julián Marías en
la década de los ochenta del pasado siglo, está llegando a “su cénit”
en sectores amplios y variados de las ciencias empíricas del hombre y
del propio pensamiento filosófico. La filosofía postmoderna,
metafísicamente agnóstica y escéptica de cara a cualquier diálogo con
la fe, no ha perdido influencia ni mediática ni universitaria. No hay
duda: en la coyuntura multicultural que caracteriza el momento
histórico que estamos viviendo, son muchas y poderosas las fuerzas que
están jugando a favor del relativismo ético. Su éxito político, por
ejemplo, se puede constatar en las nuevas legislaciones sobre el
derecho de la persona a la vida y su inviolabilidad desde sus inicios
en el embrión humano, en todas sus formas de desarrollo, incluidas sus
situaciones más dolorosas y dramáticas, hasta su final natural.
Derecho que se niega o se recorta drásticamente. Lo mismo ocurre con
la legislación sobre el matrimonio y la familia: se desdibujan en sus
rasgos constituyentes hasta el límite de la desfiguración de su
tipificación institucional. Su difusión mediática en “la red” y,
también, en los medios tradicionales de comunicación social consolidan
su éxito político-cultural y, consecuentemente, su éxito jurídico. Por
otro lado, la crisis económica mundial desatada en el verano de 2008
no vino sino a agravar la situación de los derechos humanos en todas
las áreas geopolíticas del mundo. Lo mismo sucede con el empeoramiento
impresionante del problema de los refugiados desde el pasado verano de
2015 .
¿Tenía razón el Cardenal Joseph Ratzinger cuando, en
la homilía de la Misa “Pro eligendo Pontifice”, la víspera de su
elección como Benedicto XVI, utilizó la expresión de “dictadura del
relativismo”? Sea cual sea la respuesta que pudiera darse hoy a la
pregunta, lo que sí parece una conclusión histórica clara es que
“nuestra cuestión” sigue abierta y “los signos de los tiempos” piden
por el bien del hombre y de la sociedad que se aclare y resuelva
teórica-prácticamente en consonancia con su verdad: ¡con la verdad del
hombre, inseparable de la verdad de Dios! Retomar creativamente la vía
abierta por el diálogo Jürgen Habermas–Joseph Ratzinger en la Academia
Católica de Baviera en Munich, el 19 de enero de 2004, podía ser el
imperativo moral de la hora presente para creyentes y no creyentes,
científicos, filósofos y teólogos, especialmente para todos aquellos
que, o son titulares, o ejercen una responsabilidad personal y/o
social al servicio del bien común. El Cardenal J. Ratzinger, ya Papa
Benedicto XV, ha vuelto a lo largo de sus ocho años de Pontificado a
subrayar en distintos ámbitos religiosos, culturales y políticos el
papel de la razón capaz de conocer la verdad y de un diálogo fe-razón
que le permita a ésta ahondar en el conocimiento de las verdades
últimas y, viceversa, que le permita a la fe el no precipitarse en un
fideismo irracional que le impida iluminar el camino verdadero de la
salvación del hombre. Su llamada de atención sobre “la emergencia
educativa” puso el dedo en la llaga de lo que puede impedir a la corta
y, sobre todo, a la larga ese “diálogo” de “complementaridad” del que
hablaba J. Habermas. Lo que urge, es buscar y practicar “el amor en la
verdad” –“Caritas in veritate”–. El Papa Francisco en sus cuatro
grandes documentos magisteriales, “Lumen fidei”, “Evangelii gaudium”,
“Laudato si” y “Amoris laetitia”, ha ofrecido, por su parte,
sugerencias y enseñanzas implícitamente muy valiosas para acertar con
el camino de las ideas y de las experiencias de vida que posibiliten y
faciliten a los hombres de buena voluntad fundamentar pre-políticamente
el Estado democrático de derecho sobre los valores de una verdadera
humanidad justa y solidaria. “En una sociedad sedienta de auténticos
valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la
comunidad de los creyentes –enseñaba Benedicto XVI en audiencia
especial concedida a los participantes en el III Sínodo Diocesano de
la Archidiócesis de Madrid, el 4 de julio del año 2005– ha de ser
portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad
es, ante todo, comunicación de la verdad” .
He dicho.