Para que reflexionéis bien en esta jornada, os dejamos un par de fragmentos de la Encíclica del Papa Francisco “Lumen Fidei”. Están dedicados a la fe y al bien común, a la fe y la familia y a la fe en cuanto que luz para la vida en sociedad.

 

Fe y bien común

50. Al presentar la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El primer constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7). Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10). Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable.

51. Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza. La Carta a los Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les permitió « administrar justicia » (Hb 11,33). Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría que lleva paz al pueblo (cf. 1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.

 

Fe y familia

52. En el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la Carta a los Hebreos se refiere a una bendición que se transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf.Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus promesas (cf. Hb 11,11).

53. En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia: los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe. Todos hemos visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, los jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda. La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades.

 

Luz para la vida en sociedad

54. Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un camino fraterno. En la « modernidad » se ha intentado construir la fraternidad universal entre los hombres fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo, hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad. Desde su mismo origen, la historia de la fe es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama a Abrahán a salir de su tierra y le promete hacer de él una sola gran nación, un gran pueblo, sobre el que desciende la bendición de Dios (cf. Gn12,1-3). A lo largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano.

¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño: pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de todo el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales? »[46]. « Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas? »[47]. En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.

55. La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad.

Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? »[48]. Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida. La Carta a los Hebreos afirma: « Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad » (Hb 11,16). La expresión « no tiene reparo » hace referencia a un reconocimiento público. Indica que Dios, con su intervención concreta, con su presencia entre nosotros, confiesa públicamente su deseo de dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la historia.