Tribunas

Cómo destruir un alma

José Francisco Serrano Oceja

Antes de glosar en esta columna el nuevo dicasterio del Papa homenaje a Maritain y su humanismo integral, o de meternos en el intenso curso eclesial que se nos avecina, permítaseme un apunte de contexto histórico-literario en la línea de la serie que nos ha regalado, preciosamente, don Ernesto Juliá en esta página digital durante el mes de agosto.

Leía no hace muchos días una novela aclamada por la crítica, del literato francés, Julian Barnes. Su título es “El ruido del tiempo”. Una reflexión sobre la vida del autor de Lady Macbeth de Mtsensk, Dimitri Shostakóvich. La vida interior del celebrado músico se debate entre la lealtad a su conciencia –y a su música-, como principio de la libertad interior, y las tentaciones del régimen una vez hubiera vivido en el peor de los mundos, el del miedo.

En un momento, ya avanzada la novela, se plantea la siguiente situación:

“Cuando Nikita el Mazorca denunció el culto a la personalidad, cuando se reconocieron los errores de Stalin y rehabilitaron póstumamente a algunas de sus víctimas, cuando la gente empezó a volver de los campos y se publicó “Un día en la vida de Iván Denísovich”, ¿cómo no iban a estar esperanzados los hombres y las mujeres? Daba igual que el derrocamiento de Stalin significase la restauración de Lenin, que los cambios en la línea política a menudo sólo buscara aventajar a sus rivales, que la novela de Solzhenitsyn fuera, en su opinión, una realidad edulcorada y que la verdad fuese diez veces pero: aun así, ¿cómo no iban a estar esperanzados los hombres y las mujeres, o a creer que los nuevos dirigentes eran mejor que los anteriores”.

¿Había en la vida del Shostakóvich literalizado algo peor que claudicar?

Leemos: “Había algo peor que esto, mucho peor. Había firmado una inmunda carta pública contra Solzhenitsyn, a pesar de que admiraba la novelista y lo releía continuamente. Luego unos años más tarde, otra carta inmunda denunciando a Sajarov (…) en parte confiaba en que nadie creería –nadie podía creer- que realmente pensaba lo que decían las cartas. Pero la gente lo creyó. Amigos y colegas se negaban a estrecharle la mano, le daban la espalda. (…)

También había aprendido cosas sobre la destrucción del alma humana. Bueno, la vida no era un camino de rosas, como decía el refrán. Había tres maneras de destruir un alma: con lo que otros te decían hacían; con lo que otros te hacían hacer, y con lo que tú, voluntariamente, elegías hacer”

Jean Mayer demostró con su “Rusia y sus imperios” que, en no pocas ocasiones, los literatos son más útiles para responder a la pregunta por la verdad que los documentos.

 

José Francisco Serrano Oceja