Servicio diario - 10 de septiembre de 2016


 

El Papa advierte sobre las esclavitudes creadas en nombre de una falsa libertad
Posted by Rocío Lancho García on 10 September, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha celebrado este sábado la audiencia jubilar, que desde que empezó el Año Santo de la Misericordia, se realiza una vez al mes. De este modo, miles de personas han recibido al Santo Padre en la plaza de San Pedro, con alegría, entusiasmo y cantos. Desde el papamóvil, el Pontífice ha saludado a los peregrinos allí presentes, venidos de todas las partes del mundo.
Además, según informa el diario vaticano el Osservatore Romano antes de llegar a la plaza de San Pedro para la audiencia jubilar, en llamado Arco de las Campanas, el Papa se ha detenido a saludar a un chico enfermo y le ha confirmado. Se trata de Giuseppe Chiolo, de 16 años. Procedente de Sicilia, el joven está ingresado en la planta de oncología del hospital Meyer en Florencia. Giuseppe había escrito una carta al Papa expresando su deseo de verle. Francisco “ha tenido palabras de aliento también para los padre del joven, Carmelo y Maria Giuseppina, y para la hermana Dafne”. Les acompañaba también el capellán del Meyer, don Favio Marella, vice director de la Cáritas diocesana de Florencia.
La catequesis de hoy la ha dedicado a la redención. Así, en el resumen hecho en español, ha indicado que hoy “hemos reflexionado sobre la relación entre la misericordia y la redención”. La palabra redención –ha precisado– hace referencia a la salvación que Dios nos ha procurado mediante la sangre de su Hijo Jesús.
Al respecto, Francisco ha observado que al hombre de hoy le cuesta aceptar la idea de tener que ser salvado por Dios. “Piensa poder salvarse él solo con el poder de su libertad”, ha advertido. Así, el Santo Padre ha señalado que esto no es más que una ilusión: “nuestra vida está marcada por la fragilidad del pecado y por las numerosas esclavitudes que hemos creado en nombre de una falsa libertad”. Por eso, el Pontífice ha asegurado que “necesitamos que Dios nos salve y libere de toda clase de indiferencia, egoísmo y autosuficiencia”. Jesucristo –ha añadido– se ha sacrificado por nosotros para darnos una nueva vida, llena de perdón, amor y alegría.
Finalmente, ha aseverado que “para que tengamos la certeza de que Dios no nos abandona nunca, especialmente en los momentos de más necesidad”.
A continuación, el Papa ha saludado cordialmente a los peregrinos de lengua española. A ellos ha recordardo que “Jesús viene a nuestro encuentro en cada uno de nuestros hermanos necesitados, abrámosle nuestro corazón y acojamos su gracia, para que llevemos una vida hecha de amor, de perdón y de alegría”.
Después de los saludos en las distintas lenguas, el Santo Padre ha dedicado un saludo especial a los jóvenes, los enfermos y los recién casados. Así, les ha exhortado a invocar con particular intensidad los nombres de Jesús y de María para que “nos enseñen a amar con plena dedicación a Dios y al prójimo”.
La audiencia ha concluido con el canto del Pater Noster y la bendición apostólica.



Francisco envía un saludo a Protección Civil, ausente en la audiencia jubilar
Posted by Redaccion on 10 September, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El santo padre Francisco, al finalizar la audiencia jubilar de este sábado, ha dirigido un saludo especial a los miembros del Servicio Nacional de la Protección Civil, que en estos días trabajan en la asistencia en Amatrice y alrededores, zona italiana recientemente golpeada por unl terremoto del pasado 24 de agosto.
Los representantes de Protección Civil tenían que participar este sábado en la plaza de San Pedro, pero han tenido que anularlo “para continuar la preciosa obra de socorro y asistencia a la población golpeada por el terremoto el 24 de agosto pasado”. Por ello, el Santo Padre les ha dado las gracias “por la dedicación y la generosa ayuda ofrecida en estos días”.



Texto completo de la audiencia jubilar del 10 de septiembre de 2016
Posted by Redaccion on 10 September, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En la audiencia jubilar de este sábado, el Santo Padre ha reflexionado sobre la redención. Así, ha señalado que Jesús es el Cordero que ha sido sacrificado por nosotros, para que podamos recibir un nueva vida hecha de perdón, de amor y de alegría. Además, ha asegurado que la palabra “redención” es poco usada y aún así es fundamental porque indica la liberación más radical que Dios podía realizar por nosotros, por toda la humanidad y por toda la creación.
Publicamos a continuación la catequesis completa del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje que hemos escuchado nos habla de la misericordia de Dios que se realiza en la redención, es decir, en la salvación que se ha donado con la sangre de su Hijo Jesús (cfr 1 Pt 1,18-21). La palabra “redención” es poco usada y aún así es fundamental porque indica la liberación más radical que Dios podía realizar por nosotros, por toda la humanidad y por toda la creación. Parece que el hombre de hoy ya no ame pensar ser liberado y salvado por una intervención de Dios; el hombre de hoy se elude, de hecho, de la propia libertad como fuerza para obtener todo. Presume de esto también. Pero en realidad no es así. ¡Cuántas ilusiones vienen vendidas bajo el pretexto de la libertad y cuántas nuevas esclavitudes se crean en nuestros días en nombre de una falsa libertad! Muchos, muchos esclavos.’Hago esto porque quiero hacerlo, me drogo porque me gusta. Soy libre. Y hago esto…’ Son esclavos. Se convierten en esclavos en nombre de la libertad. Todos hemos visto personas así que al final terminan por el suelo. Necesitamos que Dios nos libere de toda forma de indiferencia, de egoísmo y de autosuficiencia.
Las palabras del apóstol Pedro expresan muy bien el sentido del nuevo estado de vida al que estamos llamados. Haciéndose uno de nosotros, el Señor Jesús no solo asume nuestra condición humana, sino que nos eleva a la posibilidad de ser Hijos de Dios. Con su muerte y resurrección, Jesucristo, Cordero sin mancha, ha vencido a la muerte y al pecado para liberarnos de su dominio. Él es el Cordero que ha sido sacrificado por nosotros, para que podamos recibir un nueva vida hecha de perdón, de amor y de alegría. Bonitas estas tres palabras. Perdón, amor y alegría.
Todo lo que Él ha asumido ha sido también redimido, liberado y salvado. Cierto, es verdad que la vida nos pone a prueba y a veces sufrimos por esto. Aún así, en estos momentos estamos invitados a fijar la mirada en Jesús crucificado que sufre por nosotros y con nosotros, como prueba cierta de que Dios no nos abandona. No olvidemos nunca, por tanto, que en las angustias y en las persecuciones, como en los dolores diarios, somos siempre liberados por la mano misericordiosa de Dios que nos lleva hacia Él y nos conduce a una vida nueva.
El amor de Dios no tiene límites: podemos descubrir signos siempre nuevos que indican su atención hacia nosotros y sobre todo su voluntad de alcanzarnos y de precedernos. Toda nuestra vida, incluso marcada por la fragilidad del pecado, está puesta bajo la mirada de Dios que nos ama. ¡Cuántas páginas de la Sagrada Escritura nos habla de la presencia, de la cercanía y de la ternura de Dios por cada hombre, especialmente por los pequeños, los pobres y los afligidos! Dios tiene una gran ternura, un gran amor por los más pequeños, por los más débiles, los descartados de la sociedad.
Cuanto más estamos en la necesidad, más se llena de misericordia su mirada sobre nosotros. Él siente una gran compasión hacia nosotros porque conoce nuestras debilidades. Conoce nuestros pecados y nos perdona, perdona siempre. Es muy bueno, es muy bueno nuestro Padre.
Por eso, queridos hermanos y hermanos, abrámonos a Él, ¡acogamos su gracia! Porque, como dice el Salmo, “porque en Él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia” (130,7). ¿Habéis escuchado bien? “Porque en Él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia ”. Repitamos todos juntos, todos. Porque en Él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia¡Gracias!



San Juan Gabriel Perboyre – 11 de septiembre
Posted by Isabel Orellana Vilches on 10 September, 2016



(ZENIT – Madrid).- Su espeluznante martirio en la misión de China, plagado de torturas, puede equipararse por su refinada crueldad a otros estremecedores que tantas veces han segado la vida de los fieles seguidores de Cristo. Era natural de Puech de Montgesty, Francia, donde nació el 6 de enero de 1802. Fue el primogénito de ocho hermanos. Al parecer, su vocación al martirio como misionero se suscitó siendo niño ante la encendida prédica que un sacerdote hizo en una de las iglesias que solía frecuentar. Que ingresara en la Congregación de la Misión era algo comprensible ya que un tío paterno formaba parte de la misma, y sus allegados vivían este hecho como una bendición. Gran parte de los varones de la familia fueron ordenados sacerdotes. Poco antes de cumplir los 15 años, Juan Gabriel afirmó que quería ser misionero. Y cumplió su deseo ingresando en el seminario de Montauban, regido por los padres lazaristas que estaban impregnados del carisma de san Vicente de Paúl. En realidad él fue como simple acompañante de su hermano pequeño Luis, con la idea de permanecer allí por una temporada. Pero se sintió llamado al sacerdocio y a lo largo del noviciado ratificó su anhelo de derramar su sangre por amor a Cristo.
Fue ordenado en septiembre de 1825 por el obispo de Montauban, y aunque le urgía partir a las misiones tuvo que esperar doce años para cumplir su sueño. Quiso ocupar el lugar de su hermano Luís que había muerto de unas fiebres mientras navegaba rumbo a China. Pero no gozaba de buena salud, y sus superiores lo nombraron subdirector del noviciado de París después de haber ejercido la docencia brillantemente en el seminario de Saint-Flour. Hasta allí llegaban noticias del martirio de otros hermanos que no hacían más que alimentar su deseo de morir por Cristo. Ante las prendas que vestía el P. Clet, uno de los religiosos que había alcanzado esa palma añorada por él, manifestó: «He aquí el hábito de un mártir… ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte» […]. «Rezad para que mi salud se fortifique y que pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él». Pero sus hermanos ya conocían su afán por restablecerse físicamente para que su débil constitución no le impidiera viajar a China, difundir allí el Evangelio y obtener la corona martirial. No ocultaba que había ingresado en la Orden con ese exclusivo fin.
Finalmente, como en 1835 los médicos autorizaron su partida, los superiores dieron también su visto bueno. El intrépido apóstol llego a Macao en marzo de 1836. Estudió con verdadero ahínco la lengua china y adoptó las costumbres y vestimenta de los ciudadanos, rapándose la cabeza y dejando crecer su pelo y bigotes. Los dos años que permaneció en Ho-nan y en Hu-pé se caracterizaron por una intensa acción apostólica entre los niños abandonados a los que asistía, alimentaba e instruía. Las duras inclemencias del tiempo no le detuvieron. Padeció innumerables fatigas, entre otras, las provenientes de sus agotadores desplazamientos que solía realizar a pie o bien en carretas tiradas por bueyes, siempre alegre, sin importarle pasar hambre y sed, o mantenerse en un estado de vigilia. «Hay que ganarse el cielo con el sudor de la frente», decía. Todo se le hacía poco para poder transmitir el amor a Cristo: su única pasión: «Jesucristo es el gran maestro de la ciencia; sólo Él da la verdadera luz. Toda ciencia que no procede de Él y no conduce a Él es vana, inútil y peligrosa. No hay más que una sola cosa importante: conocer y amar a Jesucristo». Con su gracia superó momentos de desánimo que le asaltaron alguna vez.
En 1839 se desató una persecución y los misioneros de la comunidad de Hu-pé donde Juan Gabriel estaba destinado, tuvieron que huir. Llegaba su momento; se hallaba preparado. Tanto su familia como su superior conocían su absoluta disponibilidad a cumplir la voluntad divina, su deseo de unirse al Redentor. El valeroso misionero había escrito a su padre anticipándose a darle consuelo ante la más que previsible muerte que sabía que le aguardaba y que ansiaba: «Si tuviéramos que sufrir el martirio, sería una gracia grande que se nos concedería; es algo para desear, no para temer». Y al superior general le transmitía su paz con la sabiduría encarnada en Cristo, fruto de su oración, exponiendo con claridad lo que conocía sobradamente acerca de la vida misionera; de forma implícita ratificaba su cotidiano abrazo a la cruz y su serena espera ante el martirio: «No sé qué me reservará el futuro. Sin duda muchas cruces. Es la cruz el pan cotidiano del misionero».
No era temerario. Y cuando todos huyeron, él se refugió en un bosque. Pero un mandarín convertido lo delató por treinta taéis, moneda china. A partir de ese instante los atroces suplicios que tuvo que sufrir fueron indecibles. En un papel impregnado de sangre escribió a la comunidad narrando parte de lo que había padecido hasta ese momento, dando respuesta a la petición el P. Rizzolati. Le torturaron salvajemente con tal de lograr que apostatase de su fe en Cristo. Pero él se mantuvo inalterable, sin proferir ninguna queja. Como sobrevivía a los crueles tormentos, lo encarcelaban para volver a atormentarlo con más violencia si cabe. El virrey no logró que pisoteara el crucifijo. Y el 11 de septiembre de 1840 después de haber permanecido aherrojado con grilletes y haber sido tratado con tanta ferocidad en Ou-tchang-fou, lo ataron a un madero en forma de cruz muriendo estrangulado. Tenía 38 años. León XIII lo beatificó el 10 de noviembre de 1889. Juan Pablo II lo canonizó el 2 de junio de 1996. Sus restos reposan en París, en la capilla de la sede general de su Congregación.