Servicio diario - 13 de noviembre de 2016


 

Francisco en el ángelus advierte sobre los profetas de desventuras -Texto completo
Posted by Redaccion on 13 November, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Después de la misa celebrada en la basílica de San Pedro con motivo del Jubileo de las personas socialmente excluidas, el papa Francisco rezó la oración del ángelus desde la ventana de su estudio que da a la plaza de San Pedro, donde miles de personas le aguardaban.
“Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días! La lectura del evangelio de hoy, contiene la primera parte de las palabras de Jesús sobre los últimos tiempos, escritas por Lucas. Jesús las pronuncia mientras se encuentra delante al Templo de Jerusalén y se apoya en las expresiones de admiración de la gente por la belleza del santuario y de sus decoraciones. Entonces Jesús dice:
“De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús. Pero él no quiere ofender al templo sino hacerles entender a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas incluso las más sagradas, son pasajeras y no tenemos que poner en ellas nuestras seguridades.
¡Cuántas presuntas certezas en nuestra vida pensábamos que eran definitivas y después se revelaron efímeras! De otra parte ¡cuántos problemas que parecían sin salida y después fueron superados!
Jesús sabe que existen siempre quienes especulan sobre la necesidad que los hombres tienen de seguridades. Por lo tanto dice: ‘Tengan cuidado, no se dejen engañar’, y pone en guardia ante tantos falsos mesías que se presentarán. También hoy los hay. Y Jesús añade que no hay que hacerse terrorizar y desorientar por las guerras, revoluciones y calamidades, porque estas son también parte de la realidad de este mundo.
La historia de la Iglesia es rica en ejemplos de personas que soportaron tribulaciones y sufrimientos terribles con serenidad, porque eran conscientes de estar fuertemente en las manos de Dios. Él es un padre fiel y atento que no abandona nunca a sus hijos. Nunca, y esta certeza debemos tenerla en nuestro corazón. Dios no nos abandona nunca.
Quedarse firmes en el Señor, caminar en la esperanza de que no nos abandona nunca, trabajar para construir un mundo mejor, a pesar de las dificultades y los hechos tristes que marcan la existencia personal y colectiva es lo que realmente cuenta.
Es lo que la comunidad cristiana está llamada a hacer para ir al encuentro del ‘día del Señor’. Justamente en esta perspectiva queremos colocar el empeño que parte después de estos meses en los cuales hemos vivido con fe el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que hoy se concluye en las diócesis de todo el mundo, con el cierre de las Puertas Santas en las iglesias catedrales. El Año Santo nos ha llamado, de una parte, a tener fija la mirada hacia el cumplimiento del Reino de Dios, y de otra a construir el futuro sobre esta tierra, trabajando para evangelizar el presente y para realizar un tiempo de salvación para todos.
Jesús en el Evangelio nos exhorta a tener firme en la mente y en el corazón la certeza de que Dios conduce nuestra historia y conoce el fin último de las cosas y de los eventos.
Bajo la mirada misericordiosa del Señor, se sucede la historia en su fluir incierto y en su entrelazarse del bien y del mal. Pero todo lo que sucede está conservado en Él, nuestra vida no se puede perder porque está en sus manos.
Recemos a la Virgen María, para que nos ayude a través de los hechos gozosos y tristes de este mundo a mantenernos firme en la esperanza de la la eternidad de Dios. Recemos a la Virgen para que nos ayude a entender en profundidad la verdad de que Dios nunca abandona a sus hijos”.
El papa reza el ángelus y después dice las siguientes palabras:
Queridos hermanos y hermanas, en esta semana ha sido restituido a la devoción de los fieles el más antiguo crucifico de madera de la basílica de San Pedro, que se remonta al siglo XIV. Después de una laboriosa restauración fue llevado al antiguo esplendor y será colocado en la capilla del Santísimo Sacramento, para recordar el Jubileo de la Misericordia.
Hoy se celebra en Italia la tradicional Jornada de agradecimiento por los frutos de la tierra y del trabajo humano. Me asocio a los obispos en el deseo que la madre tierra sea siempre cultivada de manera sostenible. La Iglesia está con simpatía y reconocimiento al lado del mundo agrícola y no se olvida de quienes en diversas partes del mundo están privados de dones esenciales como los alimentos y el agua.
Saludo a todos, familias, parroquias, asociaciones y fieles, que han venido desde Italia y tantas partes del mundo. En particular saludo y agradezco a las asociaciones que en estos días han animado el Jubileo de las personas marginadas. Saludo a los peregrinos provenientes de Río de Janeiro, Salerno, Piacenza, Veroli y Acri, y también al consultorio ‘La familia’ de Milán, y a las fraternidades italianas de la Orden secular Trinitaria.
A todos les deseo un buen domingo. Por favor no se olviden de rezar por mi”. Y concluyó con el consueto “¡Buon pranzo e arrivederci!”.


El Papa: ‘Los excluidos nos ayudan a sintonizar con Dios, a superar las apariencias’
Posted by Sergio Mora on 13 November, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- En la última semana antes de la clausura del Año Santo de la Misericordia, el papa Francisco presidió la misa en la basílica de San Pedro, en ocasión del “Jubileo de las personas socialmente excluidas”, un evento que inició el viernes 11 con una catequesis del Papa en el Aula Pablo VI en el Vaticano.
El Santo Padre portando el palio, vestía junto a los concelebrantes los paramentos verde del Tiempo ordinario, período litúrgico que concluye el próximo domingo con la festividad de Cristo Rey. Ellos entraron en la basílica mientras el coro entonaba el himno del Jubileo, Misericordia sicut Pater, seguido por el Kyrie y el Gloria in Excelsis Deo, entonado por el coro de la Capilla Sixtina. Las lecturas, la misa y la homilía fueron en italiano, y las intenciones leídas en diviesos idiomas. Una imagen de María y otra del Crucifijo presidían la eucaristía a los lados del altar.
El día en que
El Papa quiso que este día –en el que las catedrales y santuarios del mundo cierran la Puerta Santa, excepto la de San Pedro– quede dedicado a las personas socialmente excluidas, sean llamados sin techo, pobres, meninos da rua, mendigos, clochard u otras denomiaciones; pero también a los que no encuentran trabajo o están privados de un techo, una familia y principalmente de su dignidad.
El Santo Padre además recordó que los pobres y excluidos con su presencia “nos ayudan a sintonizar con Dios”, a no quedarnos en las apariencias, a ver lo que Él ve.
Y advirtió del mal “que nos hace fingir” de no ve al Lázaro que es excluido y rechazado; y de la “trágica contradicción de nuestra época” en la que crece el progreso y las posibilidades pero “aumentan las personas que no pueden acceder a estos”.
El Papa recordó también que “la persona humana puesta en el culmen de la creación muchas veces es descartada porque se prefieren las cosas que pasan” y aseveró que “esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más precioso a los ojos de Dios” y “que es grave acostumbrarse a este descarte” que no hace noticia y se vuelve solamente un ritornello en los telediarios.
El Santo Padre recordó también: “Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos”, y que es necesario no caer en “las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano”. Por el contrario es necesario que “miremos con confianza al Dios de la misericordia”.
E invitó así: “Abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido”. Y pidió al Señor que “nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo”.


Texto completo de la homilía del papa Francisco en el Jubileo de las personas socialmente excluidas
Posted by Redaccion on 13 November, 2016



(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco presidió este domingo en la basílica de San Pedro, la misa del Jubileo de las personas socialmente excluidas, en el último evento antes del cierre del Año Santo de la Misericordia que será el próximo domingo.
El santo Padre destacó dos puntos en su homilía: que los pobres y excluidos nos ayudan a sintonizar con Dios, que ve a las personas y no se queda en las apariencias; y del peligro de fingir de no ver al Lázaro que es excluido y rechazado; así como del descarte de personas, inaceptable, porque el hombre es el bien más precioso a los ojos de Dios.
El segundo punto fue al comentar el Evangelio del día que habla del fin del mundo. Sobre esto advirtió de los profetas de desventuras, y de sus representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Cuando en cambio es necesario que “miremos con confianza al Dios de la misericordia”.
A continuación el Texto de la homilía:
«Os iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3,20). Las palabras del profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, iluminan la celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última página del último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos que confían en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5,3), y Dios, por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal» (Ml 3,17). El profeta los contrapone a los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado último de la vida: ¿En dónde pongo yo mi seguridad? ¿En el Señor o en otras seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21,5). La gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra» (v. 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (v. 7). Cuando y cuál… Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ―el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica― pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16,19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1 Co 13,8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la IIa Sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres.
A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros verdaderos tesoros.


Beata María Luisa Merkert – 14 de noviembre
Posted by Sergio Mora on 13 November, 2016


(ZENIT – Madrid).- Nació en Nysa (alta Silesia, Polonia, antigua diócesis de Breslau) el 21 de septiembre de 1817. Sus padres, de clase acomodada y católicos de pro, recibieron con gozo a la segunda de sus hijas, a la que bautizaron en la parroquia de St. James. Pero María Luisa no pudo disfrutar mucho tiempo de la presencia paterna, ya que Carlos Antonio Merkert, hombre íntegro y comprometido, que había estado vinculado a la Cofradía del Santo Sepulcro, falleció cuando ella tenía alrededor de un año. Tuvo que ser su madre, María Bárbara, quien se ocupó de infundir en sus hijas la fe y piedad sobre la que los dos esposos edificaron su vida en común. Tanto María Luisa como su hermana Matilde fueron extraordinariamente receptivas a las enseñanzas maternas, y crecieron con un acentuado sentido de compasión por los desamparados. Ambas experimentaron a la par una inclinación hacia la consagración religiosa. Tras la muerte de su progenitor escasearon los medios económicos, aunque María Bárbara hizo lo posible para que no quedaran sin buena educación. María Luisa era inteligente y aprovechó las enseñanzas que recibió en la escuela, un centro en el que se daba suma importancia a la formación religiosa y moral.
Cuando su madre enfermó, María Luisa se ocupó de ella y este gesto filial estimuló más si cabe su deseo de dedicarse por entero a servir a los pobres, enfermos y necesitados, secundada por su hermana Matilde. En esta decisión, que se materializó en septiembre de 1842, dos meses más tarde de la muerte de María Bárbara, influyó su confesor el padre Fischer, vicario de la iglesia de St. James. Dos jóvenes, Francisca Werner y Clara Wolff, que era terciaria franciscana, se vincularon a las dos hermanas, dedicándose a cuidar a los enfermos y a asistir a los pobres en sus propios hogares. Pero ya inicialmente dieron a esta acción caritativa un cariz religioso, alejándose de un mero acto de voluntariado. Se confesaron y comulgaron culminando su compromiso con un acto expreso de consagración al Sagrado Corazón de Jesús, que terminó con la bendición del padre Fischer. Era el nacimiento de la asociación para asistencia a domicilio de pobres y enfermos abandonados, que comprometía a todas a cumplir los objetivos marcados sin haber emitido voto alguno. Eligieron a Francisca para presidirlas. Con auténtico espíritu de fidelidad consumó María Luisa la promesa a la que libremente se había abrazado. El sello de su generosa labor cotidiana, en la que incluía la petición de limosna para ayudar a la gente, fue la oración y su devoción a María y al Sagrado Corazón de Jesús.
En mayo de 1846 murió Matilde en Prudnik, a causa de una infección que contrajo mientras asistía a personas aquejadas por tifus y malaria, lo cual constituyó un duro varapalo para María Luisa. Entonces ella y Clara Wolf, siguiendo la sugerencia del confesor Fischer, a finales de 1846 se vincularon a las Hermanas de la Misericordia de San Carlos Borromeo, en Praga, con la idea de efectuar el noviciado, pero siempre en la línea de atención a los enfermos y necesitados que habían llevando antes. Pero ese no era el carisma de esta Orden, y María Luisa la dejó en 1850 dando respuesta al sentimiento que percibía interiormente y que juzgó voluntad de Dios. Ya había hecho acopio de una excelente formación mientras desempeñaba labores de enfermería en varios hospitales polacos. Todo ello le permitiría poder llevar a cabo, con mayor preparación, la idea primigenia de dedicarse a cuidar a los enfermos en sus hogares. Sabía que se exponía al contagio porque las epidemias estaban en el aire, y con alta probabilidad la muerte inducida por ellas. Pero en su apostolado instaba a no temer nada, sacrificando la vida, si era preciso, por amor a Cristo y a los demás.
Regresó a Nysa, y tuvo que hacer oídos sordos a las numerosas críticas que la perseguían. Más doloroso era afrontar la decisión de sacerdotes que, estando en contra suya, le vetaron la recepción de la Eucaristía. Además, el obispo se resistió a darles permiso para crear una comunidad. Ella aceptaba los hechos sabiendo que el sufrimiento acogido con gozo revertía automáticamente en un cúmulo de bendiciones para la Iglesia. Fue su conformidad y el espíritu de humildad y generosidad que se desprendía de su vivencia la que atrajo nuevas vocaciones. El 19 de noviembre de 1850 junto a Francisca retomó su acción caritativa bajo el amparo de santa Isabel de Hungría, cuya festividad se conmemoraba ese día, y a la que expresamente eligieron como su protectora.
En 1859 el prelado de Breslau aprobó esta nueva Asociación de Santa Isabel, y a finales de ese año María Luisa fue elegida superiora general. Al profesar al año siguiente veinticinco religiosas, que ya formaban parte de la Obra, incluyeron el voto de cuidar a los necesitados y enfermos. Ella proporcionó a sus hermanas, cerca de medio millar, formación espiritual e intelectual durante los veintidós años que presidió el Instituto. Éste fue aprobado por León XIII en 1887. María Luisa había muerto el 14 de noviembre de 1872 estimada por su pueblo que cariñosamente y en gesto de gratitud la reconocía como «la samaritana de Silesia» por su forma de ejercitar la caridad con los pobres, y «la querida madre de todos». Es considerada como la más egregia figura de Silesia del siglo XIX. Dejaba fundadas 90 casas. Fue beatificada por Benedicto XVI el 30 de septiembre de 2007.