Tribunas

Pecado. ¿Volvemos a hablar de Pecado?

Ernesto Juliá

 

En un momento de su pontificado, Benedicto XVI recordó a los católicos que había varios temas de los que se hacía muy poca mención en la predicación. Entre otros, mencionaba: el pecado, el infierno, la vida eterna.

En el deseo de acomodar las palabras y la Fe en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre a los gustos más de moda, no era raro que muchos sacerdotes dejaran a un lado cuestiones que podían herir, más o menos, la sensibilidad de los fieles. Y, en vez de subrayar la grandeza de ser cristiano, la belleza de querer vivir como verdaderos hijos de Dios, que eso somos, subrayando la necesidad de llevar la cruz de cada día recordando que en ella ya está injertada la Resurrección, se acomodaban a señalar la necesidad de un cierto cumplimiento de una serie de indicaciones y de normas para mantener, por así decirlo, el “estatuto oficial” de cristianos.

Los Papas no han dejado de hablar de Pecado, y en estos días, Francisco lo ha hecho explícita y claramente. Ha mencionado el Pecado y su gravedad. Recojo, sencillamente, dos frases:

“En Cuaresma contemplamos la Cruz con devoción, para comprender la gravedad del pecado”.

“El pecado es la cosa más fea. El pecado es ofensa a Dios, la bofetada a Dios; decirle a Dios: “tú no me importas”.

¿Por qué puede haber un cierto temor a hablar de Pecado? ¿Para no asustar? ¿Para no alejar de la Iglesia a personas que ya han abandonado el “misterio” de la Fe, y se limitan a llenar los templos en algunas ocasiones?

No hablar de pecado es una traición que los cristianos, que la Iglesia, puede hacer a los hombres. Y en este tiempo de Cuaresma es quizá más necesario que nunca no caer en esa traición. Sencillamente, porque quien no tome conciencia del pecado, quien no pida con humildad perdón al Señor por sus pecados, no podrá nunca engrandecer su corazón para llegar a descubrir el Amor con que el Señor se deja clavar en la Cruz, para liberarnos de nuestros pecados y de la muerte.

Solo quien tiene conciencia del pecado, y ha vivido la alegría de ser perdonado de sus pecados por el mismo Cristo, en la persona del sacerdote, llega a entender el amor escondido en el sacrificio de la Cruz, de la muerte del Señor.

Hablar de pecado es situarnos inmediatamente en relación con un Dios que se ocupa paternalmente de cada una de sus criaturas. Hablar del pecado es recordar al hombre la realidad de que no se “construye a sí mismo”; de que la Creación es un don de Dios.; de que su vida tiene un sentido que el mismo Dios nos ha dado como un verdadero “don divino”.

El pecado, el que acciones del hombre sean pecado y se llamen por su nombre –soberbia, orgullo, lujuria (sexualidad mal vivida), ira, envidia, etc- nos permite darnos cuenta de que si seguimos por esos caminos, nos apartamos de nuestra felicidad, y hacemos mal a los demás, además de la bofetada a Dios que nos recuerda el papa Francisco.  Y, a la vez, cuando pedimos perdón por nuestros pecados nos acogemos a la amorosa Misericordia divina.

Qué esta verdad choca con la sensibilidad –no me atrevo a llamarlo pensamiento- de muchas personas que viven en eso que se ha dado por llamar post-verdad, y que nadie sabe lo que realmente significa; no lo dudo. Pero ¿desde cuándo Cristo clavado en la Cruz ha dejado de ser “escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”?

Sin reconocer sus pecados; sin arrepentirse por haberlos cometido y sin pedir perdón al Señor, el hombre jamás llegará a ser feliz en la tierra y huirá de la felicidad eterna del Cielo; sencillamente, porque ha rechazado la alegría de Dios al perdonar, ha rechazado la Misericordia de Dios, que Cristo nos está manifestando clavado en la Cruz, en espera de la Muerte y de la Resurrección.

 

Ernesto Juliá Díaz

ernesto.julia@gmail.com