Servicio diario - 10 de mayo de 2017


Un video-mensaje del Pontífice antes de su viaje a Fátima: ‘Les entregaré a todos a la Virgen’
Redacción

Audiencia del miércoles: el Papa indica a María como Madre de la esperanza
Sergio Mora

El Papa en la Audiencia: ‘Voy como peregrino a Fátima donde confiaré a María el futuro de la humanidad’
Redacción

Audiencia: Francisco anima a los polacos a defender los valores, siguiendo el ejemplo de san Estanislao
Anne Kurian

El Santo Padre envía un mensaje al CELAM reunido en plenaria
Redacción

Año jubilar de Fátima: el Papa concede indulgencia plenaria
Redacción

San Ignacio de Láconi – 11 de mayo
Isabel Orellana Vilches


 

10 mayo 2017
Redacción

Un video-mensaje del Pontífice antes de su viaje a Fátima: ‘Les entregaré a todos a la Virgen’

Indica que el ramo más bonito de flores que lleva a María son los hombres rescatados por la sangre de Jesús

(ZENIT – Roma) El papa Francisco ha enviado por la tarde de este miércoles, un mensaje vídeo al pueblo portugués, que precede su peregrinación al Santuario Fátima, el viernes 12 y el sábado 13 de mayo, con motivo del centenario del evento sobrenatural.

El texto del mensaje:

¡Querido pueblo portugués! Faltan pocos días para la peregrinación mia y vuestra, para poder estar junto a Nuestra Señora de Fátima, viviéndolos en feliz expectativa de nuestro encuentro en la casa de la Madre. Sé bien que me querrían también en vuestras casas y comunidades, en vuestras aldeas y ciudades: ¡la invitación me llegó, sobra decir que me gustaría aceptarla, pero no me es posible!

Desde ya agradezco la comprensión con que las diversas autoridades acogieron mi decisión de circunscribir la visita a los momentos y actos propios de la peregrinación en el Santuario de Fátima, marcando mi encuentro con todos a los pies de la Virgen Madre.

De hecho, es en las vestiduras de Pastor universal que me presento ante Ella, ofreciéndole el ramo de las más lindas flores que Jesús confió a mis cuidados (Jn 21, 15-17), es decir, los hermanos y hermanas del mundo entero rescatadas por su sangre, sin excluir a nadie.

Como ven, necesito tenerlos conmigo; necesito vuestra unión (física o espiritual, lo importante es que sea de corazón) para mi ramo de flores, mi «rosa de oro». Formando nosotros «un solo corazón y una sola alma» (cf. At 4, 32), les entregaré a todos a la Virgen, pidiéndole para que le diga a cada uno: «Mi Inmaculado Corazón será tu refugio, camino que te conducirá hasta Dios» (Aparición de junio de 1917).

“Con María, peregrino en la esperanza y en la paz”: así dice el lema de esta peregrinación, siendo todo un programa de conversión. Para ese momento bendecido que culmina en este centenario lleno de momentos bendecidos, me alegra saber que se están preparando con intensa oración. Esto ensancha nuestro corazón y lo prepara para recibir los dones de Dios.

Les agradezco las oraciones y sacrificios que diariamente ofrecen por mí y las necesito, pues soy un pecador entre los pecadores, «un hombre de labios impuros, que habita en medio de un pueblo de labios impuros» (Is 6, 5).

La oración ilumina mis ojos para saber mirar a otros como Dios los ve, para amar a otros como Él los ama. En su nombre, vengo con la alegría de compartir con vosotros el Evangelio de la esperanza y de la paz. ¡El Señor los bendiga y la Virgen Madre les proteja! “.

 

10/05/2017-08:35
Sergio Mora

Audiencia del miércoles: el Papa indica a María como Madre de la esperanza

(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 10 Mayo 2017).- El papa Francisco prosiguió este miércoles las catequesis sobre la esperanza, centrándola en la que demostró María. El Santo Padre ingresó en el jeep abierto en la plaza de San Pedro, donde miles de personas le esperaban con las habituales manifestaciones de cariño, agitando banderas, pañuelos y saludándolo en alta voz a su paso.
Por su parte el sucesor de Pedro, hizo detener varias veces el vehículo para bendecir a los más pequeños y ancianos.
En su resumen en español el Pontífice señaló que “en la catequesis de hoy contemplamos a María como Madre de la esperanza. Ella pasó también por momentos muy difíciles. No era fácil responder con un «sí» al anuncio del Ángel y acoger en su seno el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios”.
Y precisó que “después, en el momento crucial de la vida de Jesús, cuando casi todos lo han abandonado, María permaneció junto a la cruz de su Hijo por amor de madre y por fidelidad al plan de Dios”.
“Ella, a pesar de que no siempre comprendía –prosiguió el papa Francisco– todo lo que estaba sucediendo, se nos muestra como una mujer valiente, que no se detiene ante las dificultades. Una mujer que está atenta a la Palabra de Dios y que sabe meditar todo en su corazón”.
“Por último, también la vemos al comienzo de la Iglesia, junto a los discípulos de su Hijo, acompañándolos y animándolos como madre de esperanza. Así nos enseña que en los momentos de dificultad, cuando parece que nada tiene sentido, siempre tenemos que esperar y confiar en Dios” explicó el Pontífice.
El Santo Padre concluyó sus palabras en español saludando con cordialidad “a los peregrinos de lengua española” y recordó que “hoy celebramos la fiesta de san Juan de Ávila, patrono del clero español y maestro de vida espiritual”. Exhortó así a rezar “por todos los sacerdotes, para que sean siempre una imagen transparente de Jesús, Buen Pastor, y la Virgen María los sostenga a lo largo de su vida sacerdotal”.

 

10/05/2017-10:29
Redacción

El Papa en la Audiencia: ‘Voy como peregrino a Fátima donde confiaré a María el futuro de la humanidad’

(ZENIT – Ciudad del Vaticano, 10 mayo 2017).- “El próximo viernes y sábado –Dios mediante– iré como peregrino a Fátima para confiarle a Nuestra Señora el futuro temporal y eterno de la humanidad, y suplicarle que obtenga las bendiciones del Cielo en su camino”.
Lo dijo el papa Francisco este miércoles durante la audiencia general realizada en la
plaza de San Pedro, dirigiéndose a los peregrinos y fieles de idioma portugués, palabras dichas en italiano que fueron traducidas a continuación en dicho idioma.
“Les pido a todos –prosiguió el Pontífice– que me acompañen, como peregrinos de esperanza y de paz: que vuestras manos en oración sigan apoyando a las mias”. Y concluyó deseando “que la mejor de las madres vele por cada uno de ustedes, a lo largo de todos los días hasta la eternidad”.

 

10/05/2017-11:01
Anne Kurian

Audiencia: Francisco anima a los polacos a defender los valores, siguiendo el ejemplo de san Estanislao

(ZENIT – ciudad del Vaticano, 1o May. 2017).- Durante la audiencia general de este miércoles, el papa Francisco animó a los polacos a defender los valores evangélicos, siguiendo el ejemplo de san Estanislao, patrono del país.
Saludando a los polacos presentes en la plaza de San Pedro, el Pontífice ha evocado la fiesta del obispo de Cracovia, martirizado en el año 1079 y celebrado este 8 de mayo. “A imagen del Buen Pastor, defendiendo los valores evangélicos y el orden moral, él sacrificó su vida por sus ovejas y derramó la sangre del martirio”.
“Que su ejemplo –añadió el sucesor de Pedro– nos anime a todos a ser capaces en cualquier circunstancia de la vida, ser fieles a Cristo, a su cruz y al Evangelio”. Y concluyó: “Mientras confío a vuestra oración la ya cercana peregrinación a Fátima, les bendigo de corazón”.
San Estanislao de Cracovia se festeja en el calendario general en el mes de abril, pero el 8 de mayo en Polonia. Pastor infatigable el enfrentó al rey Boleslas II, a quien exhortó a la fidelidad conyugal y al respeto de las mujeres. La obstinación de este rey que no tuvo escrúpulos en confiscar los bienes de la Iglesia, así como su comportamiento inmoral, le valió la excomunión.
Boleslas II, respondió con una condena a muerte del obispo, quien fue asesinado el 11 de abril de 1079 mientras celebraba la misa en la iglesia de San Miguel. Su cuerpo fue descuartizado, pero la población enfurecida echó al monarca del país.

 

10/05/2017-13:32
Redacción

El Santo Padre envía un mensaje al CELAM reunido en plenaria

(ZENIT – Roma, 10 May. 2017).- El santo padre Francisco ha enviado un mensaje para la XXXVI Asamblea General Ordinaria del CELAM, que se está realizando del 9 al 12 de mayo en El Salvador. En la misiva el Pontífice señala que “en la medida en que nos involucremos con la vida de nuestro pueblo fiel y sintamos la profundidad de sus heridas, podremos mirar sin ‘filtros clericales’ el rostro de Cristo, ir a su Evangelio para rezar, pensar, discernir y dejarnos transformar, desde Su rostro, en pastores de esperanza”.
A continuación el texto completo:
Mis hermanos Obispos reunidos en la Asamblea del CELAM Queridos hermanos Quiero acércame a Ustedes en estos días de Asamblea que tiene como mística de fondo la celebración de los 300 años de Nuestra Señora Aparecida. Y, con Ustedes me gustaría poder “visitar” ese Santuario.
Una visita de hijos y de discípulos, visita de hermanos que como Moisés quieren descalzarse en esa tierra santa que sabe albergar el encuentro de Dios con Su pueblo. Así también quisiera que fuese nuestra “visita” a los pies de la Madre, para que ella nos engendre en la esperanza y temple nuestros corazones de hijos. Seria como “volver a casa” para mirar, contemplar pero especialmente para dejarnos mirar y encontrar por Aquel que nos amó primero.
Hace 300 años un grupo de pescadores salió como de costumbre a tirar sus redes “Salieron a ganarse la vida y fueron sorprendidos por un hallazgo que les cambió los pasos: en sus rutinas son encontrados por una pequefla imagen toda recubierta de fango.
Era Nuestra Señora de la Concepción, imagen que durante 15 años permaneció en la
casa de uno de ellos, y allí los pescadores iban a rezar y Ella los ayudaba a crecer en la fe. Aún hoy 300 aflos después, Nuestra Señora Aparecida, nos hace crecer, nos sumerge en un camino discipular. Aparecida es toda ella una escuela de discipulado. Y, al respecto, quisiera señalar tres aspectos. El primero son los pescadores.
No eran muchos, un grupito de hombres que cotidianamente salían a encarar el día y a enfrentar la incertidumbre que el rio les deparaba. Hombres que Vivian con la inseguridad de nunca saber cual seria la “ganancia” del día; incertidumbre nada fácil de gestionar cuando se trata de llevar el alimento a casa y sobre todo cuando en esa casa hay niños que alimentar.
Los pescadores son esos hombres que conocen de primera mano la ambivalencia que se da entre la generosidad del rio y la agresividad de sus desbordes. Hombres acostumbrados a enfrentar inclemencias con la reciedumbre y cierta santa “tozudez” de quienes día a día no dejan – porque no pueden- de tirar las redes.
Esta imagen nos acerca al centro de la vida de tantos hermanos nuestros. Veo rostros de personas que desde muy temprano y hasta bien entrada la noche salen a ganarse la vida. Y lo hacen con la inseguridad de no saber cual será el resultado. Y lo que más duele es ver que – casi de ordinario – salen a enfrentar la inclemencia generada por uno de los pecados más graves que azota hoy a nuestro Continente: la corrupción, esa corrupción que arrasa con vidas sumergiéndolas en la más extrema pobreza.
Corrupción que destruye poblaciones enteras sometiéndolas a la precariedad. Corrupción que, como un cáncer, va carcomiendo la vida cotidiana de nuestro pueblo. Y ahí están tantos hermanos nuestros que, de manera admirable, salen a pelear y a enfrentar los “desbordes” de muchos... de muchos que no necesitan salir.
El segundo aspecto es la Madre. María conoce de primera mano la vida de sus hijos. En criollo me atrevo a decir: es madraza. Una madre que está atenta y acompafla la vida de los suyos. Va a donde no se la espera.
En el relato de Aparecida la encontramos en medio del rio rodeada de fango. Ahí espera a sus hijos, ahí está con sus hijos en medio de sus luchas y búsquedas. No tiene miedo de sumergirse con 2 ellos en los avatares de la historia y, si es necesario, ensuciarse para renovar la esperanza.
María aparece allí donde los pescadores tiran las redes, allí donde esos hombres intentan ganarse la vida. Ahí está ella. Por último, el encuentro. Las redes no se llenaron de peces sino de una presencia que les llenó la vida y les dió la certeza de que en sus intentos, en sus luchas, no estaban solos. Era el encuentro de esos hombres con María. Luego de limpiarla y restaurarla la llevaron a una casa donde permaneció un buen tiempo.
Ese hogar, esa casa, fue el lugar donde los pescadores de la región iban al encuentro de la Aparecida. Y esa presencia se hizo comunidad, Iglesia. Las redes no se llenaron de peces, se transformaron en comunidad.
En Aparecida, encontramos la dinámica del Pueblo creyente que se confiesa pecador y salvado, un pueblo recio y tozudo, consciente de que sus redes, su vida, está llena de una presencia que lo alienta a no perder la esperanza; una presencia que se esconde en lo cotidiano del hogar y de las familias, en esos silenciosos espacios en los que el Espíritu Santo sigue apuntalando a nuestro Continente.
Todo esto nos presenta un hermoso icono que a nosotros, pastores, se nos invita a contemplar. Vinimos como hijos y como discípulos a escuchar y aprender que es lo que hoy, 300 años después, este acontecimiento nos sigue diciendo. Aparecida (ya sea aquella aparición como hoy la experiencia de la Conferencia) no nos trae recetas sino claves, criterios, pequeñas grandes certezas para iluminar y, sobre todo, “encender” el deseo de quitarnos todo ropaje innecesario y volver a las raíces, a lo esencial, a la actitud que plantó la fe en los comienzos de la Iglesia y después hizo de nuestro Continente la tierra de la esperanza. Aparecida tan solo quiere renovar nuestra esperanza en medio de tantas “inclemencias”.
La primera invitación que este icono nos hace como pastores es aprender a mirar al Pueblo de Dios. Aprender a escucharlo y a conocerlo , a darle su importancia y lugar. No de manera conceptual u organizativa, nominal o funcional. Si bien es cierto que hoy en día hay una mayor participación de fieles laicos, muchas veces los hemos limitado solo al compromiso intraeclesial sin un claro estimulo para que permeen, con la fuerza del evangelio, los ambientes sociales, políticos, económicos, universitarios.
Aprender a escuchar al Pueblo de Dios significa descalzarnos de nuestros prejuicios y racionalismos, de nuestros esquemas funcionalistas para conocer cómo el Espíritu actúa en el corazón de tantos hombres y mujeres que con gran reciedumbre no dejan de tirar las redes y pelean por hacer creíble el evangelio, para conocer como el Espíritu sigue moviendo la fe de nuestra gente; esa fe que no sabe tanto de ganancias y de éxitos pastorales sino de firme esperanza.
!Cuánto tenemos aprender de la fe de nuestra gente! La fe de madres y abuelas que no tienen miedo a ensuciarse para sacar a sus hijos adelante. Saben que el mundo que les toca vivir está plagado de injusticias, por doquier ven y experimentan la carencia y la fragilidad de una sociedad que se fragmenta cada día más, donde la impunidad de la corrupción sigue cobrándose vidas y desestabilizando las ciudades. No solo lo saben... lo viven.
Y ellas son el claro ejemplo de la segunda realidad que como pastores somos invitados a asumir: no tengamos miedo de ensuciarnos por nuestra gente. No tengamos miedo del fango de la historia con tal de rescatar y renovar la esperanza. Sólo pesca aquél que no tiene miedo de arriesgar y comprometerse por los suyos. Y esto no nace de la heroicidad o del carácter kamikaze de algunos, ni es una inspiración individual de alguien que se quiera inmolar.
Toda la comunidad creyente es la que va en búsqueda de Su Señor, porque sólo saliendo y dejando las seguridades (que tantas veces son ‘mundanas”) es como la Iglesia se centra. sólo dejando de ser auto-referencial somos capaces de re-centrarnos en Aquél que es fuente de Vida y Plenitud.
Para poder vivir con esperanza es crucial 3 que nos re-centremos en Jesucristo que ya habita en el centro de nuestra cultura y viene a nosotros siempre nuevo. El es el centro. Esta certeza e invitación nos ayuda a nosotros, pastores, a centrarnos en Cristo y en su Pueblo. Ellos no son antagónicos. Contemplar a Cristo en su pueblo es aprender a descentrarnos de nosotros mismos, para centrarnos en el único Pastor.
Re-centrarnos con Cristo en su Pueblo es tener el coraje de ir hacia las periferias del presente y del futuro confiados en la esperanza de que el Señor sigue presente y Su presencia será fuente de Vida abundante.
. De aquí vendrá la creatividad y la fuerza para llegar a donde se gestan los nuevos paradigmas que están pautando la vida de nuestros países y poder alcanzar, con la Palabra de Jesús, los núcleos más hondos del alma de las ciudades donde, cada día más, crece la experiencia de no sentirse ciudadanos sino más bien ‘ciudadanos a medias’ o ‘sobrantes urbanos’. (Cfr. EG 74).
Es cierto, no lo podemos negar, la realidad se nos presenta cada vez más complicada y desconcertante, pero se nos pide vivirla como discípulos del Maestro sin permitirnos ser observadores asépticos e imparciales, sino hombres y mujeres apasionados por el Reino, deseosos de impregnar las estructuras de la sociedad con la Vida y el Amor que hemos conocido. Y esto no como colonizadores o dominadores, sino compartiendo el buen olor de Cristo y que sea ese olor el que siga transformando vidas. Vuelvo a reiterarles, como hermano, lo que escribía en Evangelii Gaudium (49):
‘prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘¡Dadles vosotros de comer!’ (Mc 6,37)’.
Esto ayudará a revelar la dimensión misericordiosa de la maternidad de la Iglesia que, al ejemplo de Aparecida, está entre los “ríos y el fango de la historia” acompañando y alentando la esperanza para que cada persona, allí donde está, pueda sentirse en casa, puede sentirse hijo amado, buscado y esperado. Esta mirada, este diálogo con el Pueblo fiel de Dios, ofrece al pastor dos actitudes muy lindas a cultivar: coraje para anunciar el evangelio y aguante para sobrellevar las dificultades y los sinsabores que la misma predicación provoca. En la medida en que nos involucremos con la vida de nuestro pueblo fiel y sintamos el hondón de sus heridas, podremos mirar sin “filtros clericales” el rostro de Cristo, ir a su Evangelio para rezar, pensar, discernir y dejarnos transformar, desde Su rostro, en pastores de esperanza. Que María, Nuestra Señora Aparecida, nos siga llevando a su Hijo para que nuestros pueblos en Él, tengan vida... y en abundancia. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mi. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente. Vaticano, 8 de mayo de 2017 . Francisco

 

10/05/2017-06:30
Redacción

Año jubilar de Fátima: el Papa concede indulgencia plenaria

(ZENIT – Roma).- El santuario de Fátima anunció la concesión de una indulgencia plenaria por mandato del papa Francisco, durante este año jubilar que inició el 27 de noviembre de 2016 y concluirá el 26 de noviembre de 2017.
Durante este Año Jubilar, la indulgencia será concedida:
A los fieles que visiten en peregrinación el Santuario de Fátima y participen devotamente de alguna celebración o oración en honor de la Virgen María, recen la oración del Padre Nuestro, reciten el Símbolo de la Fe (Credo) e invoquen a Nuestra Señora de Fátima;
A los fieles que visiten devotamente una imagen de la Virgen de Fátima expuesta a la veneración en iglesias, capillas o lugares adecuados en los días del aniversario de las Apariciones (día 13 de cada mes, de mayo a octubre de 2017), participen en celebraciones o oraciones en honor de la Virgen María, recen la oración del Padre Nuestro, reciten el Símbolo de la Fe (credo) e invoquen a Nuestra Señora de Fátima;
– a los fieles que por razón de edad, enfermedad o graves motivos no puedan moverse, estén arrepentidos de sus pecados y tengan la firme intención de poner en práctica, tan pronto como sea posible, las tres condiciones indicadas ante una pequeña imagen de la Virgen de Fátima; Y en los días de las Apariciones, se unan espiritualmente a las celebraciones jubilares, ofreciendo con confianza a Dios misericordioso, por medio de María, sus oraciones, sufrimientos y dificultades.
Para obtener la indulgencia plenaria, los fieles sinceramente arrepentidos y animados por la caridad deben cumplir las siguientes condiciones: confesión sacramental, comunión eucarística y oraciones por las intenciones del Papa.

Documento del santuario

 

10/05/2017-04:15
Isabel Orellana Vilches

San Ignacio de Láconi – 11 de mayo

(ZENIT – Madrid).- Este humilde lego, que fue un dechado de virtudes, nació en Láconi, Cerdeña, el 18 de diciembre de 1701. Era el segundo de nueve hermanos. Crecieron en un hogar falto de recursos materiales, pero de gran riqueza espiritual. En el bautismo le impusieron tres nombres: Francisco, Ignacio y Vicente, prevaleciendo en su familia éste último. Del cielo llovieron a través de él tal cúmulo de gracias que, como han dicho algunos de sus biógrafos, se convirtieron también en su martirio en vida, y «estorbo» tras su muerte para el reconocimiento de su santidad. Su madre, devotísima de san Francisco, le narraba su biografía y milagros, y Vicente se entusiasmó con él, haciendo sus pinitos para imitarle. Una vez más, las enseñanzas maternas eran vía segura para alentar el camino de una gran vocación. Este hijo que la escuchaba embelesado poniendo de manifiesto la sensibilidad y ternura por lo divino no dejaba a nadie indiferente. Llamaba la atención no solo de su familia sino también del vecindario. Le conocían entrañablemente como «il santarello» (el santito). Esta aureola de virtud le acompañaría el resto de su vida. Su padre era labrador y pastor, y él siguió sus pasos. La oración y el ayuno que realizaba eran tan intensos que su organismo decayó y saltaron las alarmas en su entorno porque era de constitución débil y enfermiza.
Al inicio de su juventud barajó la opción de la vida religiosa, pero estaba indeciso y dejó aparcada la idea. Sin embargo, a los 17 años se le presentó una grave enfermedad, que casi le cuesta la vida, y prometió a Dios que si sanaba ingresaría en la Orden capuchina. Recobró la salud, y durante dos años relegó al olvido su promesa. Hasta que un día se encabritó su caballo, y alzó la voz desencajado pidiendo a Dios socorro, al tiempo que renovaba el compromiso que le hizo, que esta vez fue definitivo. Tenía 20 años y un aspecto tan deteriorado que el provincial no quiso admitirle pensando que no soportaría la dureza de la vida conventual. Vicente no se desanimó. Por mediación de sus padres obtuvo la recomendación del marqués de Láconi, y en 1721 se integró en la comunidad de San Benito, de Cagliari, cumpliéndose su anhelo.
El noviciado requería temple, ciertamente. Pero él ya sabía lo que era el ayuno y la penitencia. Ahora bien, tomó con tanto brío las mortificaciones que estuvo a punto de caer desfallecido. No había medido adecuadamente sus fuerzas y acudió a María:
«Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Ella le acogió y le instó a seguir
adelante con renovado ímpetu: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El hecho fue que en sesenta años de consagración no volvió a experimentar tal fatiga. Emitió los votos en 1722 y siguió progresando en el amor a base de oración continua, silencio y vivencia de las virtudes evangélicas. En su día a día no hubo hechos extraordinarios, pero se distinguió por su heroicidad en la perfección buscando la unión con Dios. Vivía maravillosamente la pobreza. Tan desasido estaba de todo que hasta le delataba el penoso estado del hábito y de sus maltrechas sandalias que le provocaban sangrantes heridas en los talones.
Pasó por varios conventos y al final fue trasladado al de Buoncammino, en Cagliari. Había sido antes cocinero, y en este último destino comenzó trabajando en el telar, hasta que los superiores le encomendaron la labor de limosnero, recolector de alimentos y proveedor de las necesidades materiales de la comunidad. La gente le estimaba porque veían en él al verdadero discípulo de Cristo. Se mezclaba con los que estaban en las tabernas y plazas del puerto movido por el afán de socorrer a los pobres, y ayudar a tantos pecadores que se convirtieron con su ejemplo. Era paciente, agradecido, amable; poseía las cualidades del buen limosnero. Con su prudencia conquistó el alma de un rico usurero y prestamista que se sorprendió de que nunca le pidiese nada, pasando reiteradamente por alto ante su puerta. Un día, cuando el santo acudió a casa del comerciante, como le indicaron sus superiores, recogió un
cargamento de bienes que por el camino se convirtieron en una masa sanguinolenta. Al llegar al convento, dijo: «Vea, reverendo padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas...».
Extendiéndose el prodigio por la ciudad, el especulador se arrepintió de su avaricia, se desprendió de sus bienes y no comerció más con los ajenos.
Ignacio intentaba ocultar las gracias que Dios le otorgaba con estratagemas que, seguramente, dieron lugar a que muchos le consideraran una especie de mago. A veces, recurriendo incluso a remedios naturales hacía creer que las curaciones milagrosas eran en realidad fruto de las últimas fórmulas de la medicina. En medio de los hechos sobrenaturales que se le atribuyen, su vida, como la de todos los santos, estuvo amasada de íntimas renuncias; por su conducta cotidiana fue reconocido como hombre de Dios. Los ciudadanos de Cagliari lo denominaron «el padre santo», un calificativo atestiguado por contemporáneos suyos. José Fues, pastor protestante que residía en la isla, en una misiva enviada a un amigo germano le decía: «Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas».
En 1779 perdió la vista y llenó su quehacer con la oración. Supo de antemano la hora de su deceso, lo cual le permitió dispensar a los religiosos de su presencia ante su lecho, rogándoles que fuesen a Vísperas. Falleció a los 80 años el 11 de mayo de 1781 con fama de santidad entre las gentes que le habían aclamado por sus numerosas virtudes. Los prodigios, que tan bien conocían, se multiplicaron tras su muerte. Pío XII lo beatificó el 16 de junio de 1940, y lo canonizó el 21 de octubre de 1951.
Este humilde lego, que fue un dechado de virtudes, nació en Láconi, Cerdeña, el 18 de diciembre de 1701. Era el segundo de nueve hermanos. Crecieron en un hogar falto de recursos materiales, pero de gran riqueza espiritual. En el bautismo le impusieron tres nombres: Francisco, Ignacio y Vicente, prevaleciendo en su familia éste último. Del cielo llovieron a través de él tal cúmulo de gracias que, como han dicho algunos de sus biógrafos, se convirtieron también en su martirio en vida, y «estorbo» tras su muerte para el reconocimiento de su santidad. Su madre, devotísima de san Francisco, le narraba su biografía y milagros, y Vicente se entusiasmó con él, haciendo sus pinitos para imitarle. Una vez más, las enseñanzas maternas eran vía segura para alentar el camino de una gran vocación. Este hijo que la escuchaba embelesado poniendo de manifiesto la sensibilidad y ternura por lo divino no dejaba a nadie indiferente. Llamaba la atención no solo de su familia sino también del vecindario. Le conocían entrañablemente como «il santarello» (el santito). Esta aureola de virtud le acompañaría el resto de su vida. Su padre era labrador y pastor, y él siguió sus pasos. La oración y el ayuno que realizaba eran tan intensos que su organismo decayó y saltaron las alarmas en su entorno porque era de constitución débil y enfermiza.
Al inicio de su juventud barajó la opción de la vida religiosa, pero estaba indeciso y dejó aparcada la idea. Sin embargo, a los 17 años se le presentó una grave enfermedad, que casi le cuesta la vida, y prometió a Dios que si sanaba ingresaría en la Orden capuchina. Recobró la salud, y durante dos años relegó al olvido su promesa. Hasta que un día se encabritó su caballo, y alzó la voz desencajado pidiendo a Dios socorro, al tiempo que renovaba el compromiso que le hizo, que esta vez fue definitivo. Tenía 20 años y un aspecto tan deteriorado que el provincial no quiso admitirle pensando que no soportaría la dureza de la vida conventual. Vicente no se desanimó. Por mediación de sus padres obtuvo la recomendación del marqués de Láconi, y en 1721 se integró en la comunidad de San Benito, de Cagliari, cumpliéndose su anhelo.
El noviciado requería temple, ciertamente. Pero él ya sabía lo que era el ayuno y la penitencia. Ahora bien, tomó con tanto brío las mortificaciones que estuvo a punto de caer desfallecido. No había medido adecuadamente sus fuerzas y acudió a María: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». Ella le acogió y le instó a seguir adelante con renovado ímpetu: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El hecho fue que en sesenta años de consagración no volvió a experimentar tal fatiga. Emitió los votos en 1722 y siguió progresando en el amor a base de oración continua, silencio y vivencia de las virtudes evangélicas. En su día a día no hubo hechos extraordinarios, pero se distinguió por su heroicidad en la perfección buscando la unión con Dios. Vivía maravillosamente la pobreza. Tan desasido estaba de todo que hasta le delataba el penoso estado del hábito y de sus maltrechas sandalias que le provocaban sangrantes heridas en los talones.
Pasó por varios conventos y al final fue trasladado al de Buoncammino, en Cagliari. Había sido antes cocinero, y en este último destino comenzó trabajando en el telar, hasta que los superiores le encomendaron la labor de limosnero, recolector de alimentos y proveedor de las necesidades materiales de la comunidad. La gente le estimaba porque veían en él al verdadero discípulo de Cristo. Se mezclaba con los que estaban en las tabernas y plazas del puerto movido por el afán de socorrer a los pobres, y ayudar a tantos pecadores que se convirtieron con su ejemplo. Era paciente, agradecido, amable; poseía las cualidades del buen limosnero. Con su prudencia conquistó el alma de un rico usurero y prestamista que se sorprendió de que nunca le pidiese nada, pasando reiteradamente por alto ante su puerta. Un día, cuando el santo acudió a casa del comerciante, como le indicaron sus superiores, recogió un cargamento de bienes que por el camino se convirtieron en una masa sanguinolenta. Al llegar al convento, dijo: «Vea, reverendo padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas...».
Extendiéndose el prodigio por la ciudad, el especulador se arrepintió de su avaricia, se desprendió de sus bienes y no comerció más con los ajenos.
Ignacio intentaba ocultar las gracias que Dios le otorgaba con estratagemas que, seguramente, dieron lugar a que muchos le consideraran una especie de mago. A veces, recurriendo incluso a remedios naturales hacía creer que las curaciones milagrosas eran en realidad fruto de las últimas fórmulas de la medicina. En medio de los hechos sobrenaturales que se le atribuyen, su vida, como la de todos los santos, estuvo amasada de íntimas renuncias; por su conducta cotidiana fue reconocido como hombre de Dios. Los ciudadanos de Cagliari lo denominaron «el padre santo», un calificativo atestiguado por contemporáneos suyos. José Fues, pastor protestante que residía en la isla, en una misiva enviada a un amigo germano le decía: «Vemos todos los días dar vueltas por la ciudad pidiendo limosna un santo viviente, el cual es un hermano laico capuchino que se ha ganado con sus milagros la veneración de sus compatriotas».
En 1779 perdió la vista y llenó su quehacer con la oración. Supo de antemano la hora de su deceso, lo cual le permitió dispensar a los religiosos de su presencia ante su lecho, rogándoles que fuesen a Vísperas. Falleció a los 80 años el 11 de mayo de 1781 con fama de santidad entre las gentes que le habían aclamado por sus numerosas virtudes. Los prodigios, que tan bien conocían, se multiplicaron tras su muerte. Pío XII lo beatificó el 16 de junio de 1940, y lo canonizó el 21 de octubre de 1951.