Tribunas

La intolerancia laicista como amenaza para el pacto educativo en España

Salvador Bernal

 

Existe un agresivo laicismo latino, como se sabe. No se trata sólo de un explicable anticlericalismo, sino de auténtica obsesión contra las convicciones católicas. Más bien minoritario, resulta demasiado intolerante cuando alcanza alguna cuota de poder. Se proyecta de modo particular en el sistema educativo, a diferencia de lo que ocurre en tantos países de Europa.

No es necesario mencionar la tradición británica, el auténtico igualitarismo de Bélgica y Holanda, y la más reciente apertura a la iniciativa social en Suecia. Basta pensar en Francia, una república constitucionalmente laica, que tiene en su haber una ley de separación entre Iglesia y Estado, que ha resistido el paso del tiempo desde su promulgación en 1905.

Sin embargo, en 1959 se promulgó la ley Debré, que introdujo los contratos de asociación –equivalente a los conciertos educativos españoles-, para ofrecer una ayuda decisiva a centros privados, con más de cinco años de existencia: la exigencia de cumplir los programas generales, dentro de un Estado netamente centralista, no deroga el respeto de las convicciones ideológicas de los promotores. Alcanza de hecho al 20% de alumnos no universitarios y, en su inmensa mayoría, se trata de centros católicos. La ley se ha mantenido vigente a lo largo de los años, a pesar de la alternancia en el poder de partidos de diferente signo político.

Por esto, traigo hoy a estas páginas un suceso relativamente reciente: la intervención del portavoz de una combativa asociación laicista en la subcomisión del Congreso de los Diputados sobre el pacto educativo. No he seguido con detalle los trabajos de los parlamentarios, pero me permito señalar que el artículo 27 de la Constitución, si se lee con detenimiento –aunque no se acepte la historia de su redacción- establece con claridad las bases de ese gran acuerdo.

Se ignoraba de hecho en la intervención que comento, porque no se acepta por quien propone un modelo de enseñanza único, público, democrático, inclusivo y laico. Además, y a pesar de que los datos estadísticos, no avalan esa opinión, consideraba que quienes ganan espacios de poder, dentro del actual sistema, son la Iglesia católica y el empresariado privado. La realidad es que, a pesar de los conciertos –establecidos de acuerdo con un proyecto de ley enviado a las Cortes generales por un gobierno del PSOE-, se ha ido reduciendo cuantitativamente la proporción de centros privados en el conjunto de la enseñanza española.

No se puede negar a estas alturas el derecho de los padres a elegir la educación que desean para sus hijos, invocando convenios internacionales y sentencias del Tribunal del Consejo de Europa en Estrasburgo, con interpretaciones sesgadas, que omiten lo fundamental de los tratados y de las decisiones jurisdiccionales. Al final, la crítica del adoctrinamiento convierte al Estado en el gran maestro de doctrina y moral, camino del gran inquisidor

Algo de esto se refleja en la información de El País sobre una sentencia del Tribunal Supremo contra las decisiones adoptadas por la Junta de Andalucía en materia de conciertos educativos. El periódico -fue en su día diario de referencia-, se hace portavoz de los argumentos del recurso perdedor, no de los fundamentos jurídicos de dos sentencias aprobadas por todos los magistrados de la Sala, excepto uno o dos (por razones jurídicas formales, no en cuanto al fondo).

No se trata en modo alguno de una cuestión confesional. En mi caso, además, saben bien mis amigos que no soy partidario de los conciertos, a pesar de las ventajas que puedan tener a corto plazo. A largo término, consolidan la pasividad de la sociedad civil, diluyen la responsabilidad personal de los ciudadanos y amenazan la inspiración propia de los centros, como se ha visto en Francia.

Respecto de los centros cristianos, no me parece que la seguridad financiera sea buen criterio apostólico; al menos, así lo entiendo, reflexionando también sobre grandes enfoques del pontificado del papa Francisco. En todo caso, como en tantas otras cuestiones prácticas, la unidad de los católicos no se confunde con la uniformidad, menos aún si se aborda desde los derechos de los fieles en materia de información y opinión.