Tribunas

El Misterio de Cristo Resucitado, en Jerusalén

Ernesto Juliá

 

La presencia de Cristo en Jerusalén será siempre un misterio. Un misterio que jamás podremos penetrar y descifrar del todo; y la razón es sencilla.

“Tanto amó Dios el mundo, que le dio su Hijo Unigénito”. La presencia en la tierra de Dios hecho hombre solo se puede comprender plenamente desde el Amor del mismo Dios. Y  el hombre, en su vida terrena, no tiene capacidad para penetrar en toda su profundidad la realidad del Amor de Dios, de la Gloria de Dios, de la Grandeza de Dios.

Y, sin embargo.

Kimberly Hahn, teóloga, comentó: “Cuando entras en la Basílica de Belén y ves la estrella de oro de la capilla en el lugar donde nació Jesús, tu primera impresión es: ¡Esto es demasiado!. Después, te das cuenta de que el Señor del universo se ha hecho hombre y ha nacido aquí...Si se pudiese tapizar el suelo con diamantes, tampoco sería suficiente”. Y es verdad.

Pero el Señor se preocupa poco del oro y de los diamantes que los hombres le podamos ofrecer; lo que anhela es que lleguemos un día a darnos cuenta del Amor que nos tiene; y que mueve su corazón a palpitar por cada uno de nosotros. Y al percibir algo de ese Amor,  reconozcamos nuestro pecado, pidamos perdón, y así lleguemos a abrir nuestra mente y nuestro corazón al gozo de la Vida Eterna.  ¿Qué hace para conseguirlo?

“Cuando sea elevado a lo alto, todo lo atraeré hacía Mi”. Hablaba de su crucifixión. El creyente sabe que sólo en la Cruz de Cristo comienza a vislumbrar el Amor que Dios le tiene; y la Esperanza empieza a echar hondas raíces en su espíritu.

La Cruz, el sufrimiento, esconde una gran parte del ”misterio” del amor de Dios, de su Resurrección; y cuando el hombre lo descubre, y se hace cargo de esa realidad, su corazón, y con su corazón su mente, se mueven hacia ese Cristo que palpita en los rincones -sin oro, sin diamantes- de Jerusalén, en los que manifiesta su sufrimiento, su Amor por los hombres, por sus criaturas, y les da Esperanza de Resucitar. 

En Jerusalén el Señor se acerca tanto a cada uno, que casi es necesario arrancarse los ojos, para no verlo, para no caminar con Él. Es como en el tiempo que pasó en la tierra entre la Resurrección y su Ascensión al Cielo: se presentaba a los Apóstoles cuando menos lo esperaban; los sorprendía siempre, y les daba Paz. Y continúa así susurrando su presencia. Y aquí en Jerusalén, Jesús sorprende siempre, y en silencio.

El camino que Jesucristo descendió desde el Cenáculo al Huerto de los Olivos puede ser el mismo que después subió descalzo, preso y maniatado  en medio del griterío de los soldados que lo acompañaron. Ese camino sigue ahí.   Es un sendero empedrado que, dejado atrás el Huerto de los Olivos, sube empinado hasta la casa de Caifás. El camino al aire libre se conserva tal cual hace veinte siglos, con las mismas piedras de entonces. Un guardián barre las piedras escalonadas todos los días.

El terreno está dentro del recinto de la iglesia de San Pedro in Gallicantu (Canto del Gallo), retando el paso de los años. Las piedras del camino conducían a la casa de Caifás, donde Cristo comenzó a vivir su pasión; el desprecio de los hombres.

Dentro de la casa, en lo más hondo de las construcciones, una fosa con el suelo de piedra y de apenas unos diez-doce metros cuadrados de superficie y cuatro metros de altura, iluminada apenas por un ventanuco. Esa fosa sirvió de prisión al Señor del Universo, al que muerto, Resucitó. En las entrañas de la tierra, abandonado de todos, el Hijo de Dios hecho hombre pasó la noche del primer  jueves santo, después de  las burlas recibidas, después de haber sido escupido e insultado, y antes de vivir la parodia de Pilatos.

Solo, en medio de la noche, redimiendo los pecados del mundo. Cuando yo llegue allí una mujer estaba llorando sentada en un rincón del suelo; dos hombres postrados besaban el pavimento. El resto de grupo del que formaban parte abandonaba el lugar rezando en silencio. Yo también me arrodillé, y besé el suelo.

El Señor sabe que hay muchos hombres hoy que se obstinan en borrar de su corazón y de su mente el recuerdo de la Resurrección. Quieren convertir lo que hayan oído de la vida de un tal Jesús, en el simple recuerdo del paso de un “fantasma” por la tierra.

Cristo no quiere imponerles su presencia.  No hace nada extraordinario para que se convenzan de su ceguera. Vive con ellos, con nosotros, el camino de Emaus. Él sabe que es inútil el intento de esos hombres de borrar la luz de Cristo Resucitado; y conoce también el mal que se hacen a ellos mismos. Y para que puedan un día descubrir esa luz se ha metido de tal manera en la historia de los hombres, que ha mantenido bien visibles, después de tantas guerras y de tantas destrucciones,  los cuatro lugares más sagrados de su paso por la tierra, aparte del de su nacimiento en Belén: el Calvario, el Sepulcro, la Agonía del Huerto de los Olivos, la fosa de su prisión.

Y vive el camino de Emaus, llevando la Cruz por las calles de Jerusalén, para que toda la Iglesia tome conciencia de que Él no la abandonará nunca, por mucho que los hombres nos obstinemos en hacerla naufragar. Una Cruz, una prisión, unos sufrimientos para que descubramos su Amor y  creamos en su Resurrección. Es el resurgir de la Fe y de la Esperanza en su Iglesia.

Y es así como aquella mujer, aquellos hombres que besaban el suelo de la fosa, descubren el amor de Cristo y le ruegan:  “¡Quédate  con nosotros, Señor!”.

 

Ernesto Juliá Díaz

ernesto.julia@gmail.com