Tribunas

Tres silencios en medio de tanto ruido

 

Salgo unas semanas fuera de Madrid, a una zona tranquila de Galicia: no sé cómo estará en tecnologías de la información, y si podré seguir preparando mis colaboraciones. En todo caso, primará la desconexión digital, como se dice ahora, pues buena parte del descanso es gozar de la lectura y de paseos tranquilos que invitan a la reflexión personal y, sobre todo, a escuchar sin prisa a los demás.

 

Salvador Bernal


 

 

Me permito, pues, elogiar un tiempo de silencio, lejos de esos ruidos, no necesariamente físicos, tan presentes en las grandes ciudades y en la cultura dominante en esta época. Ciertamente, no todo silencio es motivo de elogio o de gozo personal, comenzando por los posibles silencios de Dios. Parecen propios de la civilización contemporánea. Pero enseguida viene a la mente la incrédula reacción de Voltaire ante el terremoto de Lisboa de 1755. O la más reciente de Hans Jonas, a propósito de la Shoah, en su breve ensayo sobre El concepto de Dios después de Auschwitz. O la de tantos, incapaces de comprender la existencia de una divinidad que autoriza el mal absoluto, o el sufrimiento de los inocentes, especialmente de los niños.

Ese silencio de Dios recorre ya las páginas del Antiguo Testamento, de modo particular en libros sapienciales, como el de Job y tantos salmos... Así, en el 83 (82) 2, como ausencia de esperanza en la dificultad: “¡Dios mío! No estés callado, no guardes silencio, no te quedes quieto”. O en el 109 (108), 1-3, como contraste ante el bullicio de los enemigos: “Dios de mi alabanza, no guardes silencio, que una boca impía, una boca dolosa se ha abierto contra mí; con lengua mentirosa hablan de mí. Me cercan con palabras de odio, me combaten sin razón”.

Por su parte, Yahvé cuenta con la reflexión silenciosa del creyente, que acabará cuajando en palabras de entusiasmo, según expresa el salmista: “reflexionad en vuestros corazones, sobre vuestros lechos, en silencio” (S 4, 5). Hasta que el alma rompe a cantar: “Guardé silencio, callé sin provecho; y se recrudeció mi dolor.  Mi corazón ardía dentro de mí; en mi meditación se encendía el fuego, hasta que desaté mi lengua (39 (38) 3-4).

El Dios todopoderoso exige silencio para que el pueblo de Israel pueda escuchar su voz. En ocasiones, el relato del hagiógrafo alcanza singular belleza, como en aquel pasaje del Libro de la Sabiduría, que se incorporará a la celebración litúrgica de la Navidad: “Cuando un sereno silencio lo envolvía todo y la noche estaba a la mitad de su curso,  tu omnipotente Palabra desde el Cielo, desde los tronos reales, como guerrero implacable, se lanzó sobre aquella tierra desolada, llevando la espada afilada de tu orden terminante” (Sb 18, 14-15).

No faltan ciertamente pasajes de máxima violencia en el Antiguo Testamento. Pero se impone hoy otro silencio desde la fe religiosa: la necesidad de que callen las armas, en época con esa guerra mundial “a trozos”, según la expresión del papa Francisco. No dejan de reflejar hipocresía las reuniones de las grandes potencias para impulsar la paz en las diversas regiones, cuando no mueven un dedo para limitar drásticamente la producción de armamentos, comprados por las partes en conflicto... Sancionan la política nuclear de Irán o Corea del norte, pero comercian con las armas que matan en Sudán, África central, Siria o Iraq.

En fin, a modo de tercer silencio, el corazón humano debería acallar sus resentimientos, origen de tantos conflictos familiares y sociales. Hace meses me referí al libro del cardenal Robert Sarah: el silencio no es simplemente ausencia de ruido, o un vaciamiento como el propuesto por espiritualidades asiáticas. Invita a callar y a controlar las sensaciones o la imaginación, para permitir que Dios se haga presente en el alma e ilumine también las relaciones con los demás. De acuerdo con la doctrina evangélica –acentuada por san Juan- la caridad suma amor a Dios y al prójimo. Lo señaló el papa Francisco de modo claro y exigente en una de sus homilías en santa Marta el pasado febrero: “la destrucción de las familias y de los pueblos comienza a partir de los pequeños celos y envidias, por lo que es necesario detener al inicio los resentimientos que suprimen la hermandad”.

En todo caso, la introspección no llevará a la autosuficiencia ni a la afirmación del yo. Más bien al reconocimiento de limitaciones, a la desconfianza en uno mismo, a la prevención contra tanto prejuicio y estereotipo. Será, en fin, como escribió Delclaux, un silencio creador.