Tribunas

La indiferencia ante viejas y nuevas formas de pobreza

 

Salvador Bernal


 

 

Se acaba de celebrar por vez primera en la historia de la Iglesia una jornada mundial de los pobres. Ese evento ha servido para acentuar y actualizar la acción asistencial de los creyentes, tan antigua como las colectas de san Pablo para la iglesia de Jerusalén, o el motivo relatado en los Hechos de los Apóstoles para instituir los primeros diáconos. Lo recordó el papa al lanzar esta Jornada: “Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres”.

Me ha intrigado siempre una frase de Jesús en la escena de aquella mujer –relatada, con variantes, en los cuatro Evangelios- que, en casa de Simón el leproso, rompió un frasco de alabastro y derramó sobre el Señor un carísimo perfume de nardo puro. Algunos se escandalizan de la magnanimidad de esa persona invocando las necesidades de los pobres. Cristo da la vuelta al argumento con el conocido “a los pobres los tendréis siempre con vosotros”; eso sí, “podéis hacerles bien cuando queráis”. Imagino que se trata de la clásica hipérbole semítica que en modo alguno justifica –como muestra la historia- pasividades ante las carencias ajenas.

Muchas veces, en mis andanzas por tierras de Castilla, he recordado esos pasajes al observar tantas aldeas con casas de adobes –los pueblos rojos en la serranía de Ayllón- y techos de toscas pizarras –los pueblos negros de Guadalajara al pie del Ocejón-, en contraste con las torres de los templos en el lugar preferente.

La doctrina cristiana no es dialéctica ni alternativa: pide generosidad en el culto y misericordia con los pobres. Pero la realidad es que –a pesar de los famosos objetivos del milenio aprobados en Doha a comienzos de siglo-, queda mucho por lograr en la lucha para superar endémicos umbrales de miseria.

En fechas recientes se han difundido noticias diversas sobre problemas en el mundo, incluido el manifiesto de miles de científicos a favor del planeta pero en contra de su población... Las dificultades son más graves en el Tercer Mundo –siempre en primer plano el África subsahariana-, pero no faltan en nuestra civilización desarrollada.

Me pareció interesante el resumen del informe anual de Secours catholique (SOS), que realiza en Francia acciones más o menos equivalentes a las de Caritas. Tuvo lógicamente muchísimo menos eco que los Paradise Papers que salieron por esos días. Denuncia el acostumbramiento del gobierno y de la sociedad ante la pobreza en ese país. Recuerda el término aporobia, acuñado por Adela Cortina, en el sentido de fobia o rechazo al pobre: en Francia, el 13’9% de la población; la situación no se agrava, pero tampoco mejora para nueve millones de personas que, según las estadísticas oficiales, viven por debajo del umbral (menos de 1015 euros al mes), y alcanza a cerca de tres millones de niños. No todos requieren ayuda de SOS, que atendió el año pasado a 1,5 millones: la media de ingresos, 548 euros. Crece, hasta el 40%, la proporción de extranjeros, así como la de las familias monoparentales.

Otra noticia dura, ésta procedente del Frankfurter Allgemeine Zeitung: cerca de 850.000 personas no tienen domicilio fijo –modo piadoso de referirse a los sin techo- en las ciudades de Alemania, locomotora de Europa. La cifra refleja un aumento del 150% respecto de 2014. Las previsiones para finales de 2018 resultan sombrías: 1,2 millones. Entre las causas, el aumento de emigrantes y refugiados (prácticamente la mitad), la subida de alquileres y la falta de alojamientos baratos para personas que viven solas.

Sin ofrecer datos estadísticos, como es natural, el papa Francisco se ha referido en infinidad de ocasiones al problema, patente en las grandes ciudades: basta dar una vuelta a ciertas horas del día por Madrid –sin salir del centro o del castizo barrio de Chamberí- para comprobar la amplitud del trabajo de los voluntarios en los comedores de caridad... El Estado del bienestar no llega a todo, y muchas privaciones afectan de veras a la dignidad de la persona.

Se puede releer con provecho, aun a toro pasado, el mensaje del papa para esta primera jornada mundial de los pobres. Y leer su glosa a la parábola de los talentos en la homilía del pasado domingo. Citaré sólo un párrafo: “La omisión es también el mayor pecado contra los pobres. Aquí adopta un nombre preciso: indiferencia. Es decir: ‘No es algo que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad’. Es mirar a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada. Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el bien”.