Servicio diario - 01 de enero de 2018


 

Año nuevo: “El hombre no está solo, nunca más huérfano”
Raquel Anillo

51ª Jornada Mundial de la Paz: Migrantes y refugiados, en busca de la paz
Rosa Die Alcolea

Ángelus: María intercede entre Jesús y los hombres
Raquel Anillo

Beata María Anna Blondin, 2 de enero
Isabel Orellana Vilches


 

 

01/01/2018-10:53
Raquel Anillo

Año nuevo: "El hombre no está solo, nunca más huérfano"

(ZENIT — 1 enero 2018).- "En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino también como nosotros. Este es el milagro, la novedad: el hombre no está solo; nunca más huérfano, es hijo por siempre". Es lo que ha subrayado el Papa Francisco en la celebración de la misa en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, octava de Navidad, y primer día del año 2018, este primero de enero de 2018.

En su homilía, en la Basílica de San Pedro, el Papa ha afirmado que desde la Encarnación, "servir a la vida humana es servir a Dios; y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana, la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.

Este lunes marca también la 51a Jornada sobre el tema "Migrantes y refugiados en busca de la paz".

A.K

 

Homilía del Papa Francisco

El año se abre en el nombre de la Madre. Madre de Dios es el título más importante de la Virgen. Pero nos podemos plantear una cuestión: ¿Por qué decimos Madre de Dios y no Madre de Jesús? Algunos en el pasado pidieron limitarse a esto, pero la Iglesia afirmó: María es Madre de Dios. Tenemos que dar gracias porque estas palabras contienen una verdad espléndida sobre Dios y sobre nosotros. Y es que, desde que el Señor se encarnó en María, y por siempre, nuestra humanidad está indefectiblemente unida a él. Ya no existe Dios sin el hombre: la carne que Jesús tomó de su Madre es suya también ahora y lo será para siempre. Decir Madre de Dios nos recuerda esto: Dios se ha hecho cercano con la humanidad como un niño a su madre que lo lleva en el seno.

La palabra madre (meter) hace referencia también a la palabra materia. En su Madre, el Dios del cielo, el Dios infinito se ha hecho pequeño, se ha hecho materia, para estar no solamente con nosotros, sino también para ser como nosotros. He aquí el milagro, la novedad: el hombre ya no está solo; ya no es huérfano, sino que es hijo para siempre. El año se abre con esta novedad. Y nosotros la proclamamos diciendo: ¡Madre de Dios! Es el gozo de saber que nuestra soledad ha sido derrotada. Es la belleza de sabernos hijos amados, de conocer que no nos podrán quitar jamás esta infancia nuestra. Es reconocerse en el Dios frágil y niño que está en los brazos de su Madre y ver que para el Señor la humanidad es preciosa y sagrada. Por lo tanto, servir a la vida humana es servir a Dios, y que toda vida, desde la que está en el seno de la madre hasta que es anciana, la que sufre y está enferma, también la que es incómoda y hasta repugnante, debe ser acogida, amada y ayudada.

Dejémonos ahora guiar por el Evangelio de hoy. Sobre la Madre de Dios se dice una sola frase: «Guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Guardaba. Simplemente guardaba. María no habla: el Evangelio no nos menciona ni tan siquiera una sola palabra suya en todo el relato de la Navidad. También en esto la Madre está unida al Hijo: Jesús es infante, es decir «sin palabra». Él, el Verbo, la Palabra de Dios que «muchas veces y en diversos modos en los tiempos antiguos había hablado» (Hb 1,1), ahora, en la «plenitud de los tiempos» (Ga 4,4), está mudo. El Dios ante el cual se guarda silencio es un niño que no habla. Su majestad está sin palabras, su misterio de amor se revela en la pequeñez. Esta pequeñez silenciosa es el lenguaje de su realeza. La Madre se asocia a su Hijo y lo guarda en silencio.

Y el silencio nos dice que también nosotros, si queremos guardarnos, tenemos necesidad de silencio. Tenemos necesidad de permanecer en silencio mirando el pesebre. Porque delante del pesebre nos descubrimos amados, saboreamos el sentido genuino de la vida. Y contemplando en silencio, dejamos que Jesús nos hable al corazón: que su pequeñez desarme nuestra soberbia, que su pobreza desconcierte nuestra fastuosidad, que su ternura sacuda nuestro corazón insensible.

Reservar cada día un momento de silencio con Dios es guardar nuestra alma; es guardar nuestra libertad frente a las banalidades corrosivas del consumo y la ruidosa confusión de la publicidad, frente a la abundancia de palabras vacías y las olas impetuosas de las murmuraciones y quejas.

El Evangelio sigue diciendo que María guardaba todas estas cosas, y las meditaba. ¿Cuáles eran estas cosas? Eran gozos y dolores: por una parte, el nacimiento de Jesús, el amor de José, la visita de los pastores, aquella noche luminosa. Pero por otra parte: el futuro incierto, la falta de un hogar, «porque para ellos no había sitio en la posada» (Lc 2,7), la desolación del rechazo, la desilusión de ver nacer a Jesús en un establo.

Esperanzas y angustias, luz y tiniebla: todas estas cosas poblaban el corazón de María. Y ella, ¿qué hizo? Las meditaba, es decir las repasaba con Dios en su corazón. No se guardó nada para sí misma, no ocultó nada en la soledad ni lo ahogó en la amargura, sino que todo lo llevó a Dios. Así se guardaba. Confiando se guardaba: no dejando que la vida caiga presa del miedo, del desconsuelo o de la superstición, no cerrándose o tratando de olvidar, sino haciendo de toda ocasión un diálogo con Dios. Y Dios que se preocupa de nosotros, viene a habitar nuestras vidas.

Este es el secreto de la Madre de Dios: guardar en el silencio y llevar a Dios. Y como concluye el Evangelio, todo esto sucedía en su corazón. El corazón invita a mirar al centro de la persona, de los afectos, de la vida. También nosotros, cristianos en camino, al inicio del año sentimos la necesidad de volver a comenzar desde el centro, de dejar atrás los fardos del pasado y de empezar de nuevo desde lo que importa. Aquí está hoy, frente a nosotros, el punto de partida: la Madre de Dios. Porque María es exactamente como Dios quiere que seamos nosotros, como quiere que sea su Iglesia: Madre tierna, humilde, pobre de cosas y rica de amor, libre del pecado, unida a Jesús, que guarda a Dios en su corazón y al prójimo en su vida. Para recomenzar, contemplemos a la Madre. En su corazón palpita el corazón de la Iglesia. La fiesta de hoy nos dice que para ir hacia delante es necesario volver de nuevo al pesebre, a la Madre que lleva en sus brazos a Dios.

La devoción a María no es una cortesía espiritual, es una exigencia de la vida cristiana. Contemplando a la Madre nos sentimos animados a soltar tantos pesos inútiles y a encontrar lo que verdaderamente cuenta. El don de la Madre, el don de toda madre y de toda mujer es muy valioso para la Iglesia, que es madre y mujer. Y mientras el hombre frecuentemente abstrae, afirma e impone ideas; la mujer, la madre, sabe guardar, unir en el corazón, vivificar. Para que la fe no se reduzca sólo a una idea o doctrina, todos necesitamos de un corazón de madre, que sepa guardar la ternura de Dios y escuchar los latidos del hombre. Que la Madre, que es el sello especial de Dios sobre la
humanidad, guarde este año y traiga la paz de su Hijo al corazón de todos los hombres y al mundo entero.

Y como niños, os invito a saludarla hoy, como los fieles de Éfeso....digamos tres veces "Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios".

© Librería editorial del Vaticano

 

 

01/01/2018-11:50
Rosa Die Alcolea

51' Jornada Mundial de la Paz: Migrantes y refugiados, en busca de la paz

(ZENIT — 24 Nov. 2017).- "La paz es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia", escribe el Papa Francisco.

Mensaje del Santo Padre para la 51a Jornada Mundial de la Paz, que se celebra hoy, 1 de enero de 2018, sobre el tema "Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz".

El Papa recuerda en este mensaje a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados: "Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental".

El Papa recalca las palabras de Benedicto XVI: "Tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia".

Para ello, el Papa propone cuatro "piedras angulares" para la acción: Acoger, proteger, promover e integrar.

A continuación, pueden leer el texto completo del Mensaje del Papa Francisco para la 51a Jornada Mundial de la Paz.

RD

 

Mensaje del Papa Francisco

1. Un deseo de paz

Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad, es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz». Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.

Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.

Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu». Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir.

 

2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?

Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, "limpiezas étnicas"», que habían marcado el siglo )0(. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales.

Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la "desesperación" de un futuro imposible de construir». Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si', «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental».

La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta.

En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano.

Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz.

 

3. Una mirada contemplativa

La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir». Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella.

Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»; en otras palabras, realizando la promesa de la paz.

Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.

Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad», es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.

Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.

 

4. Cuatro piedras angulares para la acción


Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar.

«Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles».

«Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda».

«Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto».

Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios».

 

5. Una propuesta para dos Pactos internacionales

Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.

El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.

La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades.

 

6. Por nuestra casa común

Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el "sueño" de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en "casa común"». A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable.

Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz».

Vaticano, 13 de noviembre de 2017
Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes

FRANCISCO

© Librería Editorial Vaticano

 

 

01/01/2018-12:14
Raquel Anillo

Ángelus: María intercede entre Jesús y los hombres

(ZENIT — 1 enero 2018).- "Como madre, María tiene una función muy especial, explica el Papa Francisco para la Solemnidad de Santa María Madre de Dios: que surge de su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de sus privaciones, su indigencia y el sufrimiento. Ella intercede, consciente de que como madre puede, o mejor dicho, debe hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente de los más débiles y necesitados. "

El primer día del año 2018, este 1 de enero, el Papa presidió la oración del Ángelus, desde una ventana del Palacio Apostólico con vistas a la Plaza de San Pedro. Ha enfatizado que "la Virgen nos hace comprender cómo debe ser acogido el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el corazón. Nos dice la verdadera manera de recibir el don de Dios: de guardarlo en el corazón y meditarlo.

Esta es nuestra traducción de las palabras pronunciadas por el Papa antes de la oración mariana.

A.K

 

Palabras del Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!

En la primera página del calendario del Año Nuevo que el Señor nos da, la Iglesia pone, como una magnífica iluminación, la solemnidad litúrgica de Santa María Madre de Dios. En este primer día del año del calendario, fijemos nuestra mirada en ella, para reanudar, bajo su protección materna, el camino a lo largo de los senderos del tiempo.

El Evangelio de hoy (cf Lc 2,16-21) nos lleva de vuelta al establo de Belén. Los pastores llegan a toda prisa y encuentran a María, José y al Niño; e informan del anuncio que los ángeles les han dado, es decir, que este recién nacido es el Salvador. Todos están asombrados, mientras que "María, sin embargo, retiene todos estos acontecimientos y los medita en su corazón" (v. 19). La Virgen nos hace comprender cómo acoger el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el corazón. Nos dice la verdadera manera de recibir el don de Dios: guardarlo en el corazón y meditarlo. Es una invitación dirigida a cada uno de nosotros para orar contemplando y saboreando el regalo que es el mismo Jesús.

Es a través de María que el Hijo de Dios asume la corporalidad. Pero la maternidad de María no se reduce a esto: gracias a su fe, ella es también la primera discípula de Jesús y esto "dilata" su maternidad. Será la fe de María la que provocará en Caná la primera "señal" milagrosa que ayude a despertar la fe de los discípulos. Con la misma fe, María está presente al pie de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y finalmente, después de la Resurrección, se convierte en madre orante de la Iglesia sobre la cual el Espíritu Santo desciende con poder, en Pentecostés.

Como madre, María tiene una función muy especial: se encuentra entre su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de sus privaciones, sus indignidades y sus sufrimientos. Ella intercede, consciente de que como madre puede, o mejor dicho, debe hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente los más débiles y necesitados. Es a estas personas qué está dedicado el tema del Día Mundial de la Paz que celebramos hoy: "Migrantes y refugiados: hombres y mujeres en busca de paz". Este es el lema del día. Deseo, una vez más, hacerme voz de nuestros hermanos y hermanas que invocan para su futuro un horizonte de paz. Para esta paz, que es derecho para todos, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas en un viaje que en la mayoría de los casos es largo y peligroso a afrontar penalidades y sufrimientos (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2018, 1).

No extingamos las esperanzas en sus corazones; ¡no ahoguemos sus expectativas de paz! Es importante que en todas las instituciones civiles, realidades educativas, de asistencia y eclesiales, haya un compromiso para asegurar a los refugiados, a los migrantes, a todos, un futuro de paz. Que el Señor nos conceda trabajar generosamente en este nuevo año para lograr un mundo más unido y acogedor.

Os invito a orar por esto, mientras que os confío a María, Madre de Dios y madre nuestra, el año 2018 recién comenzado. Los antiguos monjes decían que en tiempos de turbulencias espirituales, uno tenía que refugiarse bajo el manto de María ...: "Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No rechaces nuestras oraciones y nuestras necesidades, sino sálvanos de todo peligro, Virgen gloriosa y bendita".

© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo

 

 

01/01/2018-08:00
Isabel Orellana Vilches

Beata María Anna Blondin, 2 de enero

«Esta fundadora de las Hermanas de Santa Ana fue hartamente incomprendida en su labor apostólica por miembros de la Iglesia. Acogió los contratiempos de forma tan heroica que bien puede considerársela una mártir del silencio»

Hoy día de san Basilio Magno y de san Gregorio Nacianzeno, celebramos la vida de Maria Esther Blondin Soureau que nació el 18 de abril de 1809 en Terrebonne, Québec, Canadá. Sus padres eran unos humildes agricultores, sin formación alguna, que sacaron adelante a sus doce hijos; ella fue la tercera y llegó a la edad adulta siendo iletrada como sus progenitores. Sin embargo, ante esta deficiencia que cerraba las puertas a quienes se hallaban en su situación, reaccionó positiva y activamente poniendo todo de su parte para erradicar esa exclusión que padecían tantas personas de su época sumidas en la ignorancia, como ella.

A los 20 años consiguió empleo para servicio doméstico de una familia, labor que realizó después con las religiosas de la Congregación de Notre-Dame. Fue una ocasión de oro, que no desaprovechó, para aprender a leer y escribir, como era su deseo. Yendo más lejos, se integró con la comunidad pero al caer enferma no pudo concluir su noviciado y dejó la Congregación, aunque poco tiempo después respondió a la invitación de otra antigua novicia que regentaba una escuela y solicitaba su ayuda. A partir de entonces se aplicó a los estudios con tanto afán que ella misma llegaría a asumir la dirección del centro. Después, sensibilizada por las carencias educativas que percibía en su entorno, en 1850 puso en marcha la Congregación de las Hermanas de Santa Ana y tomó el nombre de Marie Anna. Valiente y audaz, en el centro comenzó a dar clases simultáneamente a niños y niñas sin recursos reunidos en el mismo aula, decisión pionera esta educación mixta que no convenció a todos. Frente a las críticas, su fortaleza espiritual, emanada de la oración, era su más preciado tesoro: «Yo rezo después de largo tiempo y siento que es la oración sola que ha podido darme la fuerza de presentarme aquí hoy día».

La amargura llegó a su vida después de establecerse en Saint-Jacques-de-l'Achigan (actual Saint-Jacques-de-Montcalm) para dar acogida a la numerosa comunidad que se había acrecentado. Los contratiempos surgidos con el capellán del convento, padre Maréchal, fueron los causantes de su renuncia como superiora que se produjo a demanda del prelado Bourget. Pero el empecinamiento del joven sacerdote la perseguía, y de nuevo fue apartada de la dirección del pensionado de Sainte-Geneviéve, misión que ostentó después de su cese como responsable de la comunidad.

En Saint Jacques, la fundadora fue sacristana y realizó las humildes tareas que iban encomendándole para dar respuesta puntual a las necesidades que se producían. No ocultó su situación que expuso en una carta a monseñor Bourget en 1859: «

El año pasado, como su Grandeza lo sabe, yo no tuve ninguna función en los oficios, yo permanecí reducida a cero durante todo ese tiempo; este año fui suficientemente digna de confianza para que se me confiaran dos de ellos, dándoseme como ayuda a aquellas que habían trabajado en esos dos oficios el año pasado. Estos oficios son la sacristía de la parroquia y el guardarropa».

En esas condiciones, oculta y menospreciada, vivió durante tres décadas hasta que llegó su muerte. Humilde y paciente, supo vivir una heroica caridad. Cuando se le negó mantener correspondencia con el prelado acogió la indicación con visible espíritu de obediencia, llena de fortaleza. Sabía que estaba en manos de Dios. Fue una «mártir del silencio», título que su biógrafo, el padre Eugéne Nadeau, dio al relato de su vida en 1956. Había abanderado un ambicioso y fecundo movimiento de solidaridad ejercido a través de la educación para devolver la dignidad a los excluidos por razones culturales y sociales. Ayudó a viudas, campesinos, los huérfanos supervivientes del tifus, los abandonados, etc., y puso a su alcance las herramientas para su formación. De ese modo ejercía su caridad con ellos, encarnaba la obra de misericordia: «enseñar al que no sabe». «Yo rezo después de largo tiempo y siento que es la oración sola que ha podido darme la fuerza de presentarme aquí hoy día», manifestaba. Lo confió todo a la divina Providencia y extrajo su fortaleza de la Eucaristía. Murió perdonando al padre Maréchal el 2 de enero de 1890, en Lachine, Canadá, cuando su Instituto estaba ya extendido a varios países americanos y había 428 religiosas dedicadas a la formación de los niños. Fue beatificada por Juan Pablo II el 29 de abril de 2001.