Tribunas

Una carta de “vida nueva”

 

 

Ernesto Juliá


 

 

En realidad, la “vida nueva” puede comenzar cada día, cada hora, cada instante. El dicho popular de “año nuevo, vida nueva”, encierra sin embargo esa ilusión de todo ser humano de renovar la esperanza, de no dar todo por perdido, de volver a revivir lo que algún día nos llenó de nueva luz: saber que el amanecer nunca falta a la cita.

El “año nuevo”, tan vinculado al Nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos invita siempre a no desesperar, a mirar el amor de Dios que nos abre las puertas de la vida eterna. Dios nunca falta a la cita; Dios que en el Niño Jesús se hace el encontradizo con quienes le buscan.

Una vez más, en estos días, el Señor se ha hecho vivo en algo muy sencillo. Ordenando papeles –rompiendo muchos- he vuelto a ver la copia de una carta que hace años, en unos días como estos, me enseñó un padre, entre conmovido, sereno y apenado profundamente. No había podido acompañar a su hijo en su agonía, ni darle cristiana sepultura. No sabía en qué país se había muerto. Al darme la copia de la carta me pidió oraciones por el eterno descanso de su hijo de 23 años.

La carta habla por sí sola:

“Necesito escribirte estas líneas, papa, porque serán las primeras palabras que recibirás de mí después de tantos años, y las últimas que os hablarán de mí en este mundo. Siento mucho lo que te voy a decir; pero me doy cuenta de que es la hora de que conozcas la verdad de todo lo que me ha sucedido desde que os abandoné, cuando tenía 17 años, hasta hoy, recién cumplidos los 23. No os he visto en todo este tiempo, y he cortado toda relación con vosotros. Todas vuestras pesquisas para encontrarme fueron inútiles: huí de vosotros, consciente de que no podía soportar la mirada amorosa de mamá y tuya.

¿Qué me pasó?

El “tóxico” me mató.  Conocí a mi “asesino” a los 16 años. Un ciudadano elegantemente vestido, buen hablador, que me invitó a probar la droga. Yo le rechacé varios días; pero él seguía esperándome un día y otro a la salida del Instituto. Algunos de mis amigos probaron. El individuo aguijoneó mi orgullo diciéndome que yo no era hombre, y al fin probé.  No necesito decir nada más. Ingresé en el mundo de las drogas.

Al comienzo tenía tonturas, después devaneos y enseguida oscuridad.  Ya no hacía nada sin que el tóxico estuviera presente. Después venía la falta de aire, las alucinaciones, el miedo, y enseguida la euforia intensa. Me sentía más que las otras personas. Y la droga, mi inseparable amiga, me sonreía, me sonreía… Y os abandoné.

Papa, cuando uno comienza encuentra todo ridículo y muy divertido. Hasta encontraba ridículo a Dios. Y hoy, en la cama de un hospital, solo conmigo mismo, reconozco que Dios es lo más importante de todo el mundo y que sin su ayuda, yo no estaría escribiendo esta carta y me hubiera pegado un tiro hace meses.

Papa, sólo tengo 23 años, pero ya sé que no me queda la mínima posibilidad de seguir viviendo. Es ya tarde para mí, pero además de pediros perdón a mamá y a ti, quiero hacerte una última petición. Enséñales esta carta a tus amigos que tengan hijos de mi edad; y que ellos la enseñen a sus hijos. Diles que en cada puerta de cada escuela, de cada Instituto, en cada curso de la universidad, en cualquier lugar, hay siempre un hombre elegantemente vestido y hablador que quiere animarles a “ser hombres”, que quiere mostrarles el “tóxico”, su futuro “asesino” y destructor de sus vidas, que los llevará a la locura, a la muerte, como ha hecho conmigo.

Haz esto, papá, antes de que sea tarde para ellos, y perdóname, por lo que os hecho sufrir con mis locuras. Dile a mamá que el Padrenuestro y el Avemaría que me enseñó de pequeño, me están acompañando durante todo el día, en esta sala de un hospital africano. Un sacerdote me ha confesado, y me ha dado la unción de los enfermos hace unos días. Lloré con mucha paz. Perdonadme de nuevo. Adiós”.

 

Ernesto Juliá Díaz

ernesto.julia@gmail.com