Homo Gaudens

 

Buscadores de la verdad

 

 

26/02/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

De entre las incontables líneas divisorias que pueden partir en dos a la totalidad de los hombres que vivimos en este mundo, hay una línea de un enorme valor que merece ser destacada y que le dediquemos alguna atención. Es la línea que separa a los que buscan la verdad de los que se niegan a hacerlo, una línea permanente que recorre la historia de la humanidad desde sus orígenes hasta ahora y la parte en dos bloques irreconciliables y enfrentados. Como criterio de separación de unos hombres respecto de otros, la línea es válida por varios motivos en los que no podemos detenernos ahora; baste con señalar que la verdad es lo que nos hace libres y la libertad es la vocación común de todos los hombres.

La línea es inamovible, como inamovible es la verdad, porque no la hemos dibujado ninguno de nosotros ni depende de nosotros, sino que viene trazada por la realidad misma, o, si se prefiere, dicho con un lenguaje un poco más académico, por la verdad ontológica de las cosas. La línea es inamovible, ciertamente, pero los dos bandos que separa no lo son porque los hombres sí somos mudables. Hay muchos que deciden cambiar de bando y hay muchos otros (creo que podría decirse que todos) que, a pesar de haber hecho una opción definitiva por cualquiera de los dos bloques, y estando decididos a mantenernos en esa opción, de vez en cuando saltamos la raya para hacer una escapada al territorio de enfrente.

Junto a esta hay muchas, muchísimas otras divisiones con las que nos manejamos a diario (pobres y ricos, sanos y enfermos, creyentes y ateos, analfabetos e ilustrados, activos y pasivos, libres y esclavizados, etc., etc., etc.). Por otra parte, las posibles divisiones no son solo, ni siempre, dicotómicas, separándonos unos a otros en dos grandes bloques, sino en varios. Piénsese, por ejemplo, en los grupos que vienen determinados por razas, por continentes, profesiones, nacionalidad, religión, etc. La multiplicidad de divisiones no tiene límites, y, de hecho, para cada persona se extiende hasta hacer coexistir dos mundos extremadamente desiguales: los demás y yo. Ahora bien, tal profusión de líneas divisorias no anula ni resta contundencia a la que se acaba de señalar, esta que hace que podamos entender a los humanos en dos grandes bandos: los buscadores de “la” verdad y los que no tienen ningún interés en ella. Los primeros están es búsqueda permanente, los segundos no. A estos últimos, cuando buscan, si es que buscan, les basta con “su” verdad, que con frecuencia viene a ser bastante inconsistente.

Quiénes y cuántos están en cada bloque en cada momento, en cada toma de postura o en cada decisión es un misterio del que no podemos dar cuenta. Solo Dios sabe. Lo que sí podemos hacer es explicar los rasgos de esta clasificación binaria. Aquí nos vamos a ceñir a tres:

  1. Su universalidad. Allá donde hay un grupo o comunidad humana, da igual en torno a qué se haya constituido, allí encontraremos unos hombres que buscan la verdad con limpieza y otros que no (estos últimos, bien porque no la buscan, bien porque no la buscan con limpieza, sino por otros motivos, generalmente por intereses espurios, para servirse de ella). Esto hace que esta división sea compatible con cualquier otra clasificación de los hombres. En toda institución, en todo grupo social, grande o pequeño, en toda familia, en todo partido político… esa línea está trazada, y en todos se encuentran hombres que voluntariamente se sitúan a cada uno de los lados de la línea. Valga como ejemplo eximio el primer Colegio Apostólico formado por los doce elegidos por Jesucristo.
  2. El segundo es la hostilidad abierta y declarada por parte de quienes se oponen a la verdad contra los devotos y partidarios de esa misma verdad. No hay neutralidad posible en las relaciones entre ambos bandos ni se puede aspirar a conciliación de ningún tipo, ni la hostilidad conoce treguas o períodos de descanso.
  3. El tercer rasgo es la desigualdad que viene dada, al menos, por tres causas:

La primera es que aquellos que no tienen ningún interés por la verdad juegan con ventaja. Son más astutos y van por delante. Siempre por delante. Lideran los movimientos sociales, llevan la iniciativa, se apoderan del lenguaje, de la moda, de las vanguardias, de la comunicación, de cualquier ámbito que les sea útil para estorbar a la verdad. Están siempre en candelero, se hacen notar más, ocupan y controlan los espacios de atención, comunican mejor, se les oye y se les ve más. Saben despertar el interés de las masas y hacerse con él, y tienen una especial habilidad para adueñarse de las situaciones en las que sacar partido.

La segunda causa está en que además de ser menos sagaces, los buscadores no tienen asegurada la virtud por el hecho de estar en búsqueda permanente. Es verdad que ser buscador de la verdad es un timbre de honestidad intelectual y moral, pero no inmuniza contra errores, carencias y defectos. El solo hecho de estar en búsqueda ya da al buscador una notable altura moral, pero no es garantía de nada; ni de que no va a caer en contradicciones, ni de que va a estar libre de vicios, ni tampoco de que no se va a pasar al otro bando en cualquier momento. En el ejemplo del colegio apostólico antes referido, llama la atención que la ruptura del grupo de los Doce no se consumó hasta unas horas antes del desenlace final. Es seguro que la división de los corazones (Judas por un lado, los demás por otro) había comenzado tiempo atrás, pero no deja de sorprender que el traidor esperara justo hasta al momento final para separarse del grupo, sobre todo teniendo en cuenta que no era el primero en marcharse, pues muchos otros discípulos lo habían precedido, tiempo atrás, en abandonar el seguimiento del Maestro (puede verse en Jn 6, 66 y siguientes).

La tercera de las causas por la cual estas dos partes están desequilibradas radica en que al buscador no le valen verdades parciales, sino la verdad completa. Padece una especie de sed de totalidad que le mantiene en búsqueda permanente, mientras que a los que militan en el bando de los no buscadores, se satisfacen con medias verdades y en muchas ocasiones les resulta suficiente con porciones de verdad, a veces grandes, a veces minúsculas. Es corriente comprobar que en ocasiones no necesitan más verdad que unas cuantas esquirlas para trenzar sus relatos o para argumentar y justificar sus posturas.

Traigamos ahora estas breves reflexiones al momento presente y al mundo en que nos ha tocado vivir. Supongamos que tú lector estás del lado de los buscadores. Si los tres rasgos que se acaban de señalar son ciertos, no te será difícil comprobar en tus propias carnes que has caído del lado de los perdedores. Y podrás constatar, quizá con cierta desazón, que allá donde te encuentres, tú junto con los que piensan como tú y te acompañan en la búsqueda de la verdad, vais a rebufo de los que más pitan. Os llevan la delantera, les sonríe el éxito y cuando tienen que solventar dificultades, suelen salir airosos. Parece como si todo se pusiera de su lado, os sacan ventaja y encima os condicionan con etiquetas como las siguientes: antiguo, casposo, intolerante, fanático, facha, racista, machista, etc. A estas, que son tradicionales, se han incorporado hace poco tiempo, otras derivadas de fobia, como homófobo y tránsfobo.

Quieren haceros creer que estáis tan acabados como la verdad que decís buscar y saborean como triunfos ver que muchas veces lo consiguen con las personas faltas de raíces. Quieren convenceros de que el país de la verdad se ha quedado sin pobladores por la aplastante razón de que la verdad no existe, y, por tanto, su búsqueda es una quimera. ¿Cómo se puede vivir en el presente persiguiendo algo que el pasado se ha encargado de enterrar? En el tiempo actual acaba de inaugurarse una nueva era -así lo dicen-, la era de la postverdad, de la verdad líquida. Siendo así, ¿cómo edificar algo sólido sobre una materia líquida? Es más, aunque se pudiera, ¿para qué? ¿De qué le vale al hombre de hoy buscar lo que nadie busca? Ha llegado el tiempo -aseguran- en que todo el mundo vive fuera de la verdad y parece que vive muy bien.

¿La verdad -se os espeta-, qué verdad? Tú tendrás la tuya que no tiene nada que ver con la mía. ¿O me vas a imponer lo que tú dices que es verdad?

Este es el panorama. Aquí andamos -déjame que me incluya en vuestro grupo- tú, lector y yo con nuestros compañeros de viaje, un poco -o un mucho- perdidos en medio de un mundo que nos resulta ya cansino, en el que se nos hace cada vez más fatigoso movernos, viendo cómo los no buscadores avanzan a zancadas, a favor del viento, mientras que a los buscadores nos cuesta trabajo no ya avanzar sino mantenernos en nuestra búsqueda. Un mundo que ni nos entiende ni quiere entendernos. Y aquí estamos, preguntándonos qué se puede hacer, si es que se puede hacer algo más que quedarnos recluidos en la burbuja de nuestras convicciones personales. En un mundo así no cabe el optimismo, ni confianza en nuestros líderes, ni siquiera en los esquemas sociales, políticos y económicos que nos hemos dado a nosotros mismos. (Ese es el problema radical y prístino, que nos servimos de esquemas y criterios que nos hemos dado a nosotros mismos, en vez de hacerlo con los que el cielo nos ha dispensado a través de la naturaleza y de la Revelación). Decía que nos hemos quedado sin confianza. ¿Cómo vamos a tenerla, si con esos esquemas y con esos rectores hemos dado a luz este mundo enemigo de la verdad que tanto buscamos? En un mundo así no hay sitio para el optimismo, pero sí cabe la esperanza. (Remito al lector interesado al artículo “Contra pesimismo, esperanza” de este mismo blog).

¿Qué podemos hacer? En mi opinión las posibilidades no son pocas. Voy a intentar señalar algunas que resumo en un lema inicial:

  1. Los convencidos no cambian de bando. Solo es aceptable el cambio si uno deja de estar convencido. No podemos dejar de buscar la verdad, aunque se nos vaya en ello la vida entera; mejor dicho, se nos debe ir en ello toda la vida, merece mucho la pena. La búsqueda de la verdad se acaba con la muerte. Hasta entonces no hay descanso.
  2. La verdad se descubre, no se inventa. Eso significa que es patrimonio del hombre, y, por tanto, de todos los hombres. Todos los hombres tienen derecho a conocerla y a disfrutar de ella. Cuando se la encuentra, nadie está autorizado a retenerla ni a apropiársela, al contrario, tenemos la obligación moral de comunicarla.
  3. Todo hombre se define por lo que es y por lo que hace, no por lo que se dice de él. No podemos entrar en el juego de quienes quieren definirnos a base de etiquetas. Nuestra identidad consiste en ser quienes somos, no lo que otros dicen que somos, por mucho predicamento que tengan quienes nos descalifican o nos pudieran aplaudir, que no es el caso. Esas etiquetas despectivas con las que se nos moteja no nos definen. No podemos aceptarlas, pero tampoco debemos emplear demasiadas energías en desmentirlas. Habrá ocasiones en que estemos obligados a hacerlo porque haya que salvar un bien mayor, propio o ajeno, pero no podemos entrar en su juego.
  4. El buscador de la verdad solo discute con sus compañeros de viaje, es decir, con otros buscadores. No se nos puede ir el tiempo (o sea, la vida) tratando de razonar con quien no quiere hacerlo, con quien no muestra voluntad de búsqueda, ni con aquel a quien solo le mueve el interés de llevar el agua a su molino, para lo cual no repara en usar buenas o malas artes. A quienes no buscan la verdad, la razón no les sirve porque la razón es una de las grandes herramientas que se nos han dado para la consecución de la verdad. El diálogo es un recurso excelente para que los hombres podamos entendernos, llegar a puntos de comunión y aunar fuerzas, pero el diálogo (dia-logo) solo es posible si previamente hay logos, es decir, razón y palabra. A quienes no buscan la verdad no les sirve ni siquiera la evidencia, cuanto más la razón. En este momento cultural en el que nos encontramos no solo razonamos poco y mal, sino que se niegan las evidencias. Con quien niega la evidencia no hay encuentro posible.
  5. La verdad encontrada ha de ser proclamada. Entiéndase, la verdad necesaria, la que hace bien, la que aporta luz, la que elimina errores y disipa dudas.
  6. La verdad desnuda puede hacer mucho daño. No buscamos la verdad a cualquier precio, sino solo al servicio del bien, la verdad que construye. La verdad que buscamos no es arma para herir, sino luz para ver.
  7. En la búsqueda de la verdad no hay atajos. No vale cualquier medio para cualquier fin, por bueno que parezca. No se pueden sustituir los hechos por opiniones, la ley natural por el albedrío, la virtud por el consenso. No se puede canjear la libertad por el silencio, ni pretender la paz a costa de la dignidad.
  8. La verdad compromete. No se puede encontrar la verdad y vivir como si no se hubiera encontrado. Aquí puede surgir la pregunta de qué sentido tiene seguir buscando cuando ya se la ha encontrado. Tiene todo el sentido, porque la verdad es inagotable, como fuente que mana sin cesar, por eso hay que seguir buscando mientras se la encuentra. (En relación con esta última afirmación, véase Is 55, 6 y ss.).
  9. A los no buscadores no nos pueden marcar el camino los no buscadores. En ocasiones habrá que denunciar mentiras y contestar falsedades, pero no podemos andar el camino pisando sus mismas huellas.
  10. La verdad es Jesucristo. La verdad no es una idea, ni una cosa, sino una persona ¡y persona divina!: Jesús de Nazaret, el Dios hecho hombre. El único hombre que en este mundo ha podido decir algo que si no fuera porque es Dios mismo quien lo dice, sería un atrevimiento inasumible. Esto: “Yo soy la verdad” (Jn 14, 6). El único que hablando de sí mismo ha asegurado: “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37).