Opinión

 

“Mea culpa”. La urgencia de confesarnos culpables

 

¿¡Cómo queremos obrar bien, si ni nos percatamos ya de que obramos mal!?

 

 

28/02/2018 | por Jordi-Maria d'Arquer


 

 

A la vista de que nadie se confiesa más que cuando toca la comunitaria de Semana Santa (y eso solo los que “cumplen” el precepto pascual de la Iglesia: “confesarse al menos una vez al año”), es que todos son unos santos, y eso a mí me cae gordo. Porque no lo son. Como no lo soy yo. Luego nos extrañamos y protestamos de cómo va el mundo, pero no nos confesamos pecadores de nuestros propios pecados, y sí les señalamos a los demás. ¡Así va el mundo! En Camino, publicado por primera vez en 1939, ya dice san Josemaría: “Estas crisis mundiales son crisis de santos” (n. 301). Y es que la confesión es anticrisígena. Vamos “tirando”, como dicen muchos, no en el sentido del esfuerzo de tirar del carro, sino de revolcarse en la basura, con lo cual va creciendo la capa de mugre que llevamos encima hasta que ya no vemos ni nuestros propios pecados. ¡Así es! ¡Esa capa responsable de nuestro entumecimiento y momificación ante la vida, los demás y el mundo! ¿¡Cómo queremos obrar bien, si ni nos percatamos ya de que obramos mal!? Y nos endurecemos: con la vida, los demás y el mundo. Y llega, tarde o temprano, la descomposición: nos podrimos. Y ya nada es verdad ni es mentira. Solo vamos “tirando”. No soy yo quien se ha inventado que el sacerdote (aunque esté él en pecado mortal) me perdona los pecados con la fórmula: “Yo te perdono de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, facultado por ministerio de la Iglesia, que adquiere esa potestad de Jesucristo cuando les dice a sus apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo: A quienes les perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos” (Jn 20,23). ¿Y de qué tengo que avergonzarme? ¡La vergüenza sería no reconocer mi error y mi pecado! El sacerdote, ministro de la confesión, es tan pecador como yo. Él es el instrumento de Dios Todopoderoso para que, por medio de la gracia santificante, no solo se me perdonen mis pecados, sino que la próxima vez me cueste menos obrar bien; especialmente con los pecados confesados. Probemos a ver, hoy mejor que mañana: “Mea culpa, padre; me confieso pecador”. ¡Y a comenzar de nuevo! ¡Cada vez renaceré! ¡Bendito sea Dios, qué invento! ¡Bendita confesión! ¡Bendito yo! ¡Soy un hombre nuevo! …Y a tirar del carro. Seguro que me costará menos. Y ganaré más.