Servicio diario - 10 de marzo de 2018


 

Predicación de Cuaresma: «No os hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos»
Rosa Die Alcolea

"¡Uno para todos, todos para uno!": Red de oración por Francisco
Rosa Die Alcolea

Países bálticos: Viaje apostólico del 22 al 25 de septiembre de 2018
Anne Kurian

OSCE : El papel de la mujer por la paz y la seguridad, por Mons. Urbanczyk
Raquel Anillo

San Eulogio de Córdoba, 11 de marzo
Isabel Orellana Vilches


 

 

10/03/2018-13:15
Rosa Die Alcolea

Predicación de Cuaresma: «No os hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos»

(ZENIT — 10 marzo 2018).- "La evaluación correcta de uno mismo es esta: ¡reconocer nuestra nada!", dijo el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en su tercera predicación de Cuaresma el 9 de marzo de 2018.

En la capilla Redemptoris Mater en el Vaticano, donde atendían la predicación el Papa y sus colaboradores en la Curia, el capuchino enfatizó que "la perla preciosa es precisamente la convicción sincera y pacífica de que nosotros mismos no somos nada, no podemos hacer nada. piensa, no podemos hacer nada".

"Dios ama a los humildes porque los humildes están en la verdad", aclaró el P. Cantalamessa; "Él es un hombre verdadero y auténtico. Él castiga el orgullo, porque el orgullo, antes de ser arrogante, es una mentira. De hecho, todo eso en el hombre no es humildad, es mentira".

AK

Ofrecemos la tercera predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, pronunciada ayer, 9 de marzo de 2018.

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«No os hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos»

La humildad cristiana

La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente, omitiendo lo que hay en medio, suenan así:

«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual. [...] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16).

No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad.

Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo.

 

1. La humildad como sobriedad

En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del «alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizante estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la presunción de la mente como la ambición de la voluntad.

Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios» (sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la arrogancia humana, la hybris.

El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira.

Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes, no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.

Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.

Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la verdad» [1].

 

2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?

El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de la verdad.

Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál 6,3).

La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis "hacer" nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo...» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más que cuando se usa en los demás.

De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!

Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley..., descubro que el pecado habita en mí... ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno mismo.

Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia. Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva. Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente inalcanzable.

Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel» [2]. La misma santa exhortaba a sus hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.

Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se comprende cómo puede haber sido posible a los santos.

Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera letal para la persona humana: el narcisismo.

En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante, todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!» [3].

El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por «humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres delos que se habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis) significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad.

Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse «humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del hombre-Dios.

¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha podido mover.

En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que no se elevó por encima del menor hombre de la tierra [...]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación, sino que, como si no viese, permanece en el camino correcto» [4].

La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y «elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es verdaderamente la obra maestra de la gracia divina.

 

3. Humildad y humillaciones

No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros defectos» [5].

Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso sinceramente—todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera humildad y a la verdad humilde.

Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).

Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de disipar dichos pensamientos.

La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier «clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus».

«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me leen» [6].

La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo.

En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7).

Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra presunción.

A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6).

La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad.

Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad:

Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí.
(Sal 130).

©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

 

[1] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, 6a morada., cap. 10.

[2] II libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. SAnta Angela de Foligno, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca 1991)].

[3] Apophtegmata Patrum, 7 (PG 65, 77).

[4] M. Lutero, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magníficat s eguido de «Método sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].

[5] Imitación de Cristo, 11,2.

[6] B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.

 

 

10/03/2018-12:33
Rosa Die Alcolea

"¡Uno para todos, todos para uno!": Red de oración por Francisco

(ZENIT – 10 marzo 2018).- “¡Uno para todos, todos para uno!” – es el título de la acción de oración con motivo del 5º aniversario del pontificado de Francisco, que se tendrá lugar el próximo 13 de marzo de 2018. “Los animo a unirse a esta cadena de oración”, dijo el Arzobispo Gądecki.

Más de 25 grupos organizados y docenas de personas en toda Polonia han declarado que el domingo 11 de marzo orarán por el Papa Francisco. Los participantes de la acción construirán una cadena de oración que rodeará al Papa.

El iniciador de la campaña es Rafał Orzechowski, miembro del Movimiento Lednica en Grajewo, quien tuvo la oportunidad de conocer al Santo Padre en 2017.

 

Movimiento Lednica

La comunidad del Movimiento Lednica alienta a unirse a la cadena de oración que rodeará al Papa Francisco en el 5º aniversario de su pontificado. La iniciativa planificada para el 11 de marzo es una respuesta a la petición del Santo Padre a orar por él.

El nombre del lago ‘Lednica’ es conocido fuera de Polonia porque se trata de un pequeño espejo de agua. Este lugar tiene un gran significado en la historia de Polonia y se ha convertido en un importante centro de encuentro de jóvenes católicos polacos (Leer artículo en ZENIT).

Durante la transmisión de los símbolos de la JMJ por parte de los polacos a los jóvenes de Panamá, el Papa les dijo: “Rezo por vosotros y vosotros por mí”.

 

Coronilla de la Divina Misericordia

“Sin duda es una iniciativa hermosa, que implica la posibilidad de varias formas de oración, incluida la Coronilla de la Divina Misericordia, u otros tipos de oraciones, que están destinadas a rodear el ministerio y la persona del Santo Padre. No tiene que estar limitado al domingo 11. Uno siempre puede rezar por el Papa”, ha señalado el arzobispo polaco.

El 13 de marzo, el día de la elección del Papa Francisco, toda la Conferencia Episcopal polaca rezará por el Papa en el Templo de la Divina Providencia en Varsovia. “Los invito a unirse a esta cadena de oración que conecta a obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos” –dijo el Arzobispo Stanisław Gądecki, presidente de la Conferencia episcopal polaca–.

La oración por el Papa Francisco el domingo 11 de marzo ya está organizada, entre otros en Varsovia, Cracovia, Gniezno, Poznań. “Puedes orar en cualquier lugar: en la iglesia, la escuela, el parque. Es importante rodear a este amado Papa con la oración”– alientan los iniciadores de la acción– y proponen orar en ese día la Coronilla de la Divina Misericordia por el Papa Francisco.

 

 

10/03/2018-12:51
Anne Kurian

Países bálticos: Viaje apostólico del 22 al 25 de septiembre de 2018

(ZENIT — 10 marzo 2018).- El Papa Francisco realizará un viaje apostólico a los Estados bálticos del 22 al 25 de septiembre de 2018, la Oficina de Prensa de la Santa Sede anunció el 9 de marzo: visitará Vilnius y Kaunas en Lituania, Riga y Aglona en Letonia y Tallin en Estonia.

Los tres logotipos y temas de la visita apostólico se presentaron ayer, 9 de marzo de 2018, mientras que el programa se publicará en los próximos días.

 

Lituania, "Jesucristo — nuestra esperanza"

El tema de las dos etapas en Lituania será "Jesucristo — nuestra esperanza" ("Kristus J?zus — m?s? viltis" — 1 Tim 1,1): un tema —explican los organizadores— que recuerda "que Jesucristo es el centro de la fe" y que "Él ha vencido a la muerte y al pecado".

El logotipo representa una cruz "triunfal" que simboliza la "victoria de Cristo" que "abarca todo el sufrimiento por la libertad y la fe del pueblo lituano", así como el aliento del Espíritu Santo en forma de paloma y llamas, para una "renovación". Las llamas, amarillas, verdes y rojas, son los colores de la bandera de la nación.

 

Letonia, "Muéstrate nuestra madre"

El escenario del Papa en Letonia tendrá un tono mariano: el tema es de hecho "Muéstrate a nuestra madre" (Monstra te esse Matrem), tomado del himno Ave Maris Stella.

El logotipo representa el icono milagroso de Nuestra Señora de Aglona que "abraza espiritualmente" la tierra de su luz dorada, en un contexto de Letonia. La Santísima Virgen es la "reina" de Letonia desde su consagración por el Papa Inocencio III al Cuarto Concilio de Letrán en 1215.

 

Estonia, "despierta mi corazón"

Finalmente, el tema de la etapa en Estonia será "Despierta mi corazón" (Mu süda, árka üles) de una canción del compositor Cyrillus Kreek, querido por todos los estonios.

En el logo, en los colores del Vaticano, blanco y amarillo, el Papa saluda con una sonrisa.

 

 

10/03/2018-15:18
Raquel Anillo

OSCE : El papel de la mujer por la paz y la seguridad, por Mons. Urbanczyk

(ZENIT — 10 marzo 2018).-"El talento de las mujeres y la participación activa son particularmente necesarias para la prevención y resolución de conflictos, para mantener la paz y la seguridad, para la consolidación de la paz tras los conflictos", ha afirmado el obispo Urbanczyk este jueves 8 de marzo de 2018, en la celebración de la Jornada de la Mujer.

El Arzobispo Janusz Urbanczyk, representante permanente de la Santa Sede, intervino en la 1178 a reunión del Consejo Permanente de la OSCE el 8 de marzo, 2018 en Viena, en respuesta a las observaciones del Representante Especial del Presidente en ejercicio de la OSCE sobre cuestiones de género, con motivo del Día Internacional de la Mujer.

El representante de la Santa Sede ha advertido contra "cualquier intento de impedir o limitar la inclusión de las mujeres en el ámbito civil y político, así como en la vida social, económica y cultural", que "por lo tanto, podría dar lugar a un declive de la humanidad.

Aquí está nuestra traducción de la intervención del obispo Urbanczyk.

HG

 

Discurso de Mons. Janusz Urbanczyk

Señor Presidente,

Mi delegación se complace en dar la bienvenida a la Embajadora del Consejo Permanente, Melanne Verveer, Representante Especial de la Presidencia en ejercicio de la OSCE sobre las Cuestiones de Género, con motivo del Día Internacional de la Mujer, y expresa su gratitud por su presentación perspicaz.

Este año marca el 70° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este documento pionero, "los pueblos de las Naciones Unidas ... han reafirmado su fe en los derechos humanos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de los derechos de los hombres y de las mujeres" (DUDH, preámbulo). Este triple objetivo -los derechos humanos fundamentales, la dignidad y el valor de la persona humana y la igualdad de derechos para hombres y mujeres- ha sido asumido por el Acta Final de Helsinki y hasta el día de hoy constituye la base sostenible para la dimensión humana de seguridad global.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos y nuestros Compromisos de consenso de la OSCE hablan del papel de la mujer en la sociedad y del avance de la igualdad entre los hombres y las mujeres como un objetivo que sobrepasa las cifras o los porcentajes. Por esta razón, la Santa Sede considera que es importante avanzar en nuestro trabajo en esta área sobre la base de un entendimiento común, que reconoce las razones subyacentes importantes de nuestro trabajo. En este sentido, permítanme hacer algunos comentarios breves, que reflejen la posición bien conocida de la Santa Sede.

Adoptar "todas las medidas necesarias (...) para promover la igualdad de los derechos y la participación plena e igual de las mujeres y de los hombres en la sociedad" (1) no es solo una cuestión de igualdad de género, sino de dignidad humana. Como la humanidad está compuesta tanto por hombres como por mujeres, la sociedad en su conjunto puede prosperar con la condición de que los hombres y las mujeres contribuyan al bien común en pie de igualdad y que sus especificidades y su complementariedad armoniosa sean respetadas. Cualquier intento de impedir o limitar la inclusión de las mujeres en las esferas civil y política, así como en la esfera social, económica y cultural, podría conducir a un declive de la humanidad.

El talento de las mujeres y su participación activa son particularmente necesarias para la prevención y resolución de conflictos, para mantener la paz y la seguridad, para la consolidación de la paz tras los conflictos, tan esencial para el trabajo básico de esta Organización. Hablamos de la contribución única de las mujeres, reconociendo que "la fuerza moral y espiritual de una mujer" (3) complementa necesariamente la fuerza moral y espiritual de los hombres. Este genio femenino se manifiesta claramente en "los innumerables dones que las mujeres tienen para ofrecer a Dios, alentando a otros a promover la sensibilidad, la comprensión y el diálogo, resolviendo conflictos grandes y pequeños, sanando las heridas, y animando toda la vida en todos los niveles de la sociedad y encarnando la misericordia y la ternura que aportan la reconciliación y la unidad a nuestro mundo" (4)

Como ha señalado la Embajadora Sra. Verveer, en los últimos meses se ha vuelto a llamar la atención sobre el hecho de que la violencia contra las mujeres, incluido el acoso y la agresión sexual, continúa siendo endémica en nuestras sociedades. Estos fenómenos, que reflejan una falta fundamental de respeto por la dignidad inherente de las mujeres, deben encontrar nuestra condena unánime.

Al mismo tiempo, como Estados participantes, también debemos reconocer que han pasado más de tres años desde que expresamos "la necesidad particular de tomar medidas más enérgicas para prevenir y combatir la violencia contra la mujer" (5). ). La Santa Sede espera que una nueva atención a nuestros compromisos de consenso de la OSCE caracterice los próximos meses, ya que es evidente que se necesitan más esfuerzos.

Para concluir, mi delegación quisiera una vez más asegurar a todas las delegaciones que está dispuesta a comprometerse de manera constructiva en los debates sobre la promoción de la igualdad entre los hombres y la mujeres, la prevención y la lucha contra la pobreza. la violencia contra las mujeres y la participación política, económica, social y cultural de las mujeres, junto y al mismo nivel que los hombres.

Gracias, Sr. Presidente.

 

1. DEC / 14/04.

2. "Reconociendo la necesidad de una acción concreta de la OSCE para integrar a las mujeres en la prevención de conflictos, la gestión de crisis y la rehabilitación posterior a los conflictos, lo que incluye: la integración en las actividades de la OSCE, según corresponda, las partes relevantes de la Resolución 1325 (2000) del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sobre el papel de la mujer en todos los niveles de prevención de conflictos, gestión y resolución de crisis y rehabilitación posconflicto. MC.DEC / 14/05.

3. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris Dignitatem (1988), n. 30.

4. Mensaje de Su Santidad el Papa Francisco con motivo de la Conferencia internacional "La mujer y la agenda de desarrollo de 2015: los desafíos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible", mayo de 2015.

5. MC.DEC / 7/14.

© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo

 

 

10/03/2018-08:58
Isabel Orellana Vilches

San Eulogio de Córdoba, 11 de marzo

«Este insigne mártir y apologeta, arzobispo de Toledo, es otra de las grandes glorias de la Iglesia. Su vasta cultura puesta a los pies de Cristo revirtió en numerosas conversiones en una época harto compleja de la historia española»

Es uno de los grandes hombres que han enriquecido la historia de la Iglesia. Era brillante y audaz; un valeroso defensor de Cristo hasta el final. Vivió en Córdoba, España, en el siglo IX. Su familia permaneció fiel a la fe católica a pesar del dominio musulmán que penalizaba con severos impuestos la asistencia al templo, y daba muerte a quien hablase de Cristo fuera de él. Con estas presiones y el miedo al martirio muchos católicos abandonaban la ciudad. Eulogio renovó el fervor de sus conciudadanos dentro de la capital y en sus aledaños. Siendo niño, su abuelo le enseñó a recitar una pequeña oración cada vez que el reloj señalaba las horas, y así lo hacía; «Dios mío, ven en mi auxilio, Señor, ven aprisa a socorrerme», era una de ellas. Se formó en el colegio anexo a la iglesia de San Zoilo.

Mucho influyó en su educación el abad y escritor Speraindeo. Después recibió una esmerada formación en filosofía y en otras ciencias. Su biógrafo, amigo y compañero de estudios, Álvaro de Córdoba (Paulo Álvaro), reflejó su juventud diciendo que:

«Era muy piadoso y muy mortificado. Sobresalía en todas las ciencias, pero especialmente en el conocimiento de la Sagrada Escritura. Su rostro se conservaba siempre amable y alegre. Era tan humilde que casi nunca discutía y siempre se mostraba muy respetuoso con las opiniones de los otros, y lo que no fuera contra la ley de Dios o la moral, no lo contradecía jamás. Su trato era tan agradable que se ganaba la simpatía de todos los que charlaban con éL Su descanso preferido era ir a visitar templos, casas de religiosos y hospitales. Los monjes le tenían tan grande estima que lo llamaban como consultor cuando tenían que redactar los reglamentos de sus conventos. Esto le dio ocasión de visitar y conocer muy bien un gran número de casas religiosas en España». Álvaro añade que: «tenía gracia para sacar a los hombres de su miseria y sublimarlos al reino de la luz».

Siendo sacerdote, era un predicador excelente. Su anhelo fue agradar a Dios y se ejercitaba en el amor viviendo una rigurosa vida ascética. Confidenció a sus íntimos: «Tengo miedo a mis malas obras. Mis pecados me atormentan. Veo su monstruosidad. Medito frecuentemente en el juicio que me espera, y me siento merecedor de fuertes castigos. Apenas me atrevo a mirar el cielo, abrumado por el peso de mi conciencia». Este sentimiento de indignidad que acompaña a los santos, le instaba a emprender un camino de peregrinación para expiación de sus culpas. Roma era su objetivo, pero su idea de llegar a pie era casi un imposible. De modo que pospuso este proyecto.

Hombre de vasta cultura, inquieto como las personas inteligentes que no pasan por la vida ajenas a las raíces de la historia, después de ver frustrados sus intentos de penetrar en el país galo que estaba sumido en guerras, y donde se trasladaba con la idea de averiguar el paradero de dos de sus hermanos, vivió durante un tiempo en Navarra, en Aragón y en Toledo. En Leire tuvo ocasión de conocer la Vida de Mahoma así como clásicos de la literatura griega y latina, y otras obras relevantes entre las que se incluía La ciudad de Dios de san Agustín. Y después de contribuir a acrecentar el patrimonio espiritual de los monasterios sembrados por el Pirinieo, cuando ya había hecho acopio de una importante formación intelectual, regresó a Córdoba llevando con él un importante legado bibliográfico que nutriría los centros académicos de la capital. Poco a poco fue naciendo una especie de círculo en torno a él integrado por sacerdotes y religiosos.

Pero en el año 850 los cristianos cordobeses quedaron estremecidos ante la cruenta persecución que se desató contra ellos. Muchos regaron con su sangre el amor que profesaban a Cristo, negándose a abjurar de su fe y a colocar en el centro de sus vidas a Mahoma. Eulogio fue apresado; junto a él se hallaba el prelado Saulo. El artífice de su detención fue otro obispo, Recaredo, que junto a un grupo de clérigos se puso de parte de los musulmanes. En la cárcel Eulogio redactó su obra «Memorial de los mártires». A finales del año 851 fue liberado. Con Muhammad I, sucesor de Abderramán, la situación de los cristianos se hizo aún más insostenible. Y el santo no estaba seguro en ningún lugar. De modo que durante un tiempo fue de un lado a otro para proteger su vida.

El año 858 fue elegido arzobispo de Toledo, pero su glorioso martirio estaba próximo. La joven Lucrecia, hija de mahometanos, anhelaba ser católica. Como la obligaban a ser musulmana, ayudada por Eulogio huyó de su casa y se refugió en la de unos católicos. Apresados ambos el año 859, fueron condenados a muerte. La notoriedad pública de Eulogio era altísima. Los ojos de los fieles estaban clavados en él. De modo que si los captores lograban que abjurase de la fe, el éxito estaba más que asegurado; muchos seguirían sus pasos. No lograron sus propósitos, a pesar de que astutamente le propusieron simular su retractación. Solo tenía que hacer creer a todos que abandonaba su fe, pero después podía actuar a conveniencia. Naturalmente, el santo respondió con el evangelio en la mano, renovando los pilares esenciales de su vida ante el emir que presidía el tribunal.

Uno de los fiscales que juzgaba su caso y el de Lucrecia montó en cólera:

«Que el pueblo ignorante se deje matar por proclamar su fe, lo comprendemos. Pero tú, el más sabio y apreciado de todos los cristianos de la ciudad, no debes ir así a la muerte. Te aconsejo que te retractes de tu religión, y así salvarás tu vida». La pena capital era por decapitación. Pero Eulogio no se inmutó. Respondió: «Ah, si supieses los inmensos premios que nos esperan a los que proclamamos nuestra fe en Cristo, no solo no me dirías que debo dejar mi religión, sino que tu dejarías a Mahoma y empezarías a creer en Jesús. Yo proclamo aquí solemnemente que hasta el último momento quiero ser amador y adorador de Nuestro Señor Jesucristo», palabras que coronó derramando su sangre junto a la de Lucrecia el 11 de marzo del año 859.