Tribunas

Recuerdos ante la próxima canonización del beato Pablo VI

 

 

Salvador Bernal


 

Prescindiré de entrada de la campaña mediática desatada en España, cuando todavía el Estado tenía medios para hablar y para hacer callar, ante la petición del entonces arzobispo de Milán a Franco de que conmutase una pena de muerte. Fue el origen de las reticencias de cierta España oficial al saber la elección para la Sede romana tras san Juan XXIII. Cesaron poco a poco, en cuanto fue más conocido, de modo particular, entre quienes leyeron y estudiaron su primera encíclica, uno de los grandes documentos pontificios del siglo XX, a mi entender.

La carta Ecclesiam suam lleva fecha del 6 de agosto de 1964, cuando faltaba poco más de un año para la clausura del Concilio Vaticano II. Y, en la estela de su predecesor, quiso recordar el mandato divino a la Iglesia, para ser “al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación”. No deseaba proponer un texto solemne, en plena asamblea ecuménica, sino sólo dirigir un mensaje fraterno y familiar, con la recomendación de meditar sobre el fin de la Iglesia, para aquilatar su fidelidad al designio fundacional de Cristo y amejorar el servicio a los creyentes y a la humanidad, tanto en los pueblos cristianizados como en las tierras de misión.

En un panorama inmenso, que no intento resumir, la encíclica es un modelo de estilo dialogante. No los abordará con detalle, pero Pablo VI tenía a la vista esos “temas urgentes y graves que interesan no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, como la paz entre los pueblos y clases sociales, la miseria y el hambre que todavía afligen a pueblos enteros, el acceso de las naciones jóvenes a la independencia y al progreso civil, las corrientes del pensamiento moderno y la cultura cristiana, las condiciones desgraciadas de tanta gente y de tantas porciones de la Iglesia a quienes se niegan los derechos propios de ciudadanos libres y de personas humanas, los problemas morales sobre la natalidad y muchos otros más”.

El papa iría desgranando su magisterio a lo largo de unos quince años de pontificado, con textos de obligada referencia en tantas cuestiones, porque orientaba grandes cuestiones que siguen en el primer plano de la cultura contemporánea. Basta pensar en el cómo de la evangelización (cfr. la exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi, de finales de 1975, recordada por Francisco); en la internacionalización de la cuestión social, incoada por Juan XXIII y desarrollada en Populorum Progressio de 1967; o en la gran reforma de la curia vaticana aprobada en 1967, actualizada por Juan Pablo II en 1988, que están a punto de revisarse después de años de servicio a la Iglesia.

Pablo VI vivió lo que escribía en el n. 27 de Ecclesiam suam, que sigue siendo tema central de para la vida de todo creyente: “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio”. Ante todo, la religión es diálogo entre Dios y el hombre. Pero “el diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina”. Y corresponde a los fieles continuar ese coloquio, modo de ejercitar la misión apostólica, “arte de comunicación espiritual”, con características que describe sintéticamente: claridad, mansedumbre, confianza, prudencia.

He escrito estas líneas el día del cumpleaños del hoy beato Álvaro del Portillo. Me enseñó a apreciar a Pablo VI, especialmente al ver de cerca cómo le quería, cuando le llegó la dolorosa noticia de su muerte, avanzada la tarde del domingo 6 de agosto de 1978, en un rincón de Asturias en que pasaba días de oración, trabajo y descanso. Lo relaté con cierto detalle en mi libro de recuerdos publicado después del fallecimiento del primer prelado del Opus Dei.

Y he escrito con un propósito: animar a la lectura de aquella primera encíclica de Pablo VI. Por dos razones: la primera, por el valor biográfico que suele tener el arranque de un pontificado; la segunda, para tener perspectivas de fondo en un momento histórico en que atisbo demasiados conflictos doctrinales –no precisamente dialogantes-, cuando van a cumplirse los cincuenta años de otro gran documento de Pablo VI, la encíclica Humanae Vitae, del 25 de julio de 1968.