Tribunas

La Alegría del hijo pródigo

 

 

Ernesto Juliá


 

 

En el medio del tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a todos a Alegrarnos.

De qué me voy a alegrar yo, se preguntará más de una persona: los hijos enfermos, me acaban de despedir del trabajo, la familia está muy resquebrajada, no me entiendo con mis amigas. Todas son desgracias, podrían señalar los más pesimistas después de una serie de graves contradicciones en su vida.

Alégrate, sigue siendo la voz de la Iglesia.

Dentro de la batalla del lenguaje, la palabra alegría ha perdido su significado más hondo, que la vincula a una paz de conciencia, a una serenidad de carácter, a un gozo ante el bien propio y el ajeno. Hoy, un buen número de personas entienden por alegría unas horas de exultación fisiológica, temperamental, sentimental, como un ligero estado de ánimo que deja efectos agradables, aunque puedan desaparecer en pocas horas o incluso inmediatamente.

La alegría a la que nos invita la Iglesia, tiene tres facetas: salir de las tinieblas y ver la Luz: la Fe. Arrepentirnos de nuestros pecados y pedir perdón de todo corazón, la Esperanza; y vivir después la alegría de perdonar y de pedir perdón: la Caridad.

Es la alegría profundamente humana y divina del hijo pródigo.

El hambre que padece por no poder siquiera comer las algarrobas destinadas a los cerdos, le hace entender la profunda soledad del hombre que malgasta la herencia de su padre y se enfanga en el pecado.  Una imagen que se puede aplicar muy bien a tantos europeos de nuestro tiempo, que han dejado de ser cristianos. Hemos malgastado la herencia de vida, de familia, de amor fraterno que Dios nos ha regalado en Cristo Nuestro Señor, y tenemos hambre.

El hijo pródigo se arrepiente, llora y pide perdón. El hombre europeo no se arrepiente. Se enfada consigo mismo por lo mal que le han ido las cosas, pero no baja la cabeza, no se arrepiente, no llora, y muy lejos de él pedir perdón.

El hijo pródigo vuelve a la casa de su padre. El hombre europeo que ha dejado de ser cristiano se obstina en comer las algarrobas de los cerdos, quema sus raíces cristianas, y quiere reconstruir la herencia a base de abortos, transexualismos, de destrucción de la familia, y toda clase de ideologías de género tratando de “construirse a sí mismo”. Y se encuentra con un vacío absoluto. Y persiste en no arrepentirse. Parece que quiere seguir los pasos de Kirilov en Los Demonios de Dostoyesky: planea su suicidio porque piensa que solo puede llegar a ser él mismo si domina su propia muerte.

El hijo pródigo encuentra a su padre que le espera ansioso para darle un abrazo; y se maravilla al ver la fiesta que su padre dispone para celebrar su retorno. El hombre europeo que ha dejado de ser cristiano tiene el corazón duro, enfangado en el sexo más egoísta y menos humano, no tiene a nadie con quien celebrar ninguna fiesta. Solo sabe celebrar su propio “orgullo”. Y en su orgullo, pretende encontrar su “sentido” quitando cruces, manchando las paredes de las iglesias, tratando de mofarse de las imágenes de Cristo y de María. Escribe su propio suicidio, a lo Judas.

La Iglesia anuncia la Alegría del perdón. Anuncia la Misericordia de Dios a todos los que se alejan de Él y arrepentidos le piden perdón.

Todos los Apóstoles huyen del Señor en el momento solemne de la Cruz y de la Muerte. Después, arrepentidos, humillados se alegran, gozan de su compañía y viven con Él la Resurrección.

El hijo pródigo gozó profundamente en su espíritu de la alegría de su padre al abrazar al “hijo perdido que ha regresado”. Es la alegría de Dios Padre al abrir las puertas del Cielo a un hijo suyo.

El hombre europeo que ha dejado de ser cristiano no se humilla y no se arrepiente. No goza nunca de la Alegría de saberse perdonado por Dios; y no goza tampoco de la Alegría de Dios al perdonarle. La oscuridad llena el vacío de su alma y se ahoga, diciéndose ateo, insultando a Dios porque lo ha creado. No oye nunca el llanto de Cristo sobre Jerusalén.

 

Ernesto Juliá Díaz

ernesto.julia@gmail.com