Homo Gaudens

 

Presencia y poder de la Iglesia (y II)

 

“Si tuvierais fe como un grano de mostaza (…) nada os sería imposible” (Mt 17, 20)

 

 

14/03/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

El peso social de la Iglesia en España es muy débil; existe, pero lleva años en regresión. Basta con la simple percepción de cualquier observador medianamente imparcial, pero para quien necesite de solidez argumental, ahí están los datos. Tanto los números como los gráficos estadísticos, que son más intuitivos, hablan por sí solos: año tras año, desde hace décadas, mengua el número de los que se declaran católicos. Este número, que solo tiene valor de aproximación, está muy lejos de coincidir con el de los que se dicen practicantes, que a su vez está muy lejos de los que asisten a misa una vez a la semana (supongamos, para ser optimistas, que es el domingo). El porcentaje de estos últimos en la actualidad se estima en el 10 %. ¿Se puede calificar a una población entera de algo (da igual, de lo que sea) apoyándose en el 10 % de sus habitantes? Si el 10 % de los españoles fueran, por ejemplo, veganos, ¿se podría decir que España es un país vegano?

Todos los demás índices sobre la práctica o el compromiso religioso católico están en consonancia con este descenso pronunciado y sostenido. Valgan algunos ejemplos:

– Disminuye la recepción de todos los sacramentos. En el caso del matrimonio la regresión es muy pronunciada. En 2000 el porcentaje de matrimonios celebrados por el rito católico era del 75 %. A partir de entonces ha ido disminuyendo año tras año hasta el 22 % en 2016 (datos del último año que se ha podido consultar). Dentro de este 22 % hay que contar con una parte muy elevada, mayoritaria, que llegan al matrimonio tras años de concubinato.

– Año tras año baja la asistencia en primaria y secundaria a las clases de Religión y Moral Católicas, asignatura que no tiene garantizada su estabilidad, más bien al contrario, está ya dibujada en el horizonte una elevada probabilidad de exclusión en la escuela pública.

– Envejecimiento y escasa renovación del clero.

– Envejecimiento y descenso cuantitativo de los miembros en la mayoría de las instituciones de vida consagrada: órdenes, congregaciones, institutos, etc.

– Estancamiento y/o descenso en el número de seminaristas y novicios.

– Debilidad de los movimientos laicales, de los que tanto cabía esperar en una sociedad como la nuestra, antaño fuertemente clericalizada, pero que no acaban de tener una presencia social importante ni de florecer. Véase la desproporción respecto a la fuerza social de movimientos ciudadanos surgidos en torno a otros ámbitos de mayor notoriedad mediática: el deporte, la ecología, el tiempo libre, u otros como el feminismo o el animalismo, el mundo LGTB, etc., dentro de los cuales encontramos propuestas que chocan con el evangelio o son directamente antievangélicas. En este mismo apartado cabe reseñar cómo se han estancado las grandes concentraciones de afirmación de la familia y de la vida.

– Ausencia de laicos o presencia meramente testimonial en lugares e instituciones clave de la vida social como son los partidos políticos, los sindicatos, los medios de comunicación, la moda, el deporte, las bellas artes, etc.

No es necesario alargar la lista.

Hemos querido mostrar, muy a grandes rasgos el haz y el envés, el debe y el haber de la presencia eclesial en nuestra sociedad. Nos hemos limitado a la parte visible de la Iglesia, la que puede observar cualquiera que mire con imparcialidad o que se tome interés por consultar los estudios demográficos en el apartado de creencias y prácticas religiosas.

Fuera de esos datos, el cuadro quedaría muy incompleto, y faltaríamos gravemente a la verdad si no tuviéramos en cuenta la parte invisible de la Iglesia. Quien no cuente con ella comete un error de bulto y sus conclusiones estarían viciadas. El olvido de la acción invisible de la Iglesia en el mundo introduce un sesgo que anula cualquier análisis. Para comprender la eficacia de la Iglesia cuenta más lo que no se ve que lo que se ve porque el reino de Dios no consiste en el balance de una cuenta de resultados, sino que “es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó” (Lc 13, 21), o si se prefiere otra comparación aún más apropiada para el caso, “el reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano” (Mc 4, 26-28).

Ahora bien, dicho esto, hay que tener en cuenta, que la acción invisible y su eficacia no se produce al margen de lo que visiblemente podamos hacer los hombres. La gracia no actúa al margen de la naturaleza, sino apoyándose en ella. Lo invisible benéfico (no entramos en lo invisible maléfico, que también existe y actúa con enorme fuerza) es la gracia y la acción de Dios, especialmente de la Persona del Espíritu Santo, pero que por razones que tantas veces no entendemos, Él ha querido ligar en una sola obra al hacer de los hijos de la Iglesia. No están, por una parte las acciones invisibles de Dios y por otra las acciones de los hombres, sino que hay un solo actuar de Dios en el mundo, en y con los hombres, que no se produce cuando el hombre no actúa en sintonía con lo que Dios quiere.

Creo que aquí hay una vía de explicación válida: Actuar en sintonía con lo que Dios quiere. (Permíteme lector que escriba ahora en primera persona del singular porque voy a entrar en el terreno de mis opiniones particulares). En mi opinión la Iglesia en España nunca ha estado inactiva, no podemos decir que no trabaja y que no se esfuerza. No me cabe la más mínima duda de que trabaja mucho y gasta grandes energías en un sinfín de proyectos, programas y actividades de todo tipo. Ahora bien, al mismo tiempo me parece que muchas, muchísimas de sus acciones se diseñan y se llevan a cabo más con los criterios del mundo que hay que evangelizar que con el evangelio que tenemos la misión de proclamar. Pienso en criterios mediáticos y económicos, en acciones de brillo social y académico, en no perder comba en las vanguardias artísticas y culturales, en estrategias de política empresarial, en estadísticas favorables. No digo que no tengamos que estar presentes en todos aquellos campos en donde nuestra presencia sea necesaria, porque la fe obliga a ello, pero creo que a la hora de movernos estamos demasiado mimetizados con el mundo (el mundo en cuanto enemigo de la luz, el mundo mundano, para entendernos), el cual debemos recordar que acepta de buena gana algunos valores evangélicos pero rechaza hostilmente muchos otros.

Me parece que ponemos más confianza en nuestras fuerzas que en la gracia, en los medios naturales que en los sobrenaturales, más en nuestros alcances que en el poder recibido de Dios Padre, de su Hijo Jesucristo y del Espíritu Santo que nos ha sido dado para conducirnos hasta la verdad plena. Creo que estamos más pendientes de qué dicen de nosotros los que no nos quieren que de oír la voz de Dios cuya palabra, “que es su Hijo”, se habla en el silencio “y en el silencio [de la oración] ha de ser oída del alma” (San Juan de la Cruz). Tengo para mí que dedicamos más tiempo y más interés en buscar nuestra propia gloria que la gloria de Dios, lo cual nos lleva a inutilizar cualquier esfuerzo. Con qué facilidad nos enzarzamos en comentarios estériles en las redes sociales o nos empleamos a fondo en defendernos de las etiquetas con que se nos moteja, mientras que apenas se encuentran adoradores que dediquen ratos a estar con el Señor olvidado y encerrado en sagrarios que nadie visita. Estoy persuadido de que hay conceptos imprescindibles para la vida de fe cuyo solo nombre nos chirría y que no queremos ni pronunciar porque nos parecen gastados, y, sobre todo, porque apuntan a una ascesis que no se lleva porque está en las antípodas de la vida muelle que tanto nos satisface; hablo de conceptos como pecado, penitencia, oración, adoración, vida de gracia, apostolado, temor de Dios, mortificación, inocencia, cruz… cuya puesta en práctica es de una eficacia garantizada por la Palabra de Dios y archidemostrada en las vidas de todos los santos y en el día a día de dos mil años de cristianismo. Cuando nos preguntamos qué podemos hacer, qué tenemos que hacer, mi impresión es que nos parece que hacemos poco y todo el afán lo ponemos en “hacer” más cosas. Y disparando por ahí nos confundimos porque por ahí no van los tiros ya que la solución no es material-cuantitativa sino espiritual-cualitativa. Nos falta lo único que Dios nos pide, santidad, que para eso estamos en este mundo, para eso “nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos” (Ef 1, 4). Tomo prestadas las palabras de una religiosa pasionista nacida en Italia y fallecida en Madrid, santa para la multitud de personas con quienes trató, y quizá santa de altar algún día pues tiene causa de canonización abierta y en curso, la Venerable Madre María Magdalena de Jesús Sacramentado cuando dice que “hace más un misionero santo que mil de mediana virtud”. Y en la misma línea sigo tomando palabras prestadas, ahora de una reciente publicación en este diario, cuyo autor escribía hace poco que lo que el mundo necesita es santos.

Para terminar quiero concretar mis palabras más todavía, dando mi respuesta a una pregunta que me parece inexcusable: Teniendo una riquísima herencia, una implantación generalizada en todo el territorio y medios más que suficientes, ¿qué nos falta?, ¿qué teclas no estamos tocando para que nuestra música suene como debe, de acuerdo con la partitura?, ¿por qué esta música, de suyo atractiva, no atrae prácticamente a nadie? A las causas ya apuntadas quiero añadir lo siguiente: nos falta echar mano del poder que nos ha sido dado. Tenemos un poder inmenso, que no tiene nada que ver con los poderes establecidos para la gestión de los asuntos temporales porque no se basa en recursos materiales sino en la acción garantizada del Espíritu Santo; un poder que es infinitamente superior a cualquier riqueza considerada imprescindible y a la suma de todas las que puedan amontonar los señores de este mundo. Tenemos un poder único, ilimitado y a mí me parece que no lo explotamos porque no creemos en ese poder ni sabemos manejarlo. Si esto que yo pienso fuera así, tendríamos que acabar reconociendo que entre el cúmulo de problemas y carencias que se nos amontonan dentro de la Iglesia, el primero, y principal, es un problema de falta de fe. La misma falta de fe por la cual leemos estas palabras de Jesucristo y nos parecen desmedidas, como si fueran una exageración o una salida de tono: “En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: «Trasládate desde ahí hasta aquí», y se trasladaría. Nada os sería imposible” (Mt 17, 20).

No sé cómo lo verás tú, lector; yo, por mi parte me quedo con el final de la cita que se me ha clavado como un eco: “Nada os sería imposible…, nada os sería imposible…, nada os sería imposible…”

Acabo con la última convicción. Tengo por absolutamente cierto que si viviéramos este tiempo privilegiado de Cuaresma-Pascua como Dios ha dispuesto a través de la Iglesia, desembocaríamos en la gran solemnidad de Pentecostés profundamente renovados, con un entusiasmo que ahora no tenemos, el que nos viene de saber que “el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder” (I Cor 4, 20).