Homo Gaudens

 

Anular al varón, desmochar la familia (y II)

 

 

21/03/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Ahora debemos responder a la pregunta por esa capitalidad que corresponde al varón dentro del matrimonio y la familia. En la práctica ordinaria de cada día, ¿eso qué significa?, ¿cómo se ejerce el hecho de ser cabeza? Si él es la cabeza, ¿qué le corresponde a ella?

En las realidades que son complementarias, la mejor manera de entender cada una de las partes es verla a la luz de la otra. Así ocurre en este caso, de modo que la mejor manera de entender la masculinidad es mirándola a la luz de la feminidad. Al revés también ocurre, pero ahora nos estamos centrando en la figura del padre.

En la primera entrega se habló de tres tipos de hombre que la publicidad actual nos presenta como tres retratos robots del varón contemporáneo: el macho, el tontaina y el afeminado. Los tres son ejemplos caricaturescos porque en los tres hay una calculada exageración, pero conviene caer en la cuenta de que esas exageraciones están basadas en importantes partes de verdad. No hará falta insistir en que son modelos de varón deformes, pero toda deformación arranca de un patrón de normalidad cuyos rasgos se exageran a base de desmesura y desproporción. En el caso del macho lo que se deforma y se exagera es la virilidad y la imagen de fuerza, que son rasgos propios del hombre. En el tontaina, la caricatura parte de una base real, que es la mejor dotación femenina para una multitud de tareas y en el afeminado se exagera algo en lo que también la mujer supera al hombre: la sensibilidad en los afectos, la ternura, la delicadeza y la empatía.

Quedémonos ahora no con la caricatura, sino con la base real sobre la que esas caricaturas se construyen. Tendremos que convenir que, dicho en general, la mujer supera al varón en multitud de cualidades y aspectos. Ella en general está mejor dotada para todo ese sinfín de cuestiones en las que se resuelve el cuidado de los hijos y la vida del hogar en el día a día, y lo mismo ocurre con un buen número de trabajos y actividades sociales. Del nutrido repertorio de chistes sobre hombres y mujeres que pululan por el espacio público, viene al caso el de las mil preguntas a mamá. “Mamá, ¿dónde está mi camiseta?, mamá, ¿meto esto en la mochila?, mamá, mi libro de mates; mamá, ¿cómo se hace este ejercicio?; mamá, ¿has llamado al colegio?; mamá, no encuentro la leche; mamá, ¿qué me pongo?; mamá, ¿voy bien así?; mamá…” A papá en cambio se le hace una sola pregunta: “¿Dónde está mamá?”

Esta dotación extraordinaria por la cual hay una demostrada superioridad femenina para muchísimas actividades hace que la mujer, dicho en general, le corresponda por derecho propio ser la verdadera directora del hogar, de la familia, y de casi cualquier cosa que se le ponga por delante. Y esta es la base en la que muchos se apoyan para borrar las diferencias entre masculinidad y feminidad, y sobre todo para negar al varón su ser cabeza. Porque aquí viene el encaje que no resulta fácil de entender y menos aún de llevar a la práctica. ¿Cómo es eso de que él es la cabeza, siendo ella la directora? ¿No es un imposible de hecho? Pues no, no es un imposible. Si a los más agudos de entre nosotros se les hubiera encargado el diseño de la pareja humana, probablemente, cargados de sensatez, habrían puesto a la mujer como cabeza. Pero el diseño lo hizo Dios y Dios todo lo ha hecho bien, y al hombre no solo bien, sino muy bien. En la creación del mundo, relatada como un magno proyecto que Dios va poniendo en marcha por entregas, día a día, durante cinco, después de cada jornada va repitiendo el autor sagrado que miró lo creado ese día “y vio Dios que era bueno” (Gen 1: 4, 9, 12, 18, 21 y 25). En cambio, en el día sexto, después de haber creado al primer hombre y a la primera mujer, lo que se dice es que “vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31).

Dios no manda imposibles y ha dispuesto que el varón sea la cabeza de la mujer, aun cuando ella esté mejor dotada para ser la directora de toda la familia, incluido el varón. Hay un ejemplo que puede iluminar con bastante proximidad esto que digo. Es el caso que se repite muchas veces en congregaciones religiosas de vida activa, con actividad social, supongamos la educación. Imaginemos una orden o institución religiosa con un colegio a su cargo. Es muy recomendable, y por ello es bastante habitual, que el superior de la comunidad (cabeza de la comunidad) no sea el director del colegio. Si además resulta que el superior es uno de los profesores del claustro, el hecho de ser el superior no le dispensa de estar sujeto a las obligaciones de todo profesor y a las disposiciones emanadas de la dirección. Aunque haya muchos ejemplos en los que ambas figuras coincidan, basta con uno para ver que no es lo mismo ser cabeza que ser director, y no solo eso, sino que se puede ser cabeza en algunos aspectos y, sin dejar de serlo, ser dirigido en otros.

El director de cualquier sitio tiene como función principal ejercer el papel ejecutivo. Para ello tiene que disponerlo todo, estar sobre todo y controlar todo, o bien delegar en otros. Pues bien, en la familia esto corresponde a la madre porque es quien mejor lo hace, pero sin olvidar que ella no ha recibido el encargo de ser la cabeza de la familia. Eso tampoco le quita responsabilidad a él. En la familia los dos son corresponsables, pueden organizarse como quieran, según les venga mejor por sus circunstancias y necesidades, deberán repartir las cargas de la manera más organizada posible, las tareas domésticas y no domésticas según sus capacidades y situación concreta, pero lo que no pueden hacer es intercambiar sus papeles porque estos son fijos, sus roles son inmutables. El padre no es la madre, y al revés, y no es bueno que ninguno ocupe el papel del otro. ¿Qué le queda a él en cuanto cabeza? Dos cosas que proceden de una misma raíz: tener la última palabra y confirmarle a ella en su rol de esposa y madre. Ese es el rasgo específico del rol del esposo, de donde nacerán sus funciones propias y su actuación como padre. La última palabra tiene que ser la de él por una razón muy sencilla, porque ella no puede confirmarse a sí misma, necesita ser confirmada por él. Y no puede confirmarse a sí misma por dos motivos que están en el centro de la psicología femenina: la dependencia afectiva del varón y la subjetividad inherente a su ser madre. (No se entienda ninguna de las dos cosas como carencias a remediar, que no lo son, sino como características propias del sexo femenino. No podemos explicarlo ahora porque necesita tiempo y extensión. Para el lector interesado dejamos el enlace de un documento en el que en su momento le dedicamos atención pormenorizada a la segunda de esas dos características, la subjetividad materna).

Es una verdadera pena que nosotros tantas veces hayamos trastocado los planes de Dios, de sabiduría infinita, para venir a sustituirlos por los nuestros tan cegatos y alicortos. Muchos matrimonios llegan al final de su vida sin haberlos descubierto; los varones, especialmente, hemos abusado de nuestro ser cabeza en perjuicio de la mujer una y otra vez a lo largo de mucho tiempo. Si fuera factible, no estaría de más hacer un acto de expiación profundo por nuestros aires de superioridad infundada, por nuestro egoísmo leonino, por nuestro mal hacer pasado y presente con la mujer a cuya altura no siempre hemos sabido estar, y después, un serio propósito de la enmienda porque no nos hemos conducido con la hombría, con el amor ni con la justicia que cabría esperar. Ahora en cambio, sin haber corregido todos estos déficits, hemos basculado hacia el polo contrario. Habiendo olvidado cuál es el plan de Dios, nuestra lógica errada entiende que, puesto que la mujer reúne cualidades extraordinarias, demostradas en una amplia serie de indicadores (estudios académicos, eficiencia laboral, siniestros de tráfico, responsabilidad social, etc.), le corresponde ocupar el lugar de cabeza sobre el varón en perjuicio de este (empoderarse lo llaman, usando un verbo endiablado), de manera que él aparece como un pobre segundón, mermado en su ser hombre, con las alas cortadas y sin ninguna relevancia.

Y ahí tenemos a nuestro hombre actual que se mira a sí mismo y ¿qué ve? Alguien que, teniendo vocación de cabeza, se encuentra achicado, perdido y arrinconado. Y tantas veces sale por donde no debe, respondiendo como una bestia, con una enorme violencia, abusando de su fuerza física que es la única superioridad que no ha perdido. No hay justificación para ello, pero interesa mucho entender las causas. No se puede justificar porque es una violencia abyecta, dirigida contra quien debía ser el centro de sus desvelos y cuidados. Una violencia cuyas raíces, fuera de este plan de Dios, no sabemos descubrir y por eso damos tantos palos de ciego y los problemas entre hombres y mujeres, en vez de disminuir, siguen aumentando. Y seguirán aumentando por mucho remiendo legal que vayamos cosiendo a este traje mal confeccionado. ¡Como si las leyes pudieran venir a ser solución para quien no tiene criterios acertados para vivir! Esto es lo que se nos ocurre cuando vivimos de espaldas a Dios, hacer leyes. Hasta ahí llegamos por este empeño necio en anular lo sustantivo del varón, su ser cabeza. Y este es el resultado: familias desmochadas, descabezadas y sociedad deshilachada. Esos desmanes en la relación hombre-mujer y toda esta violencia que vemos crecer año tras año, continuará en cotas altas si nos mantenemos instalados en los mismos esquemas de relación y sigamos gestionando esta dualidad antropológica bajo criterios igualitarios que se demuestran erróneos.

Claro que hacen falta leyes que castiguen al infractor, pero que nadie espere la desaparición del problema mediante su aplicación estricta porque un desequilibrio no se arregla con otro, lo mismo que una injusticia no se repara con otra injusticia. La vía de solución (la única efectiva) es poner en práctica el plan de Dios, que no es un plan teórico ni utópico, es divino, eso sí, y solo se puede entender y vivir desde la gracia, que para eso está, especialmente la gracia sacramental del Matrimonio.