¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya!

 

 

Domingo 01 Abril, 2018


 

 

¡El Señor ha resucitado! ¡Aleluya! Los cristianos celebramos la fiesta más importante del año: el “paso” de Jesús de la muerte a la vida. Celebramos el misterio central de nuestra fe. Celebramos el triunfo de nuestro Salvador sobre la muerte y el pecado.

Comienza el Tiempo Pascual, los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés, que “se han de celebrar con alegría y júbilo, como si se tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo” (Normas Universales del Año Litúrgico, n 22).

 

¡Feliz  Pascua!

 

 

Pascua de Cristo y Pascua de la Iglesia

 

Por Luis García Gutiérrez,
Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia

 

En la celebración de la Vigilia Pascual, iluminados por la luz que destella en el Cirio Pascual, símbolo de Cristo victorioso, los cristianos escuchamos el solemne anuncio de la resurrección: «estas son las fiestas de la Pascua, en las que se inmola el verdadero Cordero». En esa noche los creyentes no sólo recuerdan el supremo acontecimiento de Cristo levantado del sepulcro, sino que, por la fuerza salvadora de la Pascua, actuada en los sacramentos, se insertan en ese mismo movimiento de muerte y resurrección. La Pascua del Señor se hace así contemporánea a cada momento histórico y a cada fiel por virtud de los signos sacramentales y bajo el régimen de la vida litúrgica de la Iglesia, hasta tal punto de poder afirmar con el Pregón Pascual: «¡ésta es la noche!». Con esta celebración tan expresiva, neófitos y bautizados anteriormente, comienzan juntos la andadura por una cincuentena de jornadas que se celebra como un único día de fiesta. En este tiempo irá desgranándose la inmensa riqueza que encierra la Pascua: pascua de Cristo, pascua de la Iglesia, pascua de la esperanza y pascua del Espíritu; este tiempo es el «gran domingo», el espacio de inmenso gozo que conmemora la resurrección del Señor, su ascensión junto al Padre, el don del Espíritu Santo a su Iglesia y la espera dichosa de su regreso, episodios e ideas que van sucediéndose espaciadamente con el fin de facilitar su vivencia y celebración.

Si la comunidad cristiana ha puesto un gran empeño en su preparación para el Triduo Pascual en la Cuaresma y ha celebrado con gozo los días centrales del año litúrgico, no debería ahora caer en la tentación de disminuir su intensidad espiritual. Es cierto que no es un tiempo «preparatorio para…», que estamos llegando al final del curso con justificado cansancio, que no existe tradición de una «espiritualidad pascual»… pero todo ello no debe ser excusa para no festejar, como corresponde, estos días en honor a Cristo Resucitado.

 

Cristo asciende victorioso del abismo

El contenido de fe que se subraya en primer lugar durante la cincuentena pascual es cristológico, como no puede ser de otro modo. Los evangelios que se proclaman en la Misa durante toda la octava de Pascua, anuncian la verdad del hecho de la resurrección: anuncio a las mujeres, descubrimiento de Pedro y «el otro discípulo» del sepulcro vacío, anuncio de las mujeres a los apóstoles, conspiración de los judíos para el falso robo del cuerpo de Jesús y, finalmente, las apariciones del Resucitado a María, a los discípulos de Emaús, a todos los discípulos, a María Magdalena y a Tomás.

Al Señor, inocente ajusticiado, el Padre le ha hecho justicia y su vuelta a la vida no es fruto del deseo frustrado de venganza en sus seguidores sino un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo y que, al mismo tiempo, lo supera, porque la victoria de Cristo implica a toda la humanidad.

En este sentido, la rica eucología del Misal muestra la resurrección de Cristo no sólo como una rehabilitación «sociológica» de hombre bueno que tuvo que sufrir mucho por la injusticia del hombre desagradecido, sino que presenta plásticamente la dimensión teológica del hecho: Cristo es el «verdadero Cordero». Con esta expresión, de tan rica resonancia veterotestamentaria, hace ver la Pascua de Cristo como el cumplimiento y la perfección de las promesas dirigidas a los antepasados y la superación de todo culto y de toda vida que no tenga su centralidad en él y en su misterio pascual. El definitivo Cordero es ahora «al mismo tiempo, sacerdote, altar y víctima» (cf. prefacio pascual V) y, por él, con él y en él, todo hombre está llamado a reproducir su misma oblación existencial de la vida.

 

Alégrese también nuestra madre la Iglesia

Desde el acontecimiento pascual puede comprenderse también la identidad y misión de la Iglesia, que nace en la Pascua. Ésta, fundada sobre los apóstoles, se muestra como testigo privilegiado y como anunciadora humilde y audaz de la resurrección de su Señor. Este cometido puede verse condensado en las palabras del apóstol san Pedro que se proclaman el día de Pascua: «Nosotros somos testigos…Dios lo resucitó al tercer día… nos encargó predicar al pueblo» (Hch 10, 34ss).

En la Pascua nace la Iglesia con un doble sentido: en ella tiene su origen histórico y el tiempo pascual es por excelencia el tiempo de los sacramentos de la Iniciación Cristiana. Se produce así una actualización, repetida todos los años, de lo que aconteció en los primeros tiempos evangelizadores de la Iglesia. Así como la predicación de los apóstoles suscitó la fe y muchos recibieron el bautismo y del Espíritu Santo, quienes aceptan ahora a Jesucristo, encuentran en el tiempo de pascua el espacio adecuado para dar comienzo o completar su Iniciación. No en vano, es el tiempo de la mistagogía para los bautizados en la Noche Santa y el momento más oportuno para que los niños reciban su Primera Comunión y celebren la Confirmación.

En este sentido, la Octava de Pascua constituye históricamente una unidad bien definida; en ella se daba por concluida la acción de la Iglesia sobre los neófitos. En Roma, éstos frecuentaban la asamblea eucarística durante los ocho días hasta el sábado de la octava en que deponían las túnicas blancas que habían recibido en la Vigilia Pascual. Por su parte, en Jerusalén era el tiempo dedicado a la mistagogía: la explicación de los ritos celebrados en la Vigilia tenía lugar una vez que habían sido iniciados, no antes, cumpliendo así la ley del arcano. Con estos dos preciosos testimonios puede comprobarse la importancia que la Iglesia concedía al grupo de los neófitos en sus primeros días de vida eclesial y cómo se realizaba la conclusión de su iniciación. Prueba de ello son las referencias constantes que hoy encontramos durante la octava en las oraciones del Misal y la recomendación, donde hay neófitos, de hacer memoria en la plegaria eucarística de los que han recibido el bautismo.

No obstante estas precisiones históricas y geográficas, todo el tiempo pascual es considerado hoy como tiempo de la mistagogía y el tiempo de los sacramentos de la Iniciación Cristiana, especialmente Primera Comunión y Confirmación.

Al mismo tiempo, todos los creyentes «renacen» espiritualmente con  la celebración anual de la Pascua porque Cristo les hace partícipes de la nueva vida, una vida centrada en Dios y obediente a él, purificada del pecado y del temor de la muerte, y que se alimenta con la palabra de Dios y con  los sacramentos. La Pascua de Cristo, por lo tanto, es la Pascua de quienes están unidos a él, «porque, demolida nuestra antigua miseria, fue reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud nuestra vida en Cristo» (prefacio pascual IV). Así, la Iglesia se comprende como el germen de la nueva humanidad redimida, presencia del mismo Cristo y su perpetuación en el mundo.

Todos estos aspectos, eclesialmente tan ricos, se describen maravillosamente en la liturgia eucarística ferial y dominical con la proclamación del libro de los Hechos de los Apóstoles, que tiene durante el tiempo pascual su lugar propio en la primera lectura desplazando al Antiguo Testamento.

 

Arriba están vuestros nombres

A los cuarenta días de la Pascua, siguiendo la cronología de San Lucas, Cristo sube junto al Padre. Este plazo se cumple el jueves de la VI semana; sin embargo, la celebración de la Ascensión se traslada en la actualidad al domingo siguiente para facilitar la participación en la Misa. La ascensión supone el complemento necesario a la Resurrección, cerrando así el círculo que comenzó en la Encarnación y que Cristo mismo describe en sus palabras: «salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28). La liturgia del día presenta el evento de la Ascensión con una triple perspectiva: la ascensión es motivo de esperanza y certeza de seguir el mismo camino del Señor; no es ruptura en cuando a su presencia en medio de los suyos; es la promesa de su retorno glorioso. Dicho con otras palabras: el que subió, sigue estando y volverá.

A partir de esta celebración, la liturgia comienza a destacar un aspecto que, por ser el último que destacamos, no es el menos importante: la presencia y acción de Cristo por medio de su Espíritu. Tendremos ocasión de abundar en ello más detenidamente en la próxima colaboración. Baste decir ahora que durante la séptima semana, el centro de atención de la Iglesia puede sustanciarse con estas palabras: «(Jesucristo) habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo…nos invita a la plegaria unánime, a ejemplo de María y los Apóstoles, en la espera de un nuevo Pentecostés» (prefacio para después de la Ascensión).

 

Los signos de la Piedad Popular

No deberíamos descuidar las manifestaciones de la Piedad Popular durante este tiempo pascual. La riqueza de la historia de la Iglesia –remota y reciente– nos ha dejado preciosos signos de vida cristiana y devoción en torno al misterio pascual. Entre las principales manifestaciones destacan: el encuentro del Resucitado con la Madre, la bendición de la mesa familiar el día de Pascua, el saludo pascual a la Virgen María –Regina caeli–, la bendición de las familias en sus casas, el Via Lucis, la devoción a la Divina Misericordia y la novena de Pentecostés. Potenciar estas expresiones de devoción, armonizadas con la vida litúrgica, ayudará a que todos descubramos con más intensidad la riqueza e importancia del gozoso tiempo pascual.