Tribunas

Profundas diferencias religiosas entre el Tercer Mundo y el Viejo Continente

 

 

Salvador Bernal


 

No puedo ocultar mi perplejidad ante la hipertrofia de los sentimientos contra discriminaciones religiosas en Europa, cuando se silencia el goteo diario de la vejación y muerte de cristianos en el Tercer Mundo. Leo casi a la vez las noticias de las protestas contra el antisemitismo en Berlín y París, del relativo mea culpa de imanes musulmanes franceses y de un informe sobre la voracidad anticristiana en África. Realmente vivimos en un mundo complejo, lleno de contradicciones.

El detonante en el país vecino fue el asesinato de una octogenaria judía cometido en su apartamento de París por un musulmán el 23 de marzo. Aparte de manifestaciones de protesta en la calle, el 22 de abril se publicó en Le Parisien un duro manifiesto que mezcla el rechazo del antisemitismo con la culpabilización del Islam en Francia, en cuanto causante de las principales acciones contra los judíos. Para algunos, como Farid Laroussi, profesor universitario en Vancouver, el documento refleja la islamofobia ambiental cada vez más intensa. Si en las calles se pudo leer alguna pancarta con el lema "En Francia se mata a las abuelas porque son judías", el manifiesto caería en la simplificación de considerar potencialmente asesinos a todos los mahometanos.

Las concentraciones de Berlín surgieron a raíz de la agresión a un joven israelí –de origen árabe- que paseaba con kipá. De ahí el lema “Berlín lleva kipá”, prenda que efectivamente se pusieron muchos de los manifestantes aun no siendo judíos. No había sido el primer incidente. De hecho, el presidente del Consejo central de los judíos de Alemania, Josef Schuster, desaconsejó llevar la kipá en las grandes ciudades por razones de seguridad.

En modo alguno pretendo minimizar actitudes nada democráticas en los países más desarrollados del mundo, no siempre confesionalmente laicistas. En buena medida reflejan miedos inconfesados al aumento del terrorismo islamista, así como a la presencia de emigrantes que no renuncian a su identidad de origen ni a sus prácticas religiosas en contraste con una no menos creciente secularización. Explica en parte el manifiesto de abril en Le Parisien, firmado por trescientas personalidades inquietas ante el ascenso del “antisemitismo musulmán”, con una expresa apelación a sus autoridades religiosas para revisar la interpretación de pasajes del Corán sobre el castigo de judíos, cristianos y no creyentes.

El manifiesto recuerda que “en nuestra historia reciente, once judíos han sido asesinados -algunos torturados- por islamistas radicales”. Los sucesos más significativos cuantitativamente fueron la masacre de la escuela de Toulouse en 2013 y el ataque al Hyper Cacher de Vincennes en 2015. De ahí la conclusión de que “los franceses judíos tienen veinticinco veces más de riesgo de ser agredidos que sus conciudadanos musulmanes”.

En cambio, el semanario alemán Focus rechaza la explosión de un “antisemitismo de inmigración”: sobre 339 casos del primer semestre de 2017, la responsabilidad de 312 correspondería a ciudadanos alemanes, y sólo 13 a personas de cultura musulmana (de Turquía y Afganistán). En todo 2017, de los 1468 actos antisemitas observados, la gran mayoría -1381- están ligados a la extrema derecha.

Pero no resiste la comparación con la vida de tantos cristianos en Asia y África. No es necesario recordar la falta de libertad religiosa en China y otros países, ni las barbaries sufridas en Irak o Siria, perpetradas por el llamado Estado Islámico en atentados brutales, o como consecuencia de victorias efímeras en conflictos regionales. En cambio, tiene menos eco el goteo diario de discriminaciones y actos de violencia –también mortales- en repúblicas islámicas como Pakistán.

A éstas se añade el incremento de asesinatos y ataques contra misioneros en países africanos, como Libia, Costa de Marfil, República del Congo, Nigeria, Sudán, Somalia o Kenia. Un despacho de la agencia Fides expone la necesidad de “un diálogo serio y constructivo entre los líderes de la Iglesia y los gobiernos para tomar las medidas necesarias para proteger a los agentes pastorales en el ejercicio de su misión”. Las causas de la inseguridad proceden de la pervivencia de bandas armadas autónomas en territorios pacificados, de la falta de programas para la integración social de los milicianos y de los males endémicos del desempleo y del déficit educativo.

En conjunto, según el informe anual de la ONG Open Doors, en 2017, 215 millones de cristianos sufrieron algún tipo de persecución en el mundo; murieron de modo violento 3066, más del doble que en 2016; 1257 sufrieron secuestros, y 1020 fueron alcanzados por algún tipo de violencia física y sexual. El dato positivo es la disminución de iglesias atacadas, dañadas o destruidas: 793, frente a las 1239 de 2016.

La gran diferencia con occidente es el espíritu de perdón y el silencio ‑no pasivo- de los cristianos ante esa auténtica persecución que sufren, sobre todo, en algunos países, como muestran con detalle informes internacionales. Esa dura realidad me ha movido a subrayar hoy el contraste.