La firma

 

¿Asistentes o verdugos?, la solución final

 

Es obvio que cuando se quiere convencer de algo que supura ausencia de ética y de moral, el lenguaje se llena de eufemismos

 

 

30/05/2018 | por Vicente Franco Gil


 

 

Acabar con la vida humana vuelve al debate en sede parlamentaria. La eutanasia salta de nuevo a la arena política, con la pretendida despenalización del suicidio asistido de nuestro Código Penal. Al parecer matar se quiere convertir en una práctica médica legal, dulcificando con ello la quiebra de derechos fundamentales. Cabe sospechar que la “cultura del descarte” pueda ser más rentable que universalizar a fondo los cuidados paliativos.

Es obvio que cuando se quiere convencer de algo que supura ausencia de ética y de moral, el lenguaje se llena de eufemismos. De esta forma actúan en gran medida nuestros representantes políticos, aunque a muchos no nos representen. ¿Alguno de ustedes llamaría asistente en vez de verdugo a quien ejecutaba a los reos en la guillotina o en el garrote vil?

La doctrina materialista, tan arraigada en nuestros días, somete la dignidad humana  a unos parámetros que se alejan del verdadero significado de la misma. El Estado no puede, o no debe, decidir cuando una vida se acaba, ni legislar siquiera a favor de la voluntad estrictamente individual. El ser humano es digno en sí mismo por el mero hecho de serlo, sin que las limitaciones físicas, psíquicas o sensoriales supongan, en ningún caso, restricciones de sus derechos fundamentales. Por ello que la suma aritmética parlamentaria decida sobre la vida humana, es decir, cuando empieza y cuando termina, es entrar en una dinámica corrosiva e ignominiosa.

Hablamos de igualdad, de no discriminación, de garantizar la integridad física y moral…pero la realidad pone de manifiesto que ciertas personas sobran. Nos venden como un clamor popular la reivindicación social del mal llamado derecho a morir. A tal efecto, un comité de expertos en cuidados paliativos de la Organización Médica Colegial (OMC), ya en 1990 estableció que “los gobiernos deben asegurar que han dedicado especial atención a las necesidades de sus ciudadanos en el alivio del dolor y los cuidados paliativos antes de legislar sobre la eutanasia”. Dicho comité llegó a la conclusión de que, con un desarrollo exhaustivo e íntegro de los cuidados paliativos, cualquier legislación referente a la eutanasia es completamente innecesaria. Por tanto, que nuestro Parlamento quiera atropellarnos con una legislación acerca de la misma, antes que desarrollar al cien por cien la medicina paliativa, comete a todas luces una frívola irresponsabilidad.

Nuestra Constitución ignora el derecho a morir. El gasto sanitario debe ser una prioridad gubernamental, no ofreciendo como alternativa al sufrimiento una vía fácil y rápida para causar alevosamente la muerte. Sabido es que normas argumentadas en la compasión y en el lagrimeo, acaban siendo un coladero indiscriminado de atentados contra la vida. Tal es así que, aplicar la eutanasia sería tanto como servir en bandeja el mayor fracaso para un médico, pues su código deontológico le marca una senda de acompañamiento terapéutico y alivio de aquellos síntomas que angustian, y en ningún caso provocar especialmente la muerte. Un paciente desea morir cuando no es asistido convenientemente en su amargura. Desea vivir cuando se ve acompañado en su padecimiento con calidad de vida, mientras le llega la muerte.

Con todo, gestionar nuestros impuestos en beneficio de la vida es lo que da verdadero valor a los intereses humanos. Aspirar a constitucionalizar el derecho a morir, denota la más absoluta descomposición de las sociedades modernas. Hay cuentos en los que Caperucita se convierte en lobo. Quizá éste sea uno de ellos.