Opinión

 

De la misericordia al neofariseísmo

 

 

04/06/2018 | por Tomás Salas


 

 

Una anécdota política

La dimisión de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Dª Cristina Cifuentes (25/04/2018), provocada (culminada, diríamos mejor) por realizar un pequeño hurto en unos grandes almacenes y por el trucaje, tan habitual, en un curso universitario, es una nimia anécdota en la vida política española, caracterizada por la falta de sustancia ética de los discursos y comportamientos y por la penuria intelectual de los debates. Sin embargo, tiene un gran interés como síntoma de la profunda mutación que ha experimentado la sociedad occidental en el terreno moral y axiológico.

Analicemos el hecho con cierto detalle. No se acusa en este caso de hechos graves o que supongan un perjuicio oneroso a otros. Además, son faltas extendidas en una gran cantidad de personas, de uso corriente y, de alguna manera, suponen conductas socialmente admitidas. Tampoco se observa que haya deslealtad a un código o unas normas que se hayan traicionado. Desde un punto de vista objetivo (estadístico, si se quiere), se trata de hechos irrelevantes comparados con los que vemos habitualmente, fuera y dentro de la política, con sólo asomarnos a los medios de comunicación. Sin embargo, en algún lugar debe radicar la gravedad de este asunto, cuando hay una opinión unánime de rechazo y condena y unas consecuencias prácticas clarísimas e inmediatas -la dimisión y el final definitivo de la vida política de esta pobre señora.

¿Dónde, pues, está la causa de tal gravedad? La labor intelectual, en gran medida, consiste en preguntarse por lo que parece obvio o, en todo caso, asombrarse (como hacía Ortega en sus geniales ensayos) de cuán extrañas resultan las cosas obvias. Lo extraño de este asunto vulgar es que a la Sra. Cifuentes no se la juzgase porque haya hecho algo mal (aunque realmente su conducta es claramente inmoral), porque haya incumplido un código o porque haya provocado un grave perjuicio a una o varias personas, sino porque su conducta no haya quedado oculta, haya salido a la luz de los medios. A sus detractores no les interesa la moralidad de su conducta (que es, repito, deficiente), sino la ruptura de un código formal de normas. Habría tolerancia para otros hechos más graves que no salieran a la luz o no se demostraran, pero, si el hecho en cuestión salta a la plaza pública, esta persona está condenada de forma inmediata y sin posibilidad de redención o arrepentimiento. El proceso es irreversible y definitivo: la persona queda estigmatizada para siempre.

Estamos, pues, frente a una moral que prima lo formal sobre lo sustancial. Una moral fundamentalmente, rígidamente formalista.

 

Medio siglo de aquella revuelta

Este mes cumple medio siglo la famosa revuelta de Mayo del 68 en Francia. En realidad fue un movimiento que se extendió por todo Occidente, aunque en España no tuvo una especial repercusión. Su aportación ideológica es una amalgama donde se juntan los eslóganes pegadizos (prohibido prohibir; la imaginación al poder; sé realista, pide lo imposible), las filosofías (?) pseudo-orientalistas, nuevas versiones del mito rousseauniano del “hombre natural” (movimiento hippy), aportaciones del marxismo cultural (Escuela de Frankfurt, las contradicciones internas del capitalismo…). Este movimiento tiene un alcance y una influencia enormes. Después de la revolución económica y política planteada por el marxismo, aquí se impulsa, quizá por primera vez después de la aparición del Cristianismo,  una revolución moral. Su mensaje fundamental es: busca el placer, la felicidad personal sin tener en cuenta los prejuicios, las convenciones, las tradiciones; en una palabra, libérate de los límites impuestos por la moral burguesa de raíces cristianas. Lo que comenzó siendo un revuelta estudiantil con un ámbito de actuación académico, se convirtió en una revolución política y, lo que es más importante, en un cambio profundo en los valores morales. Cambio que, en ocasiones, intentó llegar tan lejos, que asustó a sus mismos partidarios. Por ejemplo, cuando eximios intelectuales de la progresía como Michel Foucault, Jacques Derrida y Louis Althusser piden públicamente la legalización de las relaciones sexuales con menores, sin otro límite que el consentimiento de estos.

El cambio liberalizador, desinhibidor de prejuicios y atavismos, superador de antiguas normativas morales y religiosas iba a traer un mundo en el que el último valor absoluto es la propia voluntad y la búsqueda personal de la satisfacción y el placer. A la utopía marxista de un mundo sin explotadores ni explotados se sumaba la utopía de un mundo sin trabas ni prejuicios morales. Medio siglo después, ¿en qué ha quedado todo este impulso liberalizador? ¿Habitamos un un mundo más libre y sincero donde se viva y actúe con holgura, con confianza?

 

El nuevo paradigma del neofariseísmo

Todo parece indicar (el caso de la Sra. Cifuentes nos servía de ejemplo), que la respuesta a estas preguntas es negativa. La disolución de las antiguas normas no ha traído la liberación, sino todo lo contrario. De la moral clásica cristiana hemos pasado a un nuevo paradigma (permítaseme esta expresión de moda) que llamo el Neofariseísmo.

Esta ideología moral se caracteriza por: a) establece una rígido control, casi inquisitorial, en un solo sentido, desde una sola óptica, que es la de lo politically correct. b) Es más formalista que sustancial; consiste en el acatamiento de una serie de consignas ineludibles (por ejemplo, comenzar todo discurso dirigiéndose a “todos y todas”). c) Su veredicto es irreversible: si la conducta sale a la luz pública (las redes sociales) la persona queda estigmatizada sin posibilidad de redención, como la prostituta lapidada por los fariseos, de la que nos habla el relato evangélico.

El Cristianismo concibe al hombre como pecador, pero tiene la posibilidad de rectificar, de redimirse con ayuda de la Gracia. Evidentemente, el primer paso en este proceso es el acto de humildad y realismo de reconocer cada cual su limitación: la aceptación de la propia contingencia y menesterosidad. Este nuevo paradigma, que obvia esta visión antropológica, ha creado un hombre radicalmente autónomo, que no tiene ya necesidad de la Gracia, porque no hay redención posible cuando el tribunal de la political correctness ha emitido su veredicto. Se sitúa al hombre en un laberinto, cuya salida hacia lo trascendente ha sido tapiada. Es, al mismo tiempo, totalmente libre y totalmente esclavo.