Homo Gaudens

 

El hombre, ser claustral

 

 

29/06/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Uno de los elementos constitutivos de nuestra identidad personal está en el hecho de ser hijos. Muchos hombres y mujeres pueden no ser padres a lo largo de su vida, pero ninguno puede dejar de ser hijo. Y es que no podemos ser sin ser hijos. El hecho de ser hijo no es ni un complemento ni un suplemento que se une al propio ser, no es algo que se añade a la identidad. No somos y luego somos hijos, sino que desde el momento cero de nuestra existencia, esta viene caracterizada entre otros rasgos por el de nuestra filiación. La filiación es, por tanto, un rasgo formal de la identidad personal de cada cual, una pieza tan indesligable de la misma como pueden serlo las huellas dactilares o el perfil del ADN. Se trata un elemento esencial, por tanto. No deja de ser curioso comprobar que el dato de nuestra filiación ha permanecido inalterado en todas las versiones del DNI español, a pesar de las modificaciones que este documento oficial ha ido sufriendo a lo largo de los años.

Ser hijo resulta fundamental, en el más extenso e intenso sentido de la palabra. En un segundo momento habría que considerar que no podemos ser hijos sin más, sino que siempre somos “hijos de”. Este segundo apunte no es baladí y requeriría más atención de la que podemos prestarle, porque ahora todo el interés se centra en la idea inicial ya expuesta según la cual nuestra filiación es un dato de identidad constitutivo e inamovible, una constante biográfica que nos remite en todo momento a nuestros fundamentos, al origen personal, al punto de partida y a la historia particular de cada uno de nosotros.

Entre las diversas maneras de acercarse a este hecho universal de la filiación, hay una que merece la pena explorar y que reside en el dato biológico de que ser hijos consiste en comenzar a vivir dentro de un claustro cerrado, el seno materno. A primera vista podría parecer que este dato biológico, con ser importante, es más bien fugaz ya que a los nueve meses, llega el parto y con él la salida de ese recinto sellado para dar paso a la vida en campo abierto. Así es, ciertamente, la vida intrauterina es irretroactiva e irrepetible; no tiene marcha atrás, se vive una vez y no se puede repetir. Transcurridos los primeros nueve meses de existencia, el sello se rompe y la vida del hijo comienza a desenvolverse en el exterior.

El hecho es innegable, pero la percepción de que la vida claustral llega a su fin con el nacimiento es falsa. Abandonamos el seno materno para siempre, en efecto, pero no para vivir exclaustrados, sino para cambiar de claustro porque tras el parto lo que ocurre (lo que debería ocurrir en todos los casos) es que cambiamos de seno: la salida del útero materno coincide con la entrada en otro seno. Nacer es pasar del seno uterino a ese otro seno que es la familia, porque también la familia constituye un seno, un espacio de interioridad que nos acoge, nos envuelve y abastece de todo lo necesario para la nueva etapa. Las diferencias son evidentes porque el hijo ha pasado de la estrechez de un lugar oscuro y extremadamente reducido, en donde los movimientos están muy limitados, a otro espacioso donde existen el aire, los cambios de temperatura y la luz, y con la luz los colores. Las paredes no son ahora esa envoltura sin salida que es la placenta, sino los muros de la casa, que a su vez se abren al exterior con puertas y ventanas. En el primero los sentidos funcionaban con un escaso número de estímulos, en el nuevo seno los estímulos se han ampliado en calidad y cantidad, etc., etc., etc. Todo ha cambiado enormemente, los dos claustros tienen enormes diferencias, pero en ambos hay dos elementos invariables, dos rasgos permanentes que nos marcarán para siempre: por una parte, el hijo sigue siendo hijo, el mismo hijo, la misma persona, engendrada por los mismos padres, y por otra, los dos son claustros, con lo cual hay que afirmar que, tras el nacimiento, la vida humana se sigue desenvolviendo dentro de un claustro.

Este segundo seno que es la familia, satisfará todas las necesidades del hijo por poco tiempo. Al cabo de unos años, irá abriéndose al mundo, cada vez será menos dependiente de su familia y cuando llegue el día de su emancipación, por fin abandonará el nido familiar para iniciar una nueva etapa dotada de mayor autonomía. Con la salida de la  familia de origen, puede volver a parecer que ha dejado definitivamente de estar enclaustrado, pero la apreciación es tan falsa como cuando suponíamos que con el parto se decía adiós al claustro para siempre. La apreciación es falsa porque la vida claustral no ha desaparecido, simplemente hemos vuelto a cambiar de seno. El hijo emancipado ya no vive en el interior de la familia pero sigue estando en un claustro, el nuevo espacio de interioridad es el mundo.

Decir que el mundo es un recinto cerrado puede sonar a broma, pero no es ninguna broma y menos aún un dislate. ¿El mundo puede ser considerado un seno, un espacio de interioridad? No es que pueda ser considerado, no es que haciendo un esfuerzo de imaginación quepa interpretar el mundo como un seno, es que reúne todas las características propias de un seno, y por lo tanto, lo es. Ahora comprobaremos que se dan esas características, pero digamos antes que, para despejar dudas y entender con facilidad el mundo  como un seno, basta con que lo miremos a distancia. Nuestro mundo es el planeta Tierra. ¿A qué distancia hay que mirar a la Tierra para entenderla como un lugar cerrado? A la suficiente como para verla como lo que es, un pequeño planeta de color azul que flota en el espacio y que gira alrededor del sol como lo hacen el resto de los planetas. Para apreciarla así no tenemos que apoyarnos en la imaginación sino en la tecnología y pensar en ella como nos la presentan las imágenes tomadas desde el espacio. Cuando nos llegan fotografías de la Tierra a una distancia por la cual la vemos con el tamaño de una pelota, no es difícil hacerse la idea de que este mundo que aquí nos parece abierto y dilatado, en realidad es un punto minúsculo en el espacio que se va haciendo imperceptible a media que aumenta la distancia desde la cual se le mira. Sabemos que ese pequeño punto está habitado por millones de hombres (además de una multitud de otros seres vivos e inertes) cuya existencia se desarrolla dentro de una capa gaseosa llamada atmósfera, que siempre nos envuelve y sin la cual no podríamos vivir. ¿Y qué es la atmósfera sino una placenta que encierra en su interior a todos los que aquí vivimos? Una gran placenta que en vez de líquido amniótico contiene aire, un nuevo útero de contenido gaseoso que pertenece a la “madre tierra” y que reúne los rasgos esenciales de los demás senos por los que hemos ido pasando: el vientre de nuestra madre y el hogar. Así es. Nos nos envuelve por entero desde el principio, nos resulta imprescindible para poder vivir, nos provee de todos los recursos que necesitamos para nuestro crecimiento y desarrollo, y es inesquivable, ya que nos mantiene atrapados, sin poder escapar de él, hasta que llega el momento de una nueva la salida, esa salida que llamamos muerte.

Acabo de usar una expresión, “madre tierra”, sobre la que hay que decir algo porque muy fácilmente podemos entrar en confusión. Por una parte está la idea de que la tierra es como una madre común de todos los que la habitamos. Ya se entienda como el planeta Tierra o preferentemente como el elemento ‘tierra’, la idea de que la  tierra es madre pertenece a diversas mitologías y religiones paganas, las cuales adjudican a la tierra rango de divinidad relacionada con la fecundidad y con la vitalidad presente en el suelo, en los bosques y en las aguas. En esa línea habría que situar a Gea, la diosa Tierra de la mitología griega, madre de todas las razas divinas; a Cibeles, la ‘magna mater’ romana; a la Pachamama, ‘madre tierra’ de los incas; e incluso a la más próxima a nosotros, la Amalur de las leyendas vascas y cuyo nombre significa exactamente lo mismo: la ‘madre tierra’.

Ahora bien, si a la tierra le quitamos esa condición de divinidad femenina, resulta que, por otra parte, también encontramos que es entendida como madre en las páginas sagradas de la Escritura. La idea de que el hombre es hijo de la tierra en cuanto que su cuerpo procede de ella, está presente en las primeras páginas del Génesis y se repite en muchos otros pasajes. Así por ejemplo en el salmo 10, 18 se dice expresamente que “el hombre [está] hecho de tierra”. No es necesario conceder a la tierra estatus de persona, ni humana ni divina (cosa impensable en la Sagrada Escritura), para entender que somos hijos de la tierra puesto que de su seno hemos salido, de manera análoga a como hemos salido del vientre de nuestra madre. La comparación la encontramos, expresada literalmente, en el libro de Job. Job, viéndose arruinado y desposeído de todo cuanto tenía, exclama: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él” (Job 1, 20). ¿Cómo puede Job volver al seno de su madre? “¿Acaso puede [un hombre siendo viejo] volver al vientre de su madre”? (Jn 3, 4). Es evidente que no puede, por eso hay que entender que lo que Job está diciendo es que salió desnudo del vientre de su madre, la tierra, y desnudo volverá a él cuando muera. En sus palabras hay una doble afirmación; por una parte, está diciendo lo mismo que dirá el salmista, que todo hombre ha sido sido formado en el seno de la tierra: “Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi ser aún informe” (Salmo 139, 15-16), y por otra reconoce que su muerte consistirá en volver a su origen, al seno de la tierra, pues “todo cuanto viene de la tierra, a la tierra vuelve” (Eclo 40, 11). Este mismo libro, el Eclesiástico, lo sintetiza así: “El Señor creó al ser humano de la tierra, y a ella lo hará volver de nuevo” (Eclo 17, 1).

Dentro de la tradición católica, además de estas referencias de la Escritura, no podemos dejar de citar el célebre “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís en el cual el cual el santo alaba a Dios por la “hermana madre tierra”.

Resumimos brevemente lo dicho hasta ahora. Tres claustros: vientre materno, hogar y Tierra. Tres espacios interiores acogedores, tres senos, cada uno con su momento de abandono: nacimiento, emancipación y muerte. Los tres imprescindibles para la existencia, los tres abastecedores de cuanto necesitamos para vivir, los tres transitorios y caducos, si bien, mientras estamos en ellos, los tres han de retenernos en su interior para poder seguir viviendo.

Llegados a este punto hay que hacerse una pregunta, la pregunta por el sentido de la vida. ¿Y todo esto para qué? Respuesta: Para pasar al último y definitivo seno, al claustro eterno, el seno de Dios Padre.

Se podría pensar que al referirnos a Dios como un seno estamos forzando el lenguaje para rematar esta cadena de analogías que hemos iniciado en el vientre materno. Cabe pensarlo, faltaría más, pero entender a Dios como un seno infinito que nos alberga y nos da vida no es ninguna ocurrencia particular sino la imagen más acabada de unas palabras de San Pablo que vienen recogidas en los Hechos de los Apóstoles. San Pablo, en su célebre discurso en el Areópago de Atenas habló de Dios Padre así, como un seno vivo, al decir que “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). Y por otra parte hay otra página celebérrima de la Sagrada Escritura, el prólogo del evangelio de San Juan, que termina usando la expresión de manera literal: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). “El seno del Padre”, ese es el cuarto seno, del cual los judíos tuvieron un primer barrunto como destino final de los justos y para el que usaron la denominación “seno de Abraham”, el gran patriarca de quien se tenían por hijos. No se atrevieron a hablar del seno de Dios Padre porque Dios aún no había sido revelado como tal Padre, pero su idea no iba descaminada.

Este seno divino se diferencia más que se parece a los tres anteriores, pero mantiene los mismos elementos de continuidad que ya vimos antes. Nos envuelve desde el principio, nos marca y nos mantiene en la existencia en nuestra condición de hijos: es imprescindible para vivir, nos provee de todos los recursos que necesitamos para nuestro crecimiento y desarrollo, nos envuelve por entero y es inesquivable.

Ahora, ya para terminar, convendría decir algo de las diferencias, que son esenciales. Quizá la primera que salta a la vista es que este seno de Dios no tiene salida, como tienen los otros tres. Los otros tres son propedéuticos, preparatorios, este es terminal. En los otros tres se necesita ayuda para salir, en este se necesita para entrar. Otra diferencia bien notable es que los tres primeros son transitorios mientras que el seno de Dios es definitivo. Y la última, importantísima: en este seno, y solo dentro de él, se nos revelará nuestra identidad completa.