Homo Gaudens

 

Cliocentrismo

 

Es una toma de postura ante el pasado y, por tanto, ante la Historia; la postura que adoptan los hombres de la generación presente cuando están convencidos de que, de haber vivido en épocas pasadas, habrían hecho las cosas mejor que las hicieron los de esas épocas

 

 

11/07/2018 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

Ignoro si serán muchos los lectores que conozcan el término con el que viene titulado este artículo: ‘cliocentrismo’. Yo, por mi parte, lo he encontrado por vez primera hace muy poco tiempo, solo unos meses, en un libro de reciente publicación del profesor Fernando Vidal.

La palabra me cautivó por el significado que le atribuye su autor y con el fin de recabar y ampliar información, sin pérdida de tiempo, la introduje en varios buscadores de internet. Cuando vi el resultado, me llevé un buen chasco: cero entradas (para ser exactos diré que sí encontré una en Google, pero es un error; el buscador confunde ‘cliocentrismo’ con el término italiano ‘eliocentrismo’, que en esa lengua no lleva hache).

Y a todo esto, ¿qué significa ‘cliocentrismo’ según Fernando Vidal, a quien de momento debo tener como el padre del neologismo?

Es una toma de postura ante el pasado y, por tanto, ante la Historia; la postura que adoptan los hombres de la generación presente cuando están convencidos de que, de haber vivido en épocas pasadas, habrían hecho las cosas mejor que las hicieron los de esas épocas. El nombre viene de Clío, la musa griega de la Historia y según Vidal “cliocentrismo es creer que tu momento histórico o tu generación es mejor que las demás”, por el hecho de ser la tuya, me atrevo a añadir yo por mi cuenta. “Consiste ─sigue diciendo─ en atribuirse generacionalmente una mejora radical que minusvalora a las generaciones anteriores”*.

Una creencia que a pesar de no estar justificada, ha sido tomada como axioma por el fundamentalismo progresista. O sea, un prejuicio muy poco racional, que no tiene siquiera el mérito de ser nuevo porque es algo que se viene repitiendo generación tras generación; un prejuicio tan sobrado de superioridad como falto de realismo, que no hay por donde coger porque en él convergen varios errores de bulto, de los cuales vamos a señalar tres. El progresismo afirma, contra toda evidencia, que el mundo, y el hombre con él, avanzan hacia cotas de una perfección cada vez mayor, a medida que se van sucediendo las generaciones y los siglos. Se apoyan para ello en el desarrollo científico y tecnológico, cuyo progreso no solo es evidente, sino vertiginoso, pero yerran al extender esta parcela de verdad a la totalidad de la vida humana y a las distintas facetas de la realidad.

Que los adelantos tecnológicos actuales son superiores a los de épocas pasadas, sí es cierto; que el hombre actual supere a los de generaciones anteriores en su condición de humano no lo es. Está por demostrar que nosotros hayamos alcanzado alguna superioridad sobre nuestros antepasados en esa sabiduría de vida que es “el arte de vivir”. El hombre actual (entendiendo por tal el adulto que alumbra la cultura contemporánea, ese que ha dado en llamarse el homo ciberneticus) es más técnico, pero no más sabio y por eso la sociedad que ha construido es más sofisticada pero no más humana, es más igualitaria pero menos fraterna, está multiconectada pero anda muy ayuna de virtudes morales.

Echemos un vistazo ahora a algunos de esos errores de bulto que convergen en este prejuicio, siempre nuevo para cada generación (es decir, tan viejo como el hombre) y con un nombre ahora puesto al día gracias a este atinado neologismo.

El primero es un error de base y se refiere a la noción de tiempo. Pensar que el tiempo puede ser causa de algo es cosa parecida a pensar que los termómetros son los que causan el calor o del frío. El tiempo no puede ser causa porque no es un agente de nada pues no tiene capacidad de acción, no es un fin al que pueda tender ningún acto, ni constituye la materia ni la forma de nada; no es un principio de ninguna rama del saber, ni un instrumento, ni un fenómeno. El tiempo no es nada de todo eso porque el tiempo no es, no tiene ser. El tiempo no es, ni está, ni pasa, ni corre, ni huye, ni dura, ni hace nada de todas esas acciones que figuradamente le atribuimos. Lo que llamamos tiempo es un invento humano a partir de las cosas creadas (como todos los inventos), en este caso un invento para medir la permanencia de los seres en este mundo, en tanto que esta es medible porque hay nacimiento y muerte. Si no hubiera principio y fin, no habría tiempo, que es lo que ocurre con la eternidad. ¿Cómo se mide esa permanencia? Aplicando un patrón de medida, que son los dos movimientos de la Tierra con relación al Sol, de donde proceden las dos unidades fundamentales de medida, el año y el día, siendo las demás unidades múltiplos y divisores de estas dos fundamentales (décadas, siglos…, horas, minutos, segundos). Si esta es la condición del tiempo, difícilmente puede considerársele motor de cambio o de progreso alguno.

El segundo error tiene que ver las capacidades intelectuales. Sin que nadie haya podido medirlas, ni compararlas, parece darse por supuesto que los hombres del momento presente poseen una inteligencia más desarrollada, están dotados de un ingenio más agudo, de mayor creatividad y tienen una mayor capacidad de resolución de problemas. Ciertamente, el hombre actual puede proyectar y realizar viajes espaciales, acometer obras de ingeniería y poner en funcionamiento sistemas de comunicación impensables en épocas pasadas, pero no hay motivo para pensar que los arquitectos e ingenieros del pasado no habrían hecho al menos lo mismo de haber dispuesto de los recursos actuales. ¿Qué razón hay para suponer que los constructores de las pirámides mayas o egipcias, los arquitectos griegos y romanos, o los maestros de las catedrales góticas medievales, fueran hombres de menor inteligencia que los del siglo XXI?

Si de aquí saltamos al mundo del pensamiento, ¿alguien se atreve a decir que los filósofos actuales están haciendo aportaciones tan valiosas como las que debemos a las escuelas griegas, a los pensadores escolásticos o a las grandes figuras de los últimos siglos?

Atendamos ahora a la capacidad para resolver problemas prácticos, en lo que tanto hemos avanzado y en lo parece que no hay comparación posible: cura de enfermedades, urbanismo, comunicaciones, ordenamiento de la vida en común, relaciones sociales, etc. En estos campos es indudable que hemos conseguido cotas de bienestar muy altas, pero habría que ver qué denota mayor capacidad intelectual, si la consecución de los actuales niveles de confortabilidad y el hecho de poder dar soluciones a los problemas prácticos cotidianos, o, por el contrario, la sabiduría preventiva por la cual el hombre impide que surjan problemas nuevos y mayores. Valgan como ejemplo campos de acción tan prácticos como la medicina y la cirugía. Es verdad que hoy curamos más y mejor nuestras dolencias y que se pueden hacer intervenciones quirúrgicas inimaginables hace solo unas décadas, pero también es verdad que somos incapaces de erradicar patologías que se nos hacen resistentes y además, dada la proliferación de enfermedades que no cesan de surgir y aumentar, cabe pensar si tal vez no estaremos curando por una parte y generando nuevas enfermedades por otra. ¿O es que este progreso acelerado del que tan ufanos nos sentimos no pasa factura?, ¿nuestros usos y costumbres actuales, los artefactos informáticos, los nuevos materiales, los cada vez más sofisticados productos químicos e industriales, los que proceden de la manipulación genética… son completamente inocuos? ¿Hay alguna manera de distinguir si todo esto son avances o no son avances? Como resulta difícil de saber, hay que preguntarse por el resultado global. En mi opinión, la cuestión ecológica es un buen test para determinar si el balance final es progreso o no es progreso, o si lo que llamamos progreso de verdad merece la pena. Hay que preguntarse, en consecuencia, por el estado del planeta. A base de explotar nuestra inteligencia práctica, esa que se dirige a resolver los problemas cotidianos, ¿el planeta está mejor o peor?, ¿es más o menos habitable?, ¿la Tierra actual está más o menos sana que en siglos pasados?, ¿más o menos hermoseada?

El tercer error, que corre en paralelo con el segundo, se sitúa en el campo moral y tiene por objeto la bondad. Un cliocentrista da por hecho que su tiempo posee una bondad intrínseca que no tenían las épocas anteriores. Por eso se sorprende muchísimo ante la noticia de cualquier barbaridad de tipo moral cometida en esta época. Y suele expresarse así: Parece mentira que bien entrado ya el siglo XXI tengamos que ver cómo ─aquí la lista se hace interminable─… se compran y venden seres humanos, se subyuga a pueblos enteros, se prostituye a quien haga falta, se conciertan matrimonios infantiles, se condena a inocentes, se absuelve a culpables, se compran voluntades, etc., etc., etc. Estoy convencido de que el cliocentrista también se extrañaría de que haya habido cliocentristas en todas las épocas, repitiendo, generación tras generación, idéntica cantinela.

No me gustaría que se deslizase la idea de que tengo algo en contra del progreso tecnológico. No veo que sea de suyo perjudicial ni entiendo que tengamos que renunciar a sus ventajas. Personalmente celebro no solo no estoy cerrado a él, sino que celebro con gusto sus ventajas (si no fuera por él, este artículo no llegaría a sus destinatarios actuales en las condiciones que hoy llega, y muy probablemente ni siquiera llegaría); ahora bien, no nos consideremos más listos ni mejores ni pensemos que el tiempo por sí mismo trae adelantos ni retrocesos; de la historia somos responsables los hombres, que somos los verdaderos agentes, no el tiempo. En este punto, como en tantos otros, me apunto a la idea de San Agustín cuando decía que “nosotros somos los tiempos”.

Tras haber dicho algo de estos tres errores, conviene ahora ver qué se puede hacer para desmontar una creencia tan falta de racionalidad. Al hombre de fe, que no tenga problemas en aceptar la revelación, probablemente le baste con estas palabras de Jesucristo, dirigidas contra la hipocresía de los escribas y fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en vuestra contra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas”. (Mt 23, 29-31).

A los cliocentristas a quienes las palabras reveladas no les digan nada, les resultará más dificultoso desprenderse de su idea, pero sí hay un par de cosas que se les puede proponer. La primera es que en lugar de hablarles en abstracto de “los” antepasados lejanos, hay que centrar el argumento en “sus” antepasados concretos, y si se puede en los más recientes, es decir, en sus abuelos y padres. Y preguntar abiertamente: ¿tú te consideras intelectual o moralmente superior a tus padres y abuelos? La segunda es que entren en internet y busquen frases como estas: “no somos mejores que nuestros padres”, “parece mentira que a estas alturas de la historia”, “es increíble que en pleno siglo XXI” o similares, que de estas sí hay una buena cantidad de entradas con materia suficiente para la reflexión.

¿Podemos asegurar que somos mejores que nuestros padres? Cada cual sabrá. Yo, en mi caso, hago mías estas palabras del cardenal Newman, tomadas de uno de sus sermones universitarios: “No somos mejores que nuestros padres”, que vienen a ser un calco de la confesión del profeta Elías cuando desfallecido, y sin ninguna esperanza, después de una jornada de camino se tumbó bajo una retama, se dirigió a Dios e “imploró la muerte diciendo: «¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!»” (I Re 19, 4).

 

*VIDAL, F. (2018). La revolución del padre, p. 88. (Bilbao, Ediciones Mensajero).