Tribunas

Compromisos cristianos contra la pena de muerte

 

 

Salvador Bernal


 

 

A pesar del avance de los populismos nacionalistas, sigue el retroceso de la pena capital. No faltan sombras, porque vivimos en un mundo demasiado complejo, pero son más las luces, como corresponde a la época del año.

La Jornada mundial contra la pena de muerte, celebrada desde 2002 el 30 de noviembre, a partir de una propuesta de la Comunidad de San Egidio, ha sido precedida este año por una importante resolución de la tercera comisión de la asamblea general de la ONU: la petición a los Estados miembros de poner fin a las ejecuciones fue apoyada por 123 países, ocho más que en una consulta similar en 2016; 36 delegaciones votaron en contra y 30 se abstuvieron. La iniciativa de la moratoria está en la agenda de la organización internacional desde 2007 a instancias de Italia. A la diplomacia transalpina se unen diversas asociaciones de la sociedad civil, que forman una especie de Task Forke por la abolición; destacan, además de San Egidio, Amnistía Internacional y Nessuno Tocchi Caino. Significa un gran apoyo para el segundo protocolo facultativo del Pacto Internacional de derechos civiles y políticos, destinado a abolir la pena de muerte, aprobado por la asamblea general de la ONU el 15 de diciembre de 1989.

Entre las sombras figura en estos momentos Filipinas, por la radicalización de su actual presidente Rodrigo Duterte: promovió la batalla para introducir la sanción capital en el ordenamiento, pero va más lejos aún, con el fomento de ejecuciones extrajudiciales, especialmente en la lucha contra el narcotráfico. Se comprende el dramático llamamiento del obispo de Kalookan Pablo Virgilio David, vicepresidente de la Conferencia episcopal: “Un asesinato extrajudicial siempre es un error, aunque signifique la muerte de delincuentes. Esta es nuestra petición desesperada para el Adviento y la próxima Navidad: por el amor de Dios, ¡detengan las matanzas! Comencemos la sanación”.

Duterte está en guerra contra la droga desde que fue elegido presidente en 2016. Las instrucciones a las fuerzas de seguridad son radicales; de hecho, y según fuentes oficiales, la policía habría dado muerte a unos 5.000 sospechosos en redadas contra narcotraficantes; esa cifra podría multiplicarse por cuatro –incluidas las ejecuciones directas por escuadrones de “vigilantes”-, según organizaciones de derechos humanos. Llegó a producir un conflicto diplomático con Seúl, por la muerte brutal de un industrial surcoreano ajeno al tráfico de estupefacientes. Y, desde luego, es una de las causas de las diatribas de Duterte contra los obispos, hasta animar públicamente a matarlos, con lindezas de este estilo: “Esos bastardos no sirven para nada. Lo único que hacen es criticar”; la Iglesia católica sería la institución “más hipócrita del mundo” y “el 90% de sus sacerdotes son gais”.

Para el portavoz presidencial se trata de una hipérbole, a la que rehúsan responder los prelados. El portavoz de la conferencia episcopal afirmó escuetamente: “No queremos añadir más leña al fuego. Cualquier comentario sólo exageraría el asunto”.

En la estela del papa, y de la revisión del Catecismo de la Iglesia católica, también los obispos de Corea del Sur han relanzado durante el Adviento su campaña para abolir la pena de muerte en el país. Instan a los fieles y a los ciudadanos de buena voluntad a firmar la petición al gobierno de abolir la pena de muerte. Es la cuarta vez, desde 2005, que la Jerarquía católica coreana participa activamente en una campaña de firmas con esa finalidad. En el país existe una moratoria de hecho, porque la última ejecución tuvo lugar en 1997, pero no se ha derogado la máxima sanción del ordenamiento.

En este contexto, me permito recomendar la lectura del discurso del presidente de la Comunidad de San Egidio, Marco Impagliazzo, en el XI Congreso Internacional de Ministros de Justicia. Se publicó en ilfoglio.it con el título “No a la política de las emociones. ¿Por qué sigue siendo necesario luchar por la abolición de la pena de muerte?”

Una de las principales razones es que, en una sociedad donde el miedo y la frustración crecen, resulta indispensable una batalla absoluta por la vida, por toda vida. No se puede dejar llevar por el sentimentalismo, que exige soluciones radicales y rápidas, especialmente tras crímenes atroces, casi siempre ligados al terrorismo, al feminicidio o a violencias contra los más débiles.

Ciertamente, el panorama “de la violencia cotidiana sigue siendo sombrío. Las muertes violentas de tanta gente nos golpean. Es una herida, una cicatriz que desfigura a todas las sociedades, sin excepción”. Justamente por eso, es más importante aún el abolicionismo, “porque la lucha contra la pena de muerte priva en sí de toda legitimidad a cualquier muerte, homicidio, violencia y, sobre todo, a cualquier guerra, declarada o no declarada, justificada o no justificada”. Se trata, sin duda, de un mensaje cultural de máxima importancia. Porque “si ni siquiera en un proceso justo se puede condenar a muerte al culpable, entonces toda muerte violenta pierde sentido, no sirve de excusa ni, menos aún, de inevitabilidad”. No hay vida que no tenga valor. En cambio, ¿qué sentido tiene una justicia sin vida?