Servicio diario - 01 de enero de 2019


 

Fiesta de María, Santa Madre de Dios: "Necesitamos confiarnos a la Madre"
Redacción

"Mostrándonos a Jesús, el Salvador del mundo, Ella, la Madre, nos bendice"
Rosa Die Alcolea

Santo Padre: El Señor nos conceda ser "artesanos de paz" en casa, en la familia
Rosa Die Alcolea

P. Antonio Rivero: "Tres hombres, dos caminos, una estrella"
Antonio Rivero

Beata María Anna Blondin, 2 de enero
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

01/01/2019-16:30
Redacción

Fiesta de María, Santa Madre de Dios: "Necesitamos confiarnos a la Madre"

(ZENIT — 1 enero 2019).- "Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre", ha exhortado el Papa Francisco en la Misa dedicada a la Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios.

El Papa Francisco ha presidido la Eucaristía con motivo de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, en la Octava de Navidad, a las 10 horas, en la Basílica Vaticana, coincidiendo con la celebración de la 52a Jornada Mundial de la Paz, que este año trata sobre La buena política al servicio de la paz.

"Tómanos de la mano, María", he orado Francisco en su homilía. "Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios".

"Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios", ha invitado el Pontífice, "como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella".

"Admiración": Francisco ha llamado a vivir esta actitud al comienzo del año, porque la vida es un don "que siempre nos ofrece la posibilidad de empezar de nuevo", ha recordado. "Al inicio del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas". (...) "Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe", ha exhortado el Santo Padre.

RD

A continuación, ofrecemos la homilía que ha pronunciado el Santo Padre esta mañana, en la Santa Misa.

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Homilía del Papa Francisco

«Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (Lc 2,18). Admirarnos: a esto estamos llamados hoy, al final de la octava de Navidad, con la mirada puesta aún en el Niño que nos ha nacido, pobre de todo y rico de amor.

Admiración: es la actitud que hemos de tener al comienzo del año, porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de empezar de nuevo, incluso en las peores situaciones.

Pero hoy es también un día para admirarse delante de la Madre de Dios: Dios es un niño pequeño en brazos de una mujer, que nutre a su Creador. La imagen que tenemos delante nos muestra a la Madre y al Niño tan unidos que parecen una sola cosa. Es el misterio de este día, que produce una admiración infinita: Dios se ha unido a la humanidad, para siempre. Dios y el hombre siempre juntos, esta es la buena noticia al inicio del año: Dios no es un señor distante que vive solitario en los cielos, sino el Amor encarnado, nacido como nosotros de una madre para ser hermano de cada uno, para estar cerca: el Dios de la cercanía. Está en el regazo de su madre, que es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la humanidad. Y nosotros entendemos mejor el amor divino, que es paterno y materno, como el de una madre que nunca deja de creer en los hijos y jamás los abandona. El Dios-con-nosotros nos ama independientemente de nuestros errores, de nuestros pecados, de cómo hagamos funcionar el mundo. Dios cree en la humanidad, donde resalta, primera e inigualable, su Madre.

Al comienzo del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: Madre que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un encuentro, no es una religión. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe. Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un hermoso museo del pasado. La "Iglesia museo". La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella.

Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso ante todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida hacia nosotros nos dice: "Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre".

Esta mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura, palabra que muchos quieren hoy borrar del diccionario. Cuando en la fe hay espacio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.

Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no rico de futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.

Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.

En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo... María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque permanece con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia; allí está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve Regina la llamamos "vida nuestra": parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn 14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como "vida, dulzura y esperanza nuestra".

Entonces, en el camino de la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados consigo mismos e indiferentes a todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. La vida es así. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.

Dios no prescindió de la Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» ( Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la compasión.

Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios". Digámoslo todos juntos a la Virgen: "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios".

© Librería Editorial Vaticano

 

 

01/01/2019-18:54
Rosa Die Alcolea

"Mostrándonos a Jesús, el Salvador del mundo, Ella, la Madre, nos bendice"

(ZENIT — 1 enero 2019).- Hoy, octavo día después de la Navidad, celebramos la Santa Madre de Dios. "Como los pastores de Belén, permanecemos con la mirada fija sobre Ella y sobre el Niño que tiene en brazos. Mostrándonos a Jesús, el Salvador del mundo, Ella, la Madre, nos bendice", ha indicado el Papa Francisco.

Ante 40.000 personas reunidas en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco se dirigió a ellos desde la ventana de estudio en el Palacio Apostólico del Vaticano para recitar el Ángelus, al término de la Santa Misa celebrada en la Basílica Vaticana con motivo de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, y coincidiendo con la 52a Jornada Mundial de la Paz.

"El icono de la Santa Madre de Dios nos muestra al Hijo, Jesucristo, el Salvador del mundo. Él es la bendición para cada persona y para toda la familia humana. Él, Jesús, es fuente de gracia, misericordia y paz", ha anunciado el Papa Francisco en la Solemnidad de María, Santa Madre de Dios.

Estas son las palabras del Santo Padre en la introducción de la oración mariana:

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Palabras del Papa antes del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buen año nuevo a todos!

Hoy, octavo día después de la Navidad, celebramos la Santa Madre de Dios. Como los pastores de Belén, permanecemos con la mirada fija sobre Ella y sobre el Niño que tiene en brazos. De este modo, mostrándonos a Jesús, el Salvador del mundo, Ella, la Madre, nos bendice.

Hoy la Virgen nos bendice a todos, a todos. Bendice el camino de cada hombre y cada mujer en este año que empieza, y que será bueno precisamente en la medida en que cada uno haya recibido la bondad de Dios que Jesús vino a traer al mundo.

En efecto, la bendición de Dios que da sustancia a todos los buenos deseos que se intercambian estos días. Y hoy la liturgia narra la antigua bendición con la que los sacerdotes israelitas bendecían al pueblo. Escuchemos bien, así dice: "Te bendiga el Señor y te custodie. Que el Señor haga brillar su rostro y te dé gracia. Que el Señor le dirija su rostro y le conceda paz". (Nm 6,24-26). Esta es la bendición antiquísima.

Por tres veces el sacerdote repetía el nombre de Dios, "Señor", extendiendo la mano hacia el pueblo reunido. En la Biblia, de hecho, el nombre representa la realidad misma que viene invocada, y así, "poner el nombre" del Señor en una persona, una familia, una comunidad significa ofrecerles la fuerza benéfica que proviene de Él.

En esta misma fórmula, por dos veces se nombra el "rostro", el rostro del Señor. El sacerdote ora para que Dios "lo haga brillar" y "lo convierta" en su pueblo, y así le conceda misericordia y paz.

Sabemos que según la Escritura el rostro de Dios es inaccesible al hombre: ninguno puede ver a Dios y permanecer con vida. Esto expresa la trascendencia de Dios, la grandeza infinita de su gloria. Pero la gloria de Dios es toda Amor, y por lo tanto, permaneciendo inaccesible, como un Sol que no se puede mirar, irradia su gracia sobre cada criatura y, de modo especial, sobre todos los hombres y las mujeres, en el que más se refleja.

"Cuando llegó la plenitud del tiempo" (Gal 4,4), Dios se reveló mediante el rostro de un hombre, Jesús, "nacido de mujer". Y aquí volvemos al icono de la fiesta de hoy, del que partimos: El icono de la Santa Madre de Dios, que nos muestra al Hijo, Jesucristo, el Salvador del mundo. Él es la bendición para cada persona y para toda la familia humana. Él, Jesús, es fuente de gracia, misericordia y paz.

Por eso el santo Papa Pablo VI quiso que el primero de enero fuera el Día Mundial de la Paz; Y hoy celebramos el quincuagésimo segundo, que tiene como tema: La buena política está al servicio de la paz. No creemos que la política esté reservada solo a los gobernantes: todos somos responsables de la vida de la "ciudad", del bien común; y la política también es buena en la medida en que cada uno hace su parte al servicio de la paz. Que la Santa Madre de Dios nos ayude en este compromiso diario.

Me gustaría que todos la saluden ahora, diciendo tres veces: "Santa Madre de Dios". Juntos: "Santa Madre de Dios", "Santa Madre de Dios", "Santa Madre de Dios".

 

 

01/01/2019-20:58
Rosa Die Alcolea

Santo Padre: El Señor nos conceda ser "artesanos de paz" en casa, en la familia

(ZENIT — 1 enero 2019).- "Por intercesión de la Virgen María —ha orado el Papa— el Señor nos conceda ser artesanos de paz" y ha añadido que esto debe comenzar "en casa, en la familia" y "cada día del nuevo año".

El martes 1 de enero de 2019, tras rezar a la Madre de Dios junto a miles de peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Francisco expresó sus mejores deseos para este nuevo año que inicia en el marco de la celebración del Día Mundial de la Paz.

A continuación, ofrecemos las palabras pronunciadas por el Papa Francisco, después de rezar el Ángelus, este martes, 1 de enero de 2019.

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Palabras del Papa después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas,

En el día de Navidad lancé a Roma y al al mundo un mensaje de fraternidad. Hoy lo renuevo como deseo de paz y de prosperidad. Y rezamos todos los días por la paz.

Agradezco al Señor Presidente de la República Italiana por los saludos de afectos que me dirigió ayer por la tarde. El Señor bendiga siempre su alto y precioso servicio al pueblo italiano.

Mis deseos cordiales van especialmente a vosotros, queridos romanos y peregrinos que hoy están aquí en la Plaza de San Pedro, ¡tan numerosos!

¡Parece una canonización esto! Saludo a los participantes en la manifestación Paz en toda la tierra, organizada por la Comunidad de San Egidio. Y aquí quiero expresar mi aprecio y cercanía a las innumerables iniciativas de oración y de empeño por la paz que en esta Jornada se llevan a cabo en cada parte del mundo, promovidas por la comunidad eclesial; Recuerdo en particular lo que ocurrió ayer por la tarde en Matera.

Por intercesión de la Virgen María, el Señor nos conceda ser artesanos de paz —y esto comienza en casa, en la familia: artesanos de paz— cada día del nuevo año. Y os deseo, de nuevo, un buen y santo año. Por favor, no se olviden de rezar por mí. Buena comida y adiós.

 

 

01/01/2019-08:09
Antonio Rivero

P. Antonio Rivero: "Tres hombres, dos caminos, una estrella"

 

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA

Ciclo C

Textos: Is 60, 1-6; Ef 3, 2-3.5-6: Mt 2, 1-12

Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.

Idea principal: Tres hombres, dos caminos, una estrella.

Síntesis del mensaje: Tres hombres, dos caminos y una estrella nos invitan hoy a la fe. La palabra que hoy resuena es "luz", que esconde una gran realidad, la fe. Tanto en Roma como en Egipto y Oriente, las fiestas del 25 de diciembre y del 6 de enero tenían mucho que ver con la luz: la luz cósmica que, por estas fechas, empieza en nuestras latitudes a "vencer" a la noche, después del solsticio de invierno que es el 21 de diciembre. De ahí es fácil el paso a la luz de Cristo, el verdadero Sol que ilumina nuestras vidas. Y esos tres hombres —y tantos otros- se encontraron con ese Sol y fueron iluminados con la luz de la fe. Y esa luz cambió su vida y se fueron por otro camino, el de la fe en Cristo.

 

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, tres hombres, que la tradición popular ha puesto nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar. Tres reyes magos, legendarios, simbólicos, representantes de todos los hombres y mujeres de buena voluntad divina, que buscan a Dios, cruzan mil penalidades y le encuentran. Éstos son los reyes magos en quien creo. Los tres aventureros del desierto, de Dios y las estrellas; en cuanto la estrella les hizo el primer guiño nocturno, se ponen en camino, desamarran el camello y se echan al desierto, con sus noches y alboradas. Los tres, representativos de todos los hombres y mujeres, que en la vida apuestan a divino contra humano, a espiritual contra material, Dios contra egocentrismo. Ni saben por qué pero van, que es lo grande. Ni saben adónde pero van, que es lo bueno. Ni saben a qué pero van, que es lo divino. Es la nostalgia de Dios que todo hombre tiene en lo profundo del corazón, invitándonos a la fe en ese Dios, hecho hombre, hecho carne, hecho niño.

En segundo lugar, dos caminos. Los caminos de la vida son dos: el que va y llega, y el que ni llega ni va a Dios. El que va y llega es el camino del hombre honesto que busca la felicidad y el sentido de la vida más allá de sus satisfacciones inmediatas y materiales. Este camino no está exento de asaltos y peligros, de oscuridad, pues la estrella se ocultó. Pero es un camino que, cuando el hombre es sincero consigo mismo y mira la trascendencia, llegará al portal de Belén y se encontrará con ese Dios paradójico, hecho carne, que les esperaba y les sonríe. El otro camino es triste, pues ni llega ni va a Dios. Es el camino del desenfreno egoísta, idolátrico y ambicioso, representado en el rey Herodes, que en vez de acompañar a esos magos y ponerse en camino, se quedó sentado en su sillón real, temeroso que alguien se lo usurpase, y nadando en sus placeres materiales.

¿Cómo terminó este Herodes? Según Flavio Josefo en sus "Las Antigüedades de los judíos" Libro XVII, caps. VI al VIII: "La enfermedad de Herodes se agravaba día a día, castigándole Dios por los crímenes que había cometido. Una especie de fuego lo iba consumiendo lentamente, el cual no sólo se manifestaba por su ardor al tacto, sino que le dolía en el interior. Sentía un vehemente deseo de tomar alimento, el cual era imposible concederle; agréguese la ulceración de los intestinos y especialmente un cólico que le ocasionaba terribles dolores; también en los pies estaba afectado por una inflamación con un humor transparente y sufría un mal análogo en el abdomen; además una gangrena en las partes genitales que engendraba gusanos. Cuando estaba de pie se hacía desagradable por su respiración fétida. Finalmente en todos sus miembros experimentaba convulsiones espasmódicas de una violencia insoportable".

Finalmente, una estrella. Yo no sé si la estrella de este evangelio estuvo alguna vez colgada en el firmamento —tal vez sí-; o fue la conjunción luminosa de los planetas Júpiter y Saturno allá por los años en que nació Jesús —bien posible-; o fue una inspiración potente y divina que sonó en el corazón estos paganos —que eso creo- y los citó al encuentro con Dios. Yo creo en la estrella de los magos, que fue inspiración divina; yo creo en los magos de la estrella, que reaccionaron a la inspiración de Dios. Yo creo en la estrella de los hombres, que es impulso divino, y creo en los hombres de la estrella, que, oír a Dios y ponerse en camino, todo es uno. ¡Pobre corazón humano y cómo te cuesta alzar de la vulgaridad, amar lo invisible y latir por la trascendencia! Y como estos magos, hay muchos hombres buscadores y halladores de Dios: esos son los magos en que yo creo. Estos magos trataban de leer la «firma» de Dios en la creación. Pero, al ser hombres sabios, sabían también que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón en busca del sentido último de la realidad y con el deseo de Dios, suscitado por la fe, como es posible encontrarlo, más aún, como resulta posible que Dios se acerque a nosotros. Y yo quiero ser uno de ellos, todos los días, en búsqueda de Dios, con mi fe, mi esperanza y mi amor. Con mi fe, como faro para el camino. Con mi esperanza, como cayado para sostenerme. Con mi amor, como fuego que me anima y calienta mi corazón para calentar al que está a mi lado y también yo camino hacia ese Dios encarnado en Cristo. Y todos los días quiero darle en mi oración el oro de mi libertad, el incienso de mi adoración y la mirra de mis sufrimientos y penalidades. Al final, para los Magos fue indispensable escuchar la voz de las Sagradas Escrituras: sólo ellas podían indicarles el camino. La Palabra de Dios es la verdadera estrella que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina.

Para reflexionar: ¿Cómo está la luz de mi fe en Cristo? ¿Todos los días camino hacia Jesús iluminado por esa luz? ¿Trato de que la luz de mi fe ilumine mis pasos para que otros que caminan a mi lado se beneficien del resplandor de mi buen ejemplo y lleguen a Cristo? Con el papa emérito Benedicto XVI les invito a esto: "Dejémonos guiar por la estrella, que es la Palabra de Dios; sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo puede darnos. Y también nosotros podremos convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha hecho brillar sobre nosotros. Amén"(6 de enero 2011).

Para rezar:

¡Oh Santos Reyes que desde el oriente
supisteis, iluminados por la luz de la fe,
encontrar en el cielo el camino de Belén!,
alcanzadnos de aquel Niño Divino que adorasteis primero,
el vernos libres de las hechicerías de la falsa ciencia
y de los caminos tortuosos del mundo,
para que, a través del conocimiento de los cielos,
los mares y la tierra,
y de todo lo que hay en ellos,
alcancemos al que lo creó todo de la nada,
para facilitar el camino de la salvación a todos,
y así poder ofrecer el fruto de nuestro saber y de nuestro amor,
como oro al Rey de reyes
y como incienso
y mirra al Dios
y hombre verdadero.

Amén.

 

 

01/01/2019-21:04
Isabel Orellana Vilches

Beata María Anna Blondin, 2 de enero

«Esta fundadora de las Hermanas de Santa Ana fue hartamente incomprendida en su labor apostólica por miembros de la Iglesia. Acogió los contratiempos de forma tan heroica que bien puede considerársela una mártir del silencio»

Hoy día de san Basilio Magno y de san Gregorio Nacianzeno, celebramos la vida de Maria Esther Blondin Soureauque nació el 18 de abril de 1809 en Terrebonne, Québec, Canadá. Sus padres eran unos humildes agricultores, sin formación alguna, que sacaron adelante a sus doce hijos; ella fue la tercera y llegó a la edad adulta siendo iletrada como sus progenitores. Sin embargo, ante esta deficiencia que cerraba las puertas a quienes se hallaban en su situación, reaccionó positiva y activamente poniendo todo de su parte para erradicar esa exclusión que padecían tantas personas de su época sumidas en la ignorancia, como ella.

A los 20 años consiguió empleo para servicio doméstico de una familia, labor que realizó después con las religiosas de la Congregación de Notre-Dame. Fue una ocasión de oro, que no desaprovechó, para aprender a leer y escribir, como era su deseo. Yendo más lejos, se integró con la comunidad pero al caer enferma no pudo concluir su noviciado y dejó la Congregación, aunque poco tiempo después respondió a la invitación de otra antigua novicia que regentaba una escuela y solicitaba su ayuda. A partir de entonces se aplicó a los estudios con tanto afán que ella misma llegaría a asumir la dirección del centro. Después, sensibilizada por las carencias educativas que percibía en su entorno, en 1850 puso en marcha la Congregación de las Hermanas de Santa Ana y tomó el nombre de Marie Anna. Valiente y audaz, en el centro comenzó a dar clases simultáneamente a niños y niñas sin recursos reunidos en el mismo aula, decisión pionera esta educación mixta que no convenció a todos. Frente a las críticas, su fortaleza espiritual, emanada de la oración, era su más preciado tesoro: «Yo rezo después de largo tiempo y siento que es la oración sola que ha podido darme la fuerza de presentarme aquí hoy día».

La amargura llegó a su vida después de establecerse en Saint-Jacques-de-l'Achigan (actual Saint-Jacques-de-Montcalm) para dar acogida a la numerosa comunidad que se había acrecentado. Los contratiempos surgidos con el capellán del convento, padre Maréchal, fueron los causantes de su renuncia como superiora que se produjo a demanda del prelado Bourget. Pero el empecinamiento del joven sacerdote la perseguía, y de nuevo fue apartada de la dirección del pensionado de Sainte-Geneviéve, misión que ostentó después de su cese como responsable de la comunidad.

En Saint Jacques, la fundadora fue sacristana y realizó las humildes tareas que iban encomendándole para dar respuesta puntual a las necesidades que se producían. No ocultó su situación que expuso en una carta a monseñor Bourget en 1859: «El año pasado, como su Grandeza lo sabe, yo no tuve ninguna función en los oficios, yo permanecí reducida a cero durante todo ese tiempo; este año fui suficientemente digna de confianza para que se me confiaran dos de ellos, dándoseme como ayuda a aquellas que habían trabajado en esos dos oficios el año pasado. Estos oficios son la sacristía de la parroquia y el guardarropa».

En esas condiciones, oculta y menospreciada, vivió durante tres décadas hasta que llegó su muerte. Humilde y paciente, supo vivir una heroica caridad. Cuando se le negó mantener correspondencia con el prelado acogió la indicación con visible espíritu de obediencia, llena de fortaleza. Sabía que estaba en manos de Dios. Fue una «mártir del silencio», título que su biógrafo, el padre Eugéne Nadeau, dio al relato de su vida en 1956. Había abanderado un ambicioso y fecundo movimiento de solidaridad ejercido a través de la educación para devolver la dignidad a los excluidos por razones culturales y sociales. Ayudó a viudas, campesinos, los huérfanos supervivientes del tifus, los abandonados, etc., y puso a su alcance las herramientas para su formación. De ese modo ejercía su caridad con ellos, encarnaba la obra de misericordia: «enseñar al que no sabe». «Yo rezo después de largo tiempo y siento que es la oración sola que ha podido darme la fuerza de presentarme aquí hoy día», manifestaba. Lo confió todo a la divina Providencia y extrajo su fortaleza de la Eucaristía. Murió perdonando al padre Maréchal el 2 de enero de 1890, en Lachine, Canadá, cuando su Instituto estaba ya extendido a varios países americanos y había 428 religiosas dedicadas a la formación de los niños. Fue beatificada por Juan Pablo II el 29 de abril de 2001.