Colaboraciones

 

Una sociedad sin perdón

 

 

13 marzo, 2019 | por Jordi Soley


 

 

Una reciente polémica me ha hecho reflexionar sobre el mundo en que vivimos y las consecuencias de la pérdida de la visión cristiana de la vida. Me refiero a la discusión sobre la candidata de Podemos en Ávila, Pilar Baeza, y el hecho de haber sido condenada por asesinato.

No hace falta haber leído mucho de lo que escribo para adivinar que la probabilidad de que vote alguna vez a Podemos es nula. Tampoco he perdido mucho tiempo informándome sobre los detalles del truculento caso; la verdad, tengo cosas más importantes y gratificantes que hacer. Pero sí me llamó la atención la primera reacción de tantos, desconocedores también de los pormenores del caso, rasgándose las vestiduras por el hecho de que una persona condenada por asesinato y que ha cumplido la pena impuesta vaya a presentarse a unas elecciones. Como si el hecho de haber cometido una atrocidad en el pasado la descalificara para siempre para cualquier cargo o responsabilidad.

No es una lógica aislada ni una rareza nuestra. Es la lógica que cada vez más se va imponiendo en nuestro secularizado mundo.

Recientemente el actor Liam Neeson se ha encontrado en el centro de la polémica tras confesar que hace más de 40 años, traumatizado por la violación de una amiga por parte de un hombre negro, salió a la calle llevando escondida una porra esperando cruzarse con un negro que se dirigiera a él agresivamente para descargar sobre él toda su rabia. Parece ser que lo intentó varias veces, sin éxito, hasta darse cuenta de que lo que estaba haciendo no estaba bien. Neeson no llegó a golpear a nadie, se arrepintió y cambió de comportamiento. Y sin embargo, cuatro décadas después la turba políticamente correcta exige su cabeza y han conseguido que el boicot sobre Neeson ya haya dado sus primeros resultados, obligándole a suspender la presentación de su última película y a cancelar sus apariciones televisivas.

Otro caso es el de Ralph Northam, el gobernador demócrata de Virginia. Resulta que en el libro del año escolar de 1984 de su colegio aparece una foto de dos estudiantes disfrazados, uno con la cara pintada de negro y el otro con un traje del Ku Klux Klan y se le acusa de ser uno de ellos. Un gesto de mal gusto, una estupidez de crío tonto, pero ¿tiene sentido exigir su dimisión? ¿Una tontería de hace 35 años de veras le incapacita para ser gobernador? ¿Nadie puede ya equivocarse? ¿Nadie puede ya cambiar? ¿Quedamos condenados de por vida por un error?

Claro, se me dirá, no es lo mismo un disfraz inapropiado o una agresión que no llega a materializarse que un asesinato. Y es cierto. En este último caso es exigible que el criminal sea condenado y cumpla la pena impuesta (la discusión sobre si la pena para estos casos de asesinato es justa o no es otra discusión) antes de poder retomar su vida en paz con la sociedad. Pero, al menos desde una visión cristiana, debería poder tener una nueva oportunidad. Insisto: no juzgo sobre los detalles del caso Baeza, que a tenor de algunos titulares son bastante oscuros, sino acerca de la facilidad con que la sociedad condena de por vida a quien ha cometido un crimen.

Al fin y a, cabo el mensaje que uno puede leer en todos estos casos es que nuestras sociedades no perdonan nunca, no olvidan nunca y que tus errores, o tus crímenes, van a perseguirte hasta tu último aliento. Y me parece que este mensaje, esta cultura de condena irremisible, está directamente relacionado con el abandono de la fe cristiana.

Una cultura que ha dado la espalda a Cristo es una cultura que niega la posibilidad del perdón, del arrepentimiento, de la regeneración y, por el contrario, se hunde en un ciclo sin fin de venganza. Los cristianos lo vemos de otra manera: nos sabemos pecadores y sabemos, porque numerosos santos así lo atestiguan, que acudiendo a la gracia de Dios es posible cambiar, y que un ladrón, un asesino, un criminal, puede acabar convirtiéndose en modelo de vida. Esto no significa negar la gravedad de ciertos crímenes, ni tampoco negar que quien comete un crimen debe pagar por él, pero la posibilidad de redención, de cambiar de vida, está en la base de aquella cultura cristiana que nos hizo florecer y de la que ahora renegamos.

Hemos quitado a Dios de nuestras sociedades creyendo que así nos liberaríamos de no sé cuántas cadenas y vamos a descubrir que lo que queda, cuando se expulsa la fe, es el antiguo mundo de la imposibilidad de redención, de la venganza, del destino inexorable y de las masas inmisericordes. Un auténtico infierno.