Editorial

 

Sin virtudes la democracia no es posible

 

 

19 marzo, 2019 | por ForumLibertas.com


 

 

Un elemento determinante de la situación de crisis acumuladas e irresueltas es la pérdida social e individual de la ética guiada por las virtudes, que tan bien explica Alasdaire MacIntyre en Tras la Virtud.

La democracia necesita determinadas virtudes sin las cuales resulta inviable. Cuanta más complejidad ha alcanzado el funcionamiento de la democracia más ha decaído la idea de que eran necesarias determinadas prácticas buenas -las virtudes- para que fuera efectiva, de forma que ella ha derivado hacia una escalada inacabable de derechos, que no están equilibrados con los correspondientes deberes, que exigirían por su cumplimiento determinadas virtudes que no se logran. La democracia se ha convertido en un amplio y creciente enunciado de valores vacíos e inoperativos, entre otras razones, por la principal de que su logro necesita  de las virtudes correspondientes. De poco sirve proclamar la honestidad, si los sujetos no están forjados en la práctica de la virtud de la templanza, la moderación, por situar un ejemplo de la relación entre valor y virtud.

A la democracia para ser real no le basta  con las leyes, también  necesita  ser virtuosa; esto es, demanda de un aprendizaje, de una techne, un método,  de las virtudes, no solamente intelectuales, sino morales, y este aprendizaje requiere una instrucción. La educación de los padres, la escuela, la universidad, la empresa y el trabajo, la sociedad en su conjunto debería cultivar la formación personal en el conocimiento y práctica de las virtudes, para así poder ejercerlas. Pero este no es el caso porque ni siquiera existe un acuerdo sobre su necesidad, y menos todavía sobre su identificación. Las virtudes que como mucho se reconocen necesarias para la vida política, son, sobre todo “técnicas”, pero no morales.

La idea de virtud, siguiendo a MacIntyre, puede responder a conceptos diferentes, aunque no antagonistas: uno es el de aquella práctica que permite ejercer un papel social. Es el concepto propio que nos transmite la tradición homérica. Otra es la que presenta Aristóteles, el Nuevo Testamento, y Tomàs de Aquino, en la que  la virtud es una calidad que permite a un individuo progresar hacia el logro del fin humano, natural o sobrenatural, el telos. Finalmente, y mucho más reciente, es la idea de virtud como cualidad útil para conseguir el éxito terrenal y celestial propia de Franklin. Son concepciones diferentes, ciertamente, pero es posible forjar un único concepto. La virtud es la cualidad adquirida que permite conseguir el fin propio del ser humano, su pujanza entendida como la realización de la vida buena, que procura un servicio a la comunidad y facilita el éxito en nuestros propósitos.

Las virtudes constituyen aquellas actitudes que mantienen las prácticas y nos permiten lograr los bienes internos a estas, y la investigación de aquello que es bueno, ayudándonos a vencer los peligros, tentaciones y distracciones a los que continuamente nos enfrentamos, proporcionándonos un continuo y creciente conocimiento del bien.

Un hecho añadido a la dificultad de educar en las virtudes es que ellas necesitan una comunidad que las reconozca y ejercite. A la vez la existencia de esta comunidad tiene como condición necesaria la disponibilidad de una tradición forjada en torno a unos acuerdos fundamentales. Virtudes – comunidad – tradición, forman un tríptico solidario. Pero hoy y en el mejor de los casos, todo esto es confuso, impreciso, si no contradictorio.

Una condición esencial para la política democrática es la virtud de la amistad civil aristotélica, que podemos traducir en significación actual, como concordia. Es una manifestación de afecto y respeto que se profesan entre si los extraños, en tanto todos coinciden en el reconocimiento mutuo que aportan sus capacidades por el bien de la polis. La política en su versión actual, que se califica a sí misma de liberal, está en la antítesis de esta concepción, y permanece instalada en la destrucción de los prestigios personales de los contendientes.

La reflexión final es obvia. La regeneración democrática tan solo es factible con una transformación radical de la concepción moral y política -que son concepciones interdependientes- de la sociedad y su traducción en leyes y conductas. Y en este hecho radica la naturaleza irrevocable de la crisis de la política tal como es, entendimiento y practicada, y por tanto de la sociedad.