Colaboraciones

 

Rabia fiscal de un súbdito vasallo

 

 

05 junio, 2019 | por Antonio Durán-Sindreu


 

 

No; no me he vuelto loco. Pero sí he de reconocer que siento una enorme rabia “fiscal” por situaciones que ni comprendo ni comprenderé jamás.

Y la siento por lo inconscientes que somos de no poner fin a las graves consecuencias que para la economía tienen determinadas actuaciones de la Administración a quien, lo digo ya, no critico, porque no toda la culpa es suya; actuaciones que se resumen en un desincentivo a la emprendeduría y a la nada fácil gesta de crear riqueza. Me estoy refiriendo a la insoportable inseguridad jurídica que paraliza decisiones e inversiones; al enorme retraso de nuestra justicia; a la falta de mecanismos de mediación y arbitraje; a nuestra inestabilidad legislativa; a nuestra más que deficiente calidad de las leyes; y a nuestra insoportable conflictividad tributaria.

En este contexto, cumplir la ley es tan difícil como conseguir un pleno en la quiniela. Es un tema de suerte; no de certeza.

El primer beneficiado de tal grado de inseguridad es la propia Administración que siempre encuentra una interpretación de la ley distinta a la del contribuyente pero más gravosa para él. Y claro, como a la Administración le asiste el principio de legalidad, el súbdito vasallo, que no es otro que el contribuyente, ha de iniciar un largo proceso de penitencia en los distintos y mal dotados tribunales para que, después de mucho tiempo, estos sentencien como mejor proceda en Derecho; sentencia que ya de nada sirve porque el propio transcurso del tiempo ha dejado en desuso aquel negocio en concreto.

Pero claro, la Administración lo ve desde otra perspectiva. Para esta es el ciudadano astuto y pícaro quien, siempre pendiente de todo vacío normativo, se aprovecha del mismo perjudicando a la Hacienda Pública y a todos los españoles. No lo critico; lo constato.

Frente a ambos, el político no se entera absolutamente de nada salvo de la sentencia de las hipotecas o la de la prestación por maternidad que, claro está, es lo que el pueblo entiende y la demagogia aprovecha para exigir que los impuestos los paguen los bancos y que la exención de la prestación se materialice de inmediato.

Pero se olvidan de la cocina. Del grave problema interno que paraliza a empresas y a inversores. Se olvidan de la inseguridad jurídica de verdad, que, como la diabetes, el pueblo no percibe. Por eso la llaman la “muerte silenciosa”. No se percatan de que el transporte público está en jaque porque la AEAT interpreta que las subvenciones que lo financian tributan por IVA, circunstancia que impacta en los presupuestos públicos y en los costes del propio servicio; que los profesionales, médicos, arquitectos, ingenieros y un largo etcétera, no saben si constituir una sociedad es un fraude o una opción que la ley les permite. Que tras una dura recesión económica de la que con apuros algunos han sobrevivido, viene ahora la inspección y dice a las empresas (aclarémoslo, Cooperativas) que las pérdidas que han tenido no son admisibles. Que después de más de 15 años de que nadie cuestione nada, un funcionario se cuestiona si una Cooperativa incumple determinados requisitos que le suponen la descalificación como fiscalmente protegida; “idea”, por cierto, millonaria. La distribución farmacéutica contempla atónita cómo por discrepancia interpretativa se les exige, retroactivamente y en contra del cacareado principio de neutralidad, el pago millonario por IVA en diferencias de tipos. Se cuestiona la fiscalidad de las subvenciones a los centros de I+D; se pone en tela de juicio la fiscalidad de la financiación de las televisiones públicas. Tampoco nadie se pregunta por qué muy pocas empresas se acogen a los incentivos fiscales de I+D o al régimen de reestructuración empresarial, cuando la respuesta es clara: por la interpretación que la Administración hace de esa deficiente legislación. Nadie repara igualmente en las importantes consecuencias que en muchos casos las decisiones de la Administración tienen en el devenir de la empresa y en la propia sociedad. Y así un interminable y larguísimo etcétera.

Pero no todo acaba ahí. La Dirección General de Tributos cambia en ocasiones de criterio que, a su vez, no siempre es el que el Tribunal Económico Administrativo sostiene, que, a su vez, no es tampoco el que acaba prevaleciendo en sede judicial en la que prolifera, también, la disparidad de criterios. Esperpéntico. O mejor, triste.

¿Y quién es el verdadero perjudicado? El súbdito vasallo, empresas incluidas, que, ante tal situación, no decide o decide no hacer nada. La economía se resiente y la sociedad se empobrece. ¿Alarmista? Díganlo ustedes. Personalmente creo que soy un realista crítico pero dialogante, pacífico y moderado.

Llegados a este punto la pregunta es obvia: ¿quién en este contexto quiere ser empresario?

La economía, que no los ricos, exige certeza, esto es, seguridad jurídica, y estabilidad. La certeza es sinónimo de calidad, sencillez y proporcionalidad de las normas. Y la seguridad es también rapidez en la resolución de los conflictos.

Pero no. Nadie reacciona ante ello ni ante la disparidad permanente de criterios interpretativos fruto, casi siempre, de leyes técnicamente deficientes. Porque, en suma, ¿a quién le preocupa la fiscalidad de los administradores, la de una sociedad profesional, los devastadores perjuicios económicos de una disparidad de criterios bendecida por el principio de legalidad, la fiscalidad del IVA y las subvenciones, y muchos otros temas más mundanos?

Y la culpa, sí, la tiene el legislador, que es el principal responsable de la deriva de nuestra calidad legislativa y el rey de los conceptos jurídicos indeterminados, las imprecisiones terminológicas, los vacíos normativos, las contradicciones, y la complejidad al más alto nivel, olvidándose que el súbdito vasallo se ha de lanzar al vacío sin red que le proteja para que después, mucho después, vengan la Administración y los Tribunales a decirle que no ha aplicado correctamente la Ley. No que ha incurrido en fraude o evasión. ¡¡¡¡No!!!! Algo mucho más sencillo. Que su interpretación no era la correcta. Es igual que fuera la normal; la previsible. Lo importante es que no era la correcta. ¡Ah! Y además ha de dar las gracias porque no le imponen una sanción. ¡¡¡¡¡¡Faltaría más!!!!!!

Es pues imprescindible un marco jurídico que defina y concrete los derechos, obligaciones y garantías del súbdito vasallo que no puede, ni debe, soportar las consecuencias de una deficiente técnica legislativa en la que se sustenta una parte importante de la recaudación.

Pero más imprescindible es un marco jurídico, económico y social que dignifique y promueva la creación ética de la riqueza, su distribución, el diálogo y la confianza.

Sin seguridad no hay inversión. Sin inversión no hay empleo. Y sin empleo no hay riqueza ni vida digna posible. Si tenemos claro que crear riqueza está íntimamente vinculado a seguridad jurídica y a estabilidad, la conclusión es obvia: la seguridad (y la estabilidad) es una prioridad para construir una sociedad tejida en la confianza.

Se dirá que he exagerado o que no he sido preciso. O peor; se me acusará de demagogo revolucionario; de incendiario fiscal. Nada más lejos de mi propósito. Los que se dedican a lo tributario, o quienes lo padecen o lo han padecido, saben perfectamente lo que he querido decir, incluida la propia Administración. Saben leer entre líneas. Me conocen. Pondrán, eso sí, otros ejemplos para ilustrarlo mejor; precisarán más o menos. Pero el problema de fondo es el mismo.

Y sí, hay solución. Una vez más, el diálogo y la colaboración. No la confrontación y los Tribunales. La fiscalidad colaborativa es el único camino. Las empresas, el súbdito vasallo, quiere certeza; quiere ser parte. Quiere dialogar; no que le impongan “un” criterio. Desea compartir “el” criterio; consensuarlo; debatirlo conjuntamente. Pero desde la confianza y la igualdad. No como hoy, desde la más absoluta desigualdad. Y no, no estoy loco. Solo siento rabia; rabia fiscal. Solo me siento un súbdito vasallo.