Colaboraciones

 

Santa y pecadora, no: Santa, solo santa (I)

 

 

19 septiembre, 2019 | por Estanislao Martín Rincón


 

 

 

Uno de los tópicos más repetidos y más faltos de verdad sobre la Iglesia es el que dice que la Iglesia es santa y pecadora. Lo he oído muchas veces y casi siempre más dentro de la Iglesia que fuera de ella. Algunos, para reforzar el tópico, echan mano de la la expresión latina: “ecclesia casta et meretrix”. La incorporación de expresiones latinas a cualquier discurso empuja a pensar, no siempre con acierto, que lo dicho es digno de mayor credibilidad ya que se da por supuesto que los dichos latinos tienen el respaldo de una tradición consolidada. En el caso que nos ocupa, quienes gustan de apoyarse en la expresión citada, “ecclesia casta et meretrix”, tal vez se sientan con plus argumental para verter diversas críticas hacia la Iglesia, como si el uso de la lengua madre aportara mayor verdad a lo que se dice. Que quienes formamos la Iglesia necesitamos de mucha limpieza, es una obviedad y solo un ciego muy torpe se atrevería a negarlo; que la Iglesia sea “casta et meretrix”, eso ya no es tan obvio, pues no es verdad que lo sea.

Pero volviendo a la expresión citada, lo cierto es que ese dicho no pertenece a la doctrina ni a la tradición de la Iglesia. Lo que sí existe, al margen de la doctrina y de la tradición, es una deformación de unas palabras muy parecidas usadas por San Ambrosio de Milán. Parecidas, no iguales. Según me informo, en todos sus escritos sobre la Iglesia, San Ambrosio afirma una y otra vez la santidad de la misma, dejando absolutamente claro que la Iglesia no es pecadora. En sus explicaciones, lo que sí emplea es la expresión “casta meretrix”, sin la conjunción “et”. No es pequeño el detalle, porque no es lo mismo decir “casta meretrix” que “casta et meretrix”. En la expresión “casta meretrix”, casta funciona como el adjetivo principal y meretriz como adjetivo secundario que sirve para retocar o matizar el contenido de casta. En cambio la introducción de “et” (y), obliga a que entendamos las dos palabras con la misma categoría gramatical y así llegamos a la conclusión de que la Iglesia es al mismo tiempo e igualmente santa y pecadora, lo cual es un oxímoron, un imposible lógico ya que se trata de una contradicción en los términos. Pero eso no se corresponde con el texto original, en el cual, siendo casta el adjetivo principal y meretriz el secundario, lo que realmente se está diciendo es que la Iglesia es casta en esencia y meretriz en apariencia. Eso sí, y no es lo mismo, aunque tampoco es una cuestión menor. Si hubiera algo de verdad cuando se dice que la Iglesia es santa y pecadora, entonces habría que quitar lo de santa, porque sería solo pecadora.

 

No es lo mismo decir ‘casta meretrix’ que decir ‘casta et meretrix’

No es lo mismo porque la Iglesia es santa, punto. Santa de arriba a abajo, esencialmente santa, santa de cuerpo y alma, con una santidad infalible. Procede su santidad de ser la Esposa de Cristo, el Único Santo, su Cabeza. La consorte de Cristo, que forma un solo cuerpo con él, no puede ser sino santa como él es santo, del mismo modo que la Virgen María solo podía ser santísima por haber sido elegida como esposa del Espíritu Santo. La fuente de la santidad de la Iglesia no está en sus miembros sino en su cabeza; no en nosotros, los bautizados, que somos pecadores y falibles, sino en Cristo que es la santidad y sabiduría de Dios hechas carne humana. Todos nosotros, por más pecadores que seamos, no podemos hacer que la Iglesia deje de ser santa porque ni uno a uno, ni todos juntos, tenemos capacidad para mudar la santidad esencial de la Iglesia ni su belleza inexpresable. Para lo que sí tenemos capacidad, y bien demostrada, es para proyectar su imagen de modo que quien ve a los miembros, que somos visibles, sin ver la cabeza que permanece invisible, ve solo las partes ajadas de la Iglesia, de manera que el cuerpo entero aparezca como no es. La Iglesia no es pecadora, pero lo parece porque hace suyos los pecados de sus hijos. O dicho a la inversa: la Iglesia, siendo santa, pasa por pecadora porque es madre de hijos pecadores y estos hijos no están fuera de ella, sino conformando su mismo cuerpo. Por otra parte, tampoco debería extrañar esta disparidad entre lo que es y lo que parece, porque a fin de cuentas, es un calco de la misma disparidad que se dio en Jesucristo, el cual, siendo “el más bello de todos los hombres” (Salmo 45, 3), apareció ante el mundo como un deshecho, “sin figura, sin belleza, (…) sin aspecto atrayente” (Is 53, 3) y a pesar de ser “el Santo de Dios” (Jn 6, 69), “fue contado entre los pecadores” (Is 53, 12). Es admirable ver cómo llega hasta este punto la identificación del esposo, Cristo, con su esposa, la Iglesia. Se han hecho una sola cosa, una sola carne, eso son, y por eso aparecen visiblemente ante el mundo compartiendo las mismas luces y las mismas sombras.

 

Que sea casta meretrix no es una cuestión menor

No es una cuestión menor, porque la diferencia entre esencia y apariencia es exactamente la misma que entre ser y parecer, y el parecer también tiene su valor. Las apariencias, coincidan o no con la realidad, no dejan de tener su peso y la gravedad de que esta madre santa pueda aparezca como meretriz es evidente porque podría estorbar el fin para el cual existe. la Iglesia se fundó para llevar el evangelio a todos los hombres e incorporar a su seno, como hijos, a todos los que lo acogen. No es una cuestión menor, digo, porque nuestros defectos y pecados hacen verdadero daño, especialmente el pecado de escándalo, ya que encierra una gravedad muchísimo mayor de la que alcanzamos a ver y a suponer. Cierto que todos los pecados y todos los escándalos no sirven para mudar la santidad esencial de la Iglesia, pero sí contribuyen a demacrar su imagen, a afear su rostro y a ajar sus vestiduras. Su santidad no depende de nosotros, su imagen visible, sí. Y esa imagen no siempre es la estampa de una madre vestida con traje de fiesta. ¡Lástima, porque es el único traje que merece!

El hecho de ser hijos también nos ayuda a reflexionar porque es otra de las claves para entender esta cuestión. Ya debería ser doloroso para los hijos que la madre, siendo de suyo santa, tenga una apariencia tan deshonrosa, pero lo que no es de recibo, se mire por donde se mire, es que los hijos, estemos, quien más quien menos, haciéndonos eco, tan panchos, de una contradicción vejatoria sobre nuestra madre, hasta acabar tragándonosla a base de repetirla. No es de recibo que seamos precisamente los hijos quienes, sea por ignorancia, sea por negligencia, unamos nuestras voces a las de los maledicentes y extraños y con ello estemos contribuyendo a mantener y extender una radical falsedad sobre nuestra Santa Madre, la Iglesia.

A quien esté convencido de la verdad del tópico, yo me atrevo a proponerle tres ayudas. La primera es bien simple: basta con que se fije en la inconsistencia del dicho “casta et meretrix”, inconsistencia tanto formal como de contenido, ya que se trata de una deformación de un hápax (un dicho utilizado una sola vez en todos sus escritos) de San Ambrosio y además como imagen, como símbolo, no como expresión de realidad.

La segunda ayuda es la lectura de un artículo de José Luis Martín Descalzo titulado “Madre Iglesia”, que conviene ser leído a la luz de nuestra condición de hijos. Ese artículo está incluido en el libro-recopilatorio que con el título “Razones para  el amor”, del mismo autor, han publicado diversas editoriales.

La tercera es que considere la bendición que supone para todos nosotros la apariencia de pecadora de la Iglesia. Gracias a que la Iglesia parece pecadora sin serlo, podemos estar en ella los que sí somos pecadores, a veces sin parecerlo. Gracias a que la Iglesia es santa, pueden llegar a santos sus hijos, cosa que es un verdadero milagro, bastante mayor, por cierto, que la resurrección de Lázaro. Gracias a que los miembros de la Iglesia somos pecadores, los pecadores podemos sentirnos en casa. ¿Tú lector estarías a gusto en una sociedad de perfectos? A la perfección estamos destinados, y emplearnos en ello es nuestro quehacer trabajoso a lo largo de toda la vida, pero mientras vivimos en este mundo, la perfección es una encomienda, una misión, no un estado logrado. Gracias a Dios que no lo es, porque nadie se encuentra cómodo rodeado de gente perfecta, eso no hay quien lo aguante.

Y si, recalcitrantes, hay bautizados que siguen convencidos de que la Iglesia es santa “y” pecadora, entonces, hay que pedirles que por coherencia y para su bien, que no recen el Credo, o que callen cuando lleguen a ese artículo de fe, porque lo que en él decimos es “creo en la Iglesia, que es santa”.

He citado antes un artículo de Martín Descalzo. Recurro a él para terminar transcribiendo dos párrafos que me parecen muy atinados. En el primero quien habla es el sacerdote, como pastor dolido, y es una dura llamada de atención a los hijos que tienen la inveterada manía de criticar a la Iglesia Madre. Dice así:

Pienso que tenía razón Bernanos al escribir que «la Iglesia visible es lo que nosotros podemos ver de la invisible» y que como nosotros tenemos enfermos los ojos sólo vemos las zonas enfermas de la Iglesia. Nos resulta más cómodo. Si viéramos a los santos, tendríamos obligación de ser como ellos. Nos resulta más rentable «tranquilizarnos» viendo sólo sus zonas oscuras, con lo que sentimos, al mismo tiempo, el placer de criticarlas y la tranquilidad de saber que todos son tan mediocres como nosotros. Si nosotros no fuésemos tan humanos, veríamos más los elementos divinos de la Iglesia, que no vemos porque no somos ni dignos de verlos.

El segundo está escrito también con dolor, pero a la vez trasluce mucho amor de hijo. Aquí no es el sacerdote el que habla porque se trata de un poema que, según dice, escribió siendo seminarista.

 

Amo a la Iglesia, estoy con tus torpezas,

con sus tiernas y hermosas colecciones de tontos,

con su túnica llena de pecados y manchas.

Amo a sus santos y también a sus necios,

amo a la Iglesia, quiero estar con ella.

Oh, madre de manos sucias y vestidos raídos,

cansada de amamantarnos siempre,

un poquito arrugada de parir sin descanso.

No temas nunca, madre, que tus ojos de vieja

nos lleven a otros puertos.

Sabemos bien que no fue tu belleza quien nos hizo hijos tuyos,

sino tu sangre derramada al traernos.

Por eso cada arruga de tu frente nos enamora

y el brillo cansado de tus ojos nos arrastra a tu seno.

Y hoy, al llegar cansados, y sucios, y con hambre,

no esperamos palacios, ni banquetes, sino esta

casa, esta madre, esta piedra donde poder sentarnos.