Tribunas

María, Corredentora

 

 

Ernesto Juliá


 

 

 

En tiempos de san Pío X, el 22 de enero de 1914, un siglo bien cumplido, la Sagrada Congregación del Santo Oficio, hoy de la Doctrina de a Fe,  promulgó un decreto concediendo indulgencias a una oración a la Virgen Santísima en la que se dice:

Oh Virgen bendita, Madre de Dios, desde Vuestro trono celestial donde reináis, dirigid Vuestra mirada misericordiosa sobre mí, miserable pecador, indigno servidor Vuestro. Aunque bien sé mi propia indignidad, deseo reparar por las ofensas cometidas contra Vos por lenguas impías y blasfemas, y desde lo más profundo de mi corazón, Os alabo y exalto como a la creatura más pura, más perfecta, más santa, de entre todas las obras de las manos de Dios. Bendigo Vuestro santo Nombre, Os alabo por el exaltado privilegio de ser verdaderamente la Madre de Dios, siempre Virgen, concebida sin mancha de pecado, Corredentora de la raza humana.

Este es el primer documento magisterial de la Iglesia en el que aparece el término Corredentora.

El día 30 de noviembre de 1933, fue Pio XI el primer Papa que usó ese adjetivo, en unas palabras que dirigió a peregrinos llegados a Roma desde Vicenza:

“Por la naturaleza de su obra, el Redentor debía asociar a su Madre con su obra. Por esta razón, Nosotros la invocamos bajo el título de Corredentora. Ella nos dio al Salvador, lo acompañó en la obra de redención hasta la cruz, compartiendo con Él los sufrimientos, la agonía y la muerte en los que Jesús dio cumplimiento cabal a la redención humana”.

En ningún documento del Concilio Vaticano II se recoge la palabra, aunque sí figuró en los escritos preparatorios.

Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, del 30 de junio de 1968, hace referencia a María, como “asociada del Redentor” y nueva Eva, al hablar de la creencia de la Iglesia.

Juan Pablo II, el 31 de marzo de 1985 habló así en el momento del Angelus:

“A la hora del Angelus en este domingo de Ramos, que la Liturgia también denomina como el domingo de la pasión del Señor, nuestros pensamientos corren hacia María, inmersa en el misterio de un desmesurado dolor. María acompañó a su divino Hijo en el más discreto silencio, ponderando todo en las profundidades de su corazón. En el calvario, permaneciendo al pie de la cruz, en la inmensidad y profundidad de su sacrificio maternal, tenía a Juan a su lado, el Apóstol más joven (…) Que María, nuestra Protectora, la Corredentora, a quien ofrecemos nuestra oración con gran efusión, haga que nuestro deseo corresponda con el deseo del Redentor”.

Unos años antes, el mismo Juan Pablo II había hecho referencia en varias ocasiones a la “corredención” con Cristo que viven los fieles en varias ocasiones, entre otras al dirigirse a los enfermos del hospital de San Juan de Dios en la Isla Tiberina, Roma, el 5 de abril de 1981.

“¿Será necesario recordar a todos ustedes, que penosamente pasan la prueba del sufrimiento y que me están escuchando, que su dolor los une cada vez más al Cordero de Dios que “quita el pecado del mundo” por su pasión (Jn. 1, 29), y que por lo tanto ustedes también, asociados con Él en el sufrimiento, pueden ser corredentores con la humanidad? Ustedes conocen estas verdades resplandecientes. Nunca se cansen de ofrecer sus sufrimientos por la Iglesia, para que todos sus hijos sean consistentes con su fe, perseverando en la oración y fervientes en la esperanza”.

Cristo es el único y pleno Redentor del pecado del hombre, En su divina sabiduría quiere contar con su Madre, María, y con nosotros, con cada uno de los que creemos en Él, para vivir con nosotros, y en nosotros, esta redención. San Pablo nos lo enseña con toda claridad, al afirmar que está crucificado con Cristo. (cfr. Gal 2, 20).

En lo que a mí se me alcanza, me parece que la Iglesia no declarará nunca el dogma de María Corredentora, como un día declaró el de su Inmaculada Concepción, de su Maternidad Divina, de su Asunción a los Cielos, de su Virginidad, antes el parto, en el parto y después del parto. Y esto, sencillamente, porque la mente humana no tiene posibilidad de penetrar en toda su realidad el alcance y el contenido de esa “co-redención”, sabiendo como sabe que la Redención de Cristo es plena y definitiva.

Y  a la vez, no puede dejar de dar gracias al Señor que ha querido unirse de tal manera con cada uno de nosotros, que ha querido alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, y ha querido asociarnos de tal manera a Él, que nosotros, con nuestro cuerpo y con nuestra sangre, le acompañemos en la obra sublime de la Redención, como ha querido que cooperemos con Él en la obra de la creación, al invitar al hombre a “multiplicarse” y cuidar la tierra; y a la obra de la santificación, al convertirlo en Apóstol de su Luz, de su Verdad, en todas las veredas del mundo.

El camino para vivir esas invitaciones de Cristo, nos lo enseña María, Madre. Discípula, Corredentora, Reina de los Apóstoles.

 

Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com