Opinión

24/12/2019

 

Feliz lo-que-sea y próspero 2020

 

 

María Solano Altaba


 

 

 

El coste cero del envío de un correo electrónico nos ha facilitado la vida cotidiana, pero, en paralelo, provoca, en estas fechas, una avalancha de mensajes de felicitación navideña que llegan muchas veces en exceso de remitentes con los que tenemos poca o nula relación. De entre esos cientos de mensajes, se salva un puñado redactados con cariño y enviados con esmero por personas que, en estos días, se acordarán de nosotros con el corazón puesto en el cielo y las rodillas hincadas ante el pesebre. Luego están los demás.

Nos felicita todo aquel que tenga nuestro correo electrónico: el hipermercado donde solemos hacer la compra, la peluquería, una web de vacaciones donde en una ocasión barajamos la opción de alquilar un apartamento... Este año me ha felicitado amablemente una marca de colchones que tiene mi mail de cuando compré uno hace unos meses. Me desea que descanse bien en estas fiestas.

Porque en esta amalgama de mensajes producto del envío masivo gratuito se percibe bien esa perversión del lenguaje políticamente correcto transitado por un laicismo beligerante que nos impide felicitar la Navidad, no vaya a ser que el tipo que está al otro lado del ordenador no sea creyente y se ofenda por ver, por ejemplo, una tradicional escena de la Virgen, San José y el Niño, con o sin mula y buey, Reyes Magos y pastorcillos. Así que hay un verdadero empeño lingüístico en desechar de los textos que acompañan las anodinas imágenes cualquier mención al sentido religioso de la celebración de la Navidad, que no es otro que el don del Hijo de Dios que se hizo hombre por nuestra salvación.

Entre las contorsiones del lenguaje más habituales destaca el “Felices Fiestas” para sustituir a “Feliz Navidad”. Un “Felices Fiestas” que vale igual para las que se celebran en mi pueblo con litros de sangría y guiso de rabo de toro comunitario que para esta que ahora tenemos.

Lo que siempre cae es el “próspero año nuevo”. Tanto es así que este año he recibido una felicitación que ya se ahorra directamente la Navidad y va a tiro hecho. “Querida María. Te deseamos un feliz 2020. Que el año nuevo venga cargado de éxitos”. Me pregunto yo si esta gente se sentará con la familia el 25, día festivo en nuestro calendario laboral, o se dedicará a trabajar para dar pleno cumplimiento a ese cansino y repetitivo mensaje de la prosperidad, como si quedarme como estoy fuera perder, como si tener un mal año fuera no vivir.

Luego están las ilustraciones. El árbol gana enteros quizá porque pocos saben que tiene también su explicación religiosa con el abeto que siempre está verde y representa la vida y con las luces que recuerdan la que nos trae Cristo. Quien sin duda ha conquistado la iconografía es Coca Cola porque el imaginario de un entrañable y gordito abuelo de generosa barba blanca vestido de rojo y que dice “ho, ho, ho” es el verdadero rey de las felicitaciones. Da igual que la tradición proceda de San Nicolás. A Papá Noel nadie lo acusa de políticamente incorrecto por imponer el credo del que procede. Y de ahí sus derivadas: los renos -Rudolf hasta protagoniza películas-, regalos, muchos regalos, más regalos, viva el consumo, fiesta, champán... ya hasta las velas con el muérdago han pasado a mejor vida.

Lo malo de todo esto es que en el siglo del homo videns la cultura se escribe con imágenes y todo este imaginario, este ramillete de claims publicitarios, son los que van configurando nuestro ideario colectivo, los que determinan cómo pensamos. Y el nuestro acabará por no saber por qué nos felicitamos con tanto empeño en estas entrañables fiestas.

Menos mal que nos queda ese puñado de mensajes llenos de cariño enviados con el corazón puesto en el cielo y las rodillas hincadas ante el pesebre que nos ayudan a elevar la mirada y nos recuerdan que no estamos solos entre tanto “próspero 2020”.

 

María Solano Altaba