Opinión

22/01/2020

 

Que no haga falta el pin parental

 

 

María Solano Altaba


 

 

 

Uno de los argumentos más útiles en retórica es la reducción al absurdo, que consiste en dar respuesta a un planteamiento ridículo para constatar su naturaleza falaz. A la ministra Isabel Celaá, que en los últimos tiempos nos tiene acostumbrados a grandes perlas ideológicas que nos ayudan a recordar la base de nuestros presupuestos morales, se le fueron los cálculos con  su respuesta a la propuesta del pin parental cuando dijo que los hijos no pertenecen a los padres. Si aplicamos la reducción al absurdo, la pregunta inmediata es a quién pertenecen y la respuesta inherente en el planteamiento de la ministra es “al Estado”, que parece el único con potestad para garantizar no ya la educación académica sino la moral.

El problema es más grave que el debate que ha saltado a la palestra de los medios y que ha traspasado las fronteras de la información convertido en los más ocurrentes memes –nuestra memecracia líquida y superficial– para acabar sentándose a comer el domingo en todos los hogares de España. Lo que se adivina debajo de la polémica –posiblemente teatralizada por parte del actual Gobierno para evitar otros temas de calado– es una verdadera crisis antropológica, de concepción de la persona. Porque la única respuesta posible a la pregunta de a quién pertenecen los hijos es que son libres y, sin embargo, los padres tenemos la potestad y la responsabilidad de hacer de ellos los adultos que serán: buenos, generosos, entregados, comprometidos con el bien común.

En efecto, los hijos no son nuestros en el sentido económico del término. Si lo fueran, ninguno suspendería matemáticas o llegaría a casa con una notita firmada por el tutor porque se ha olvidado los deberes o ha discutido con un compañero. Todo lo bueno y lo malo que ocurre en la vida de nuestros hijos es fruto de una coctelera de elementos donde hay un gran porcentaje de la educación recibida en casa, otro no desdeñable de los inputs de la escuela, una parte del mundo exterior y toda la libertad con la que cada uno de nuestros hijos ha sido creado para decidir si estudia o no matemáticas, si presta atención al material escolar o si modula su enfado para zanjar una polémica en el patio. Nuestros hijos (así nos referimos siempre a ellos, todos, también los que quieren darles en la escuela una formación que no corresponde al Estado, porque nuestra es la responsabilidad de criarlos y educarlos) están a nuestro cargo por un tiempo, mucho tiempo, para que podamos hacer de ellos personas libres.

Ahora bien, en la elaboración de ese complicado preparado, alquimia de principios y valores, de hábitos y virtudes, los padres tenemos que defender que se nos reserve un especial papel en aquellas cuestiones de orden moral y religioso, aquellas que afectan a la concepción del hombre y de la vida, a las relaciones humanas y a los juicios morales. Tan relevante es esta esfera que para nosotros los padres la reserva la constitución y la consagran los convenios internacionales que España reconoce. Porque es nuestra responsabilidad educarlos para que hagan buen uso de su libertad. Y el colegio, público, privado o concertado, es solo subsidiario en esta tarea.

Por eso el problema del pin parental no es que exista o no, sino que no debería existir. No tendría que hacer falta en absoluto que los padres indicasen a los poderes públicos que no pueden meterse donde no les llaman en el ya de por sí complicado proceso de formación de sus conciencias. Y al final hemos acabado todos metidos en un jardín que es un absurdo.

 

María Solano Altaba