Colaboraciones

 

Fuertes en la Fe, todopoderosos en la oración

 

 

31 enero, 2020 | por Jordi-Maria d’Arquer


 

 

 

No lo dudes. En Dios lo podemos todo. Con su fuerza debemos cambiar el mundo, renovarlo desde dentro. Y lo renovaremos si somos fieles. A esa fuerza que es la Fe nos guía la Virgen María, nuestra Madre, porque Ella es la Madre de Dios, y así reina en nosotros. Ella, si nos dejamos, si somos dóciles a su amor bienaventurado, nos guía por el camino correcto, que es su Hijo, nuestro Hermano. Si seguimos esa Luz, Él no nos dejará en tinieblas, en el pozo ponzoñoso del pecado, pues Él se goza haciéndonos fuertes: Él es el Dios Todopoderoso, y nosotros sus criaturas.

Cuando recibimos esa Luz, la Verdad crece en nuestra alma de manera misteriosa, nos hace crecer, de manera que nos convertimos en faros que impulsan a vivir, que llenan el mundo entre tantas almas inquietas que deambulan por él, sedientas, en busca de agua fresca. Ella es la Estrella de la Mañana que nos regala, con todo su amor, a Dios Señor nuestro, que despunta al alza para cubrir el firmamento con su manto inmaculado a partir del horizonte de nuestra existencia. Y somos felices, la Felicidad nos inunda, nos bulle en nuestra alma, si vivimos en gracia. De ahí la importancia del sacramento de la confesión, que es una máquina de renovar hasta lo más podrido, y a él debemos recurrir cada vez que nos manchamos alejándonos del Ser Puro, de Dios nuestro Padre. Es, visto así, un sano egoísmo. ¿Me dejas hablar a lo humano?

De tal manera, la Virgen, nuestra Madre, nos consigue de su Hijo, Jesucristo, el ser sus Hermanos. ¡Eso es grandísimo, si lo pensamos bien! ¡Nos convertimos en Hijos de Dios! De ahí la maldad del pecado, que nos corta, rompe, destruye esa hilanza, esa filiación, y nos aleja del Creador y su Bienaventuranza del Cielo. No olvidemos, por tanto, que la fidelidad al Padre, procurando su glorificación y no la nuestra, redunda en beneficio nuestro. Digamos, para entendernos en humano, que por ella convertimos el egoísmo, nuestro yo, con toda su soberbia y podredumbre, en algo sano, bien orientado y totalmente dirigido al fin último que es Dios, y no a nosotros mismos, ni a nuestro hombre, ni a nuestra mujer, ni a nuestro hijo, ni a nuestro amigo. Así convertimos nuestro fin en el fin de Dios, en el Hijo consubstancial al Padre en su divinidad y a nosotros en su humanidad: ese es el gran triunfo del Inmaculado Corazón de María, que ya ha comenzado a operar en nosotros, y pronto, muy pronto, después de grandes pruebas consecuencia de nuestro pecado, triunfará totalmente en el mundo, y nosotros con Él.

Así pues, oremos. La acción es oración, si es contemplación, si está inspirada, apoyada en Dios. Ahí está la grandeza de nuestras manos pecadoras: que, si nos mantenemos indefectibles en la fe, con ella, con las obras de nuestras manos, cambiaremos, renovaremos el mundo. Poco a poco, nuestra minúscula fe, como si fuera una pequeña llama en un pajar, incendiará de gozo el granero entero en pequeños chispazos, desde pequeños grupos, y así la gracia del Espíritu Santo inflamará la Tierra, hasta renovarla por completo.

Fortalezcamos nuestra fe, seamos fuertes, firmes en la oración. ¡Seremos todopoderosos! Viviremos el Cielo aun con el barro de nuestros cuerpos, ya aquí en la Tierra. Y después, derrotaremos al Enemigo, que no podrá nada en ellos, en nuestro ser completo, ya glorificados. Gozaremos del Cielo, razón y destino de nuestras almas. Eternamente. ¿Puedes pensar algo mejor?