Servicio diario - 02 de febrero de 2020


 

Misa de la Presentación: El “secreto” de la vida consagrada y de una “vejez plena”
Redacción

Ángelus: “El inmovilismo no es adecuado para el testimonio cristiano”
Raquel Anillo

Ángelus: Miles de personas aplauden a los consagrados con el Papa
Anita Bourdin

Italia: Jornada por la vida, para la “dignidad” y la “fraternidad solidaria”
Anita Bourdin

Santa María de San Ignacio (Claudine) Thévenet, 3 de febrero
Isabel Orellana Vilches


 

 

 

02/02/2020-09:08
Redacción

Misa de la Presentación: El "secreto" de la vida consagrada y de una "vejez plena"

(zenit – 2 febrero 2020).- El Papa Francisco indica el “secreto” de la vida consagrada y la vejez plena, en su homilía para la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén, Día Mundial de la Vida Consagrada, en la tarde del 1 de febrero de 2020, en Basílica de San Pedro.

El Papa invitó a ver qué hacen el viejo Simeón y la profetisa Ana, según el relato del Evangelio de San Lucas (Lc 2, 22-40).

El Papa sugirió esta gracia para pedir: “Para tener una visión justa de la vida, pidamos saber cómo ver la gracia de Dios para nosotros, como Simeón”.

AB

 

A continuación ofrecemos la homilía del Papa Francisco completa:

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Homilía del Papa Francisco

“Mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2,30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta como un hombre sencillo: un “hombre justo y piadoso”, dice el texto (v. 25). Pero entre todos los hombres que aquel día estaban en el templo, sólo él vio en Jesús al Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un niño, simplemente un niño pequeño y frágil. Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel tierno recién nacido “al Mesías del Señor” (v. 26). Tomándolo entre sus brazos percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y entonces, Simeón podía irse en paz: había visto la gracia que vale más que la vida (cf. Sal 63,4), y no esperaba nada más.

También vosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados, sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia. ¿Por qué lo habéis hecho? Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo que es importante en la vida. Es acoger el don del Señor con los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Son las palabras que repetimos cada noche en Completas. Con ellas concluimos la jornada diciendo: “Señor, mi Salvador eres Tú, mis manos no están vacías, sino llenas de tu gracia”. El punto de partida es saber ver la gracia. Mirar hacia atrás, releer la propia historia y ver el don fiel de Dios: no sólo en los grandes momentos de la vida, sino también en las fragilidades, en las debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente en nuestras miserias, en nuestras manos vacías: “En tantos años no mejoraste, no hiciste lo que podías, no te dejaron hacer aquello para lo que valías, no fuiste siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada uno de nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso, en parte, es verdad, y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos desorientan. Y corremos el riesgo de perder la brújula, que es la gratuidad de Dios. Porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso en nuestras miserias. San Jerónimo daba tantas cosas al Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él le ha dicho: “Pero, Señor, ya te he dado todo, todo, ¿qué me falta?” —“tus pecados, tus miserias, dame tus miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos renueva y somos confirmados por su fidelidad. Hoy podemos preguntarnos: “Yo, ¿hacia quién oriento mi mirada: hacia el Señor o hacia mí mismo?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios descubre el antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.

Porque sobre la vida religiosa se cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada que no ve más la gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de cualquier sucedáneo: un poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente lo que quiero. Pero la vida consagrada, cuando no gira más en torno a la gracia de Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se estanca. Y sabemos qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos, uno se deja arrastrar por habladurías y malicias, se irrita por cada pequeña cosa que no funciona y se entonan las letanías del lamento —las quejas, “el padre quejas”, “la hermana quejas”—: sobre los hermanos, las hermanas, la comunidad, la Iglesia, la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa, sino sólo al mundo con sus dinámicas, y el corazón se entumece. Así uno se vuelve rutinario y pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza, que acaban en resignación. Esto es a lo que lleva la mirada mundana. La gran Teresa decía a sus monjas: “ay de la monja que repite ‘me han hecho una injusticia’, ay”.

Para tener la mirada justa sobre la vida, pidamos saber ver la gracia que Dios nos da a nosotros, como Simeón. El Evangelio repite tres veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo, que estaba con él, lo inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad con el Espíritu Santo, con el amor de Dios. La vida consagrada, si se conserva en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la pobreza no es un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los demás como las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía, al estilo de Jesús. En una de las zonas que sufrieron el terremoto en Italia —hablando de pobreza y de vida comunitaria— un monasterio benedictino había quedado completamente destruido y otro monasterio invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se han quedado poco tiempo allí: no eran felices, pensaban en lugar que habían dejado, en la gente de allí. Y al final han decidido volverse y hacer el monasterio en dos caravanas. En vez de estar en un gran monasterio, cómodas, estaban como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto ha sucedido en este último año. Una cosa hermosa.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz” (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir. No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? Esta es la pregunta: ¿Dónde se encuentra el prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de la compasión. Es ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite frecuentemente: “se compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de nosotros.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Los ojos de Simeón han visto la salvación porque la aguardaban (cf. v. 25). Eran ojos que aguardaban, que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf. v. 32). Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no van, la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza, porque estaban en contacto con el Señor. Ana “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día” (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor, fuente de la esperanza. Si no miramos cada día al Señor, si no lo adoramos, nos volvemos ciegos. Adorar al Señor.

Queridos hermanos y hermanas: Demos gracias a Dios por el don de la vida consagrada y pidamos una mirada nueva, que sabe ver la gracia, que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces, también nuestros ojos verán al Salvador.

 

© Libreria Editorial Vaticano

 

 

 

 

02/02/2020-14:11
Raquel Anillo

Ángelus: "El inmovilismo no es adecuado para el testimonio cristiano"

(zenit— 2 febrero 2020).- A las 12 del mediodía de hoy, 2 de febrero 2020, el Santo Padre Francisco se asoma por la ventana del estudio del Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.

Estas son las palabras del Papa al introducir la oración mariana:

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Palabras del Papa antes del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor: cuando el recién nacido Jesús fue presentado en el templo por la Virgen María y San José. Hoy también en la fecha en la que se celebra la Jornada de la Vida consagrada, lo que recuerda el gran tesoro en la Iglesia de aquellos que siguen de cerca al Señor profesando los consejos evangélicos.

El Evangelio (cf. Lc 2:22-40) nos dice que, cuarenta días después de su nacimiento, los padres de Jesús llevaron al niño a Jerusalén para consagrarlo a Dios, como prescribe la ley judía. Y mientras se describe un rito previsto por la tradición, este episodio llama nuestra atención sobre el ejemplo de ciertos personajes. Están atrapados en el momento en que experimentan el encuentro con el Señor en el lugar donde Él se hace presente y cercano al hombre. Se trata de María y José, Simeón y Ana, que representan los modelos de acogida y de entrega de sus vidas a Dios. No fueron los mismos estos cuatro, eran todos diferentes, pero todos buscaban a Dios y se dejaban guiar por el Señor.

El evangelista Lucas describe a los cuatro en una doble actitud: actitud de movimiento y actitud de asombro.

La primera actitud es el movimiento. María y José caminan hacia Jerusalén; por su parte, Simeón, movido por el Espíritu, fue al templo, mientras que Ana servía a Dios día y noche sin parar. De esta manera los cuatro protagonistas del pasaje del Evangelio nos muestran que la vida cristiana exige dinamismo y requiere voluntad de caminar, dejándose guiar por el Espíritu Santo. El inmovilismo no se corresponde con el testimonio cristiano y la misión de la Iglesia. El mundo necesita cristianos que se dejen mover, que no se cansen de caminar... en las calles de la vida, para llevar la palabra reconfortante de Jesús a todos. Cada persona bautizada ha recibido la vocación al anuncio — anunciar algo, anunciar a Jesús -, la vocación a la misión evangelizadora: ¡proclamar a Jesús! Las parroquias y las diferentes comunidades eclesiales están llamadas a fomentar el compromiso de los jóvenes, las familias y los ancianos, para que todos puedan tener una experiencia cristiana, viviendo la vida y la misión de la Iglesia como protagonistas.

La segunda actitud con la que San Lucas presenta a los cuatro personajes de la historia es la asombro. El primero era el movimiento. Ahora es el asombro. María y José «se asombraron de las cosas que se decían de él [de Jesús]». (v. 33). El asombro es una reacción explícita también del viejo Simeón, que en el Niño Jesús ve con sus ojos la salvación obrada por Dios en favor de su pueblo: la salvación que había estado esperando durante años. Y lo mismo se aplica a Ana, que "también comenzó a alabar a Dios" (v. 38) y a decir a la gente, a las persona, este es Dios. Es una santa habladora. Pero que hablaba bien, hablaba cosas buenas, no cosas malas. Anunciaba: una santa que fue de una mujer a otra mostrándoles a Jesús. Estas figuras de creyentes están envueltas en el asombro, porque se dejan capturar e involucrar en los eventos que estaban ocurriendo ante sus ojos. La capacidad de maravillarse ante las cosas que nos rodean favorece la experiencia religiosa y hace fructífero el encuentro con el Señor. Por el contrario, la incapacidad de asombrarnos nos hace indiferentes y amplía la distancia entre el camino de la fe y la vida cotidiana. Hermanos y hermanas, siempre en movimiento y dejándonos abiertos al asombro!

Que la Virgen María nos ayude a contemplar cada día en Jesús el don de Dios para nosotros, y a dejarnos involucrar por Él en el movimiento del don, con alegre asombro, para que toda nuestra vida se convierten en una alabanza a Dios al servicio de los hermanos.

 

 

 

02/02/2020-14:28
Anita Bourdin

Ángelus: Miles de personas aplauden a los consagrados con el Papa

(zenit- 2 febrero 2020).- Miles de personas se reunieron en la Plaza de San Pedro para el Ángelus de este domingo, 2 de febrero de 2020, que también es la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, aplaudieron a los hombres y mujeres consagrados del mundo y su trabajo a menudo «oculto».

«Hoy, en esta Jornada Mundial de la Vida Consagrada, me gustaría que rezáramos todos juntos en la plaza por los hombres y mujeres consagrados que hacen tanto trabajo y a menudo de manera oculta. Oremos juntos», dijo el Papa después del Ángelus antes de rezar un Ave María por esta intención con la multitud reunida bajo su ventana.

«¡Y aplaudimos a los hombres y mujeres consagrados, y consagradas! Añadió el papa, aplaudiendo él mismo.

El Papa Francisco también publicó un tweet sobre Vida Consagrada en su cuenta de @Pontifex_es, enfatizando sobre el «servicio» y el «amor» fraternal, con el enlace a su homilía de anoche para esta celebración anual: «Hoy celebramos la Jornada Mundial de la Vida Consagrada . Oremos por los hombres y las mujeres que se dedican a Dios y a sus hermanos y hermanas en el servicio diario: que siempre sean testigos fieles del amor de Cristo».

 

 

 

02/02/2020-17:04
Anita Bourdin

Italia: Jornada por la vida, para la "dignidad" y la "fraternidad solidaria"

(zenit — 2 febrero 2020).- La Jornada por la Vida es también una jornada para la "dignidad" humana y para la "fraternidad solidaria": el Papa Francisco mencionó la Jornada que es la apertura a la Vida celebrado en Italia este domingo 2 de febrero de 2020.

Después del Ángelus dominical, el Papa recordó el tema de esta jornada, que es la apertura a la vida: "Hoy en Italia se celebra el Día de la Vida sobre el tema: Abre las puertas a la vida".

El Papa renovó su llamado a la protección de la vida humana desde su comienzo hasta su fin natural: "Me asocio con el Mensaje de los Obispos y espero que esta Jornada sea una oportunidad para renovar el compromiso de salvaguardar y proteger la vida humana desde su comienzo hasta su fin natural".

El Papa pidió también luchar por la vida luchando por la dignidad humana y creando iniciativas de fraternidad: "También es necesario luchar contra cualquier forma de violación de la dignidad, incluso cuando la tecnología o la economía están en juego, abriendo las puertas a nuevas formas de fraternidad solidaria".

 

 

 

02/02/2020-08:00
Isabel Orellana Vilches

Santa María de San Ignacio (Claudine) Thévenet, 3 de febrero

«Viendo a Dios en todas las cosas, se sobrepuso a la trágica ejecución de dos hermanos, de la que fue testigo. Y cumpliendo la postrera petición que le hicieron, imitándoles en su generosidad, perdonó al delator, culpable de su muerte»

El perdón, ese acto sublime de amor con el que Dios signa nuestra vida, virtud imprescindible para todos, fue el detonante de la consagración de esta fundadora. Había nacido en Lyon, Francia, el 30 de marzo de 1774, en un momento histórico difícil marcado por la Revolución Francesa. Dos de sus siete hermanos, que no compartían los principios sustentados por este movimiento, luchando por preservar a Lyon de su hegemonía, fueron delatados por alguien y los detuvieron. Claudine iba a visitarlos cotidianamente a la prisión, y en enero de 1794 fueron ejecutados en presencia suya. Las últimas palabras que le dirigieron, en emocionado ruego, fueron explícita confesión de la fe que sus padres habían inculcado a todos sus hijos: «¡Ánimo Gladdy! Perdona, como nosotros perdonamos».

Imposible borrar esta petición cursada in extremis por sus queridos hermanos, en un instante tan dramático como aquél, y éste sería un preciado legado que orientó los pasos de la santa. Conocía el nombre del culpable de su muerte, pero se llevó ese secreto a la tumba. Perdonó, aunque el impacto del suceso le provocó una enfermedad de tipo nervioso. Era la segunda de los hermanos por orden de nacimiento, y tuvo que madurar pronto. Después de este terrible suceso su familia había quedado diezmada, como tantas otras. Y sus ojos no eran insensibles a la calamidad que veía en derredor suyo. Entonces se sintió llamada a socorrer a tantas personas que se habían quedado destrozadas por la barbarie; quería consolarlas y compartir con ellas la paz que emana de la oración continua. Tenia la experiencia de haber defendido su fe junto a otras jóvenes aún en medio de la revolución. Y ese sentimiento de amor, anclado en Cristo, guiaría sus pasos. Los niños y los jóvenes recibirían de ella esta catequesis; les enseñaría a amar a Jesús y a la Virgen María.

En el umbral del discernimiento se encontró con el padre André Coindre, fundador de los «Hermanos del Sagrado Corazón», que fue quien la ayudó a vislumbrar la voluntad divina. Él le expresó su convicción de que debía formar una comunidad por haber sido elegida por Dios para ello. Sucedió que el sacerdote se encontró en el atrio de la iglesia de Saint Nizier con dos pequeñas ateridas de frío que no tenían a nadie en el mundo, y Claudine, a petición suya, se ocupó de asistirlas. Creó una «Providencia del Sagrado Corazón» en 1815 encaminada a darles no solo cobijo sino también formación espiritual, una obra que se fue incrementando con otras niñas. Fue también presidenta de la «Asociación del Sagrado Corazón» hasta octubre de 1818, fecha en la que dejó su hogar y se instaló en una casa contando con lo justo para vivir junto a una huérfana, otra compañera, y un telar de seda. Y con ellas nació la Congregación de las Hermanas de Jesús y María teniendo la finalidad de dar formación espiritual a las jóvenes, en particular las que no tenían medios para procurársela.

El padre Coindre nuevamente la alentó a formar esta comunidad. Obedeció, aún con cierto temor: «Me parecía haberme lanzado a una empresa loca sin ninguna garantía de éxito». La Congregación se inició con niñas pobres y abandonadas menores de 20 años. Después acogió también a las de clases acomodadas. Decía: «hace falta ser madres de estos niños, sí, verdaderas madres tanto del alma como del cuerpo». La única deferencia que permitía era con los desfavorecidos: «A los únicos que permito son a los más pobres, a los más miserables, a quienes tienen los más grandes defectos, a ellos, sí, ámenlos mucho».

Al profesar en 1823 tomó el nombre de María de san Ignacio porque la transición entre la Asociación y la comunidad que puso en marcha se produjo el 31 de julio, efeméride del santo. En 1826 falleció el padre Coindre, y dos años más tarde murieron las primeras religiosas. Era un nuevo golpe para Claudine que, además, tuvo que luchar duramente para mantener incólume su fundación, ya que querían fusionarla con otra que acababa de ver la luz. Mujer valerosa, sensible, abnegada y atenta a las necesidades de cualquiera, era también emprendedora. A ella se debe la construcción de la capilla de la casa generalicia. El leitmotiv de su vida fue: «Hacer todas las cosas con el único deseo de agradar a Dios», «llevar una vida digna del Señor agradándole en todo». Falleció a los 63 años, tras una vida signada por el celo apostólico, la delicadeza y el olvido de sí, diciendo: «¡Qué bueno es Dios!». Había logrado «encontrar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en Dios», como deseó. Fue beatificada por Juan Pablo II el 4 de octubre de 1981. Él mismo la canonizó el 21 de marzo de 1993.