Tribunas

Contradicciones éticas y jurídicas en los debates sobre blasfemias

 

 

Salvador Bernal


 

 

 

El presidente Jacques Chirac quiso zanjar los problemas planteados a la doctrina clásica sobre laicidad por la creciente y activa presencia del islam en Francia. Promovió una actualización de la ley de separación de Iglesia y Estado promulgada no sin polémicas en 1905. Tal vez no contaba con el apasionamiento de sus connacionales; desde entonces, no han dejado de crecer las profanaciones y violencias de carácter religioso, sobre todo, aunque apenas se diga, contra lo cristiano.

En esa línea, resulta en cierto modo natural el caso Mila, una adolescente de 16 años que protagonizó en las redes sociales una agria polémica con demasiados insultos, que llegaron a las amenazas de muerte contra ella; el ministro del Interior, Christophe Castaner, explicó en el Parlamento que había dispuesto protección policial para ella y su familia. La protagonista se propasó en sus palabras, pero la reacción de supuestos musulmanes confirmaría su protesta: demasiados componentes de odio transitan en el islam. Hasta la reacción del delegado del consejo del culto musulmán resulta inquietante, al condenar las amenazas: “Quien siembra vientos, recoge tempestades”. No se puede olvidar que acaban de cumplirse cinco años del atentado contra el seminario satírico Charlie Hebdo, que había publicado caricaturas provocativas de Mahoma.

En el debate se agudiza la defensa de la libertad de expresión, amenazada en los últimos tiempos, también en Francia, especialmente por las leyes contra el terrorismo. Esa libertad es un derecho de la persona, que incluye el respeto a la dignidad humana: no lo es una libertad que insulte, menosprecie o discrimine al creyente, en cuanto persona, no a sus convicciones, sometidas a la discusión y crítica propias de una cultura moderna.

Ha pasado el tiempo en que se decía que la verdad tenía derechos y el error, no. Los derechos son de la persona, y afectan también a la buena fama de quienes no pueden defenderse, incluidos los muertos. Una cultura democrática respeta a Cristo y a Mahoma, no permite obscenidades ni insultos, porque son personas. Está muy claro en el catolicismo, que no deja por eso de perdonar a sus injustos perseguidores. No lo es, en cambio, para las repúblicas islamistas, ni para los radicales fanáticos.

La fiscalía francesa  abrió, entre otras, una investigación –pronto archivada- por la posible provocación al odio racial de la protagonista. En declaraciones ante una televisión, Mila dijo que se lamentaba de la vulgaridad de alguna de sus expresiones, pero no del todo, ni menos del fondo. “Me excuso un poco hacia las personas que pude herir, que practican su religión en paz. Mi objetivo no quiso ser nunca los seres humanos. Sólo quise blasfemar, hablar de una religión, decir lo que pienso”.

En rigor, no se puede hablar de “derecho a la blasfemia”, aunque ésta se haya despenalizado: así, la ley francesa de 1881 sobre libertad de prensa, o la más reciente reforma penal en Irlanda en 2018. Porque no es fácil valorar en la práctica comportamientos que pueden entrar dentro de ilícitos tipificados como calumnia, injuria o incitación a la discriminación, el odio o la violencia. La confusión aparece en el lenguaje común, según la primera acepción del diccionario académico: “Palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. Y explicaría la diversidad de criterios aplicados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sobre todo si se tiene en cuenta el deber jurídico estatal de proteger las libertades, también la religiosa.

Por otra parte, no deja de ser penoso que se sigan utilizando políticamente en períodos electorales cuestiones que deberían ser “de Estado”, como la identidad nacional, la seguridad y el orden público, o la propia laicidad: no es ajeno al actual debate -con intervención de ministros y líderes políticos de diversas tendencias- el hecho de que las municipales se celebrarán en Francia el próximo mes de marzo. Tiene razón la ministra de Justicia, Nicole Belloubet, obligada a publicar una tribuna defensiva en Le Monde: “la vida pública actual es tal que unas pocas palabras, pronunciadas torpemente en menos de diez segundos en la radio, pueden provocar una rara polémica”. Pero parece contradictorio afirmar a la vez que “Francia no es una tierra de fatwas” y que “todo el mundo es libre de blasfemar”: suena a fatwa laicista que excluye la fundamentación racional –nunca injuriosa- del pensamiento crítico.