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¿Hay que creer en el juicio final?

 

«No me gusta demasiado el término "juicio". ¿Dios nos hará un proceso? ¿Se presentará ante nosotros como un acusador? Me parece muy ingenuo. Y sin embargo, ¿el Credo habla de Juicio final?», pregunta Paul en Croire…

 

 

25 feb 2020, 00:51 | La Croix


 

 

 

 

 

La fe cristiana, en su planteamiento más clásico, distingue dos juicios. Uno, llamado «particular», concierne al hombre que acaba de morir, y cuya alma comparece ante Dios, mientras que su cuerpo sigue en la tierra. Es de este del que, sin duda, nos habla nuestro internauta. El otro, llamado «Juicio final», coincide con la vuelta de Cristo y la consumación del mundo al final de los tiempos. Es el que nuestro cuerpo espera para resucitar. Por esto, desde los primeros tiempos, la Iglesia confiesa que Cristo está sentado «a la derecha de Dios Padre, desde donde vendrá a juzgar a vivos y muertos». Lo proclamamos en el Credo en cada eucaristía.

No escapamos a un «juicio» y, contrariamente a lo que dice Pablo de esto, no es necesariamente una creencia tan ingenua. Pero hay que entender bien lo que se dice con la palabra «juicio».

 

Sobriedad de la Biblia

«En fin, ha llegado el tiempo de verte», fueron las últimas palabras de Teresa de Ávila. Evidentemente, se dirigía a Cristo, del que había hecho su «buen maestro» y su perfecto amigo. Teresa no tenía miedo a ser juzgada. En esto está de acuerdo con Pablo. Incluso puede ser que, llena de ardor, esperaba ese momento, en el que creía seguramente, con alegría, al contrario de gran número de cristianos influenciados por la iconografía occidental de este Juicio. Los malos a un lado, atormentados por las llamas del infierno, los gentiles a la otra, acogidos por una cohorte de ángeles en el paraíso y, en medio de esa algarabías, Cristo, sentado como un juez, pesando las almas y separando a los elegidos de los condenados.

Estas representaciones aterradoras no encuentran eco en la Biblia, muy sobria sobre esta cuestión. La idea de un Juicio final al fin de los tiempos aparece sobre todo en los profetas. Es el «día del Señor», en que los muertos llamados del Seol eran enviados o a los infiernos, o al seno de Abrahán.

 

¿Un juicio despiadado?

En los Evangelios, este Juicio final se describe en una escena célebre de Mateo: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,31-32). Entonces, cada uno será juzgado sobre su caridad con los enfermos, los hambrientos, los prisioneros, los más pobres. Y aunque Jesús recomienda no juzgar nunca, y no habla de juicios más que por medio de parábolas, la predicación apostólica retoma el anuncio de este juicio temible. Cristo «ha de juzgar a vivos y a muertos» (2 Tm 4,1). Este juicio será temible para los impíos y los incrédulos. Su día será un «día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rm 2, 5). 

El fin del mundo, presentido por los primeros cristianos como inminente, explica sin duda esta fascinación por el Juicio final.

 

El momento del reencuentro

Entonces, ¿se debe temer este juicio? ¿Será un proceso como sugiere nuestro internauta? Nuestras buenas acciones de una parte, las malas, del otro, ¿nuestra alma será pesada como se representa en los frescos de la catedral Santa Cecilia de Albi o en tímpano de la abadía Sainte-Foy de Conques? Y si cuesta creer en esto, ¿hay que dirigir una mirada de desprecio a esta idea de «juicios» calificándola, como hace Pablo, de «naíf»?

En su encíclica Spes Salvi, Benedicto XVI, hablando de juicio, evoca «un encuentro con Él» (Cristo). Ante su mirada ardiente desvanece toda falsedad. El encuentro con Él, abrasándonos, nos transforma y nos libera para hacernos ser verdaderamente nosotros mismos.

Lo que hemos construido durante la vida puede revelarse entonces paja seca, jactancia vacía, y venirse abajo.

 

La promesa de la Salvación

Nos encontramos lejos de la decisión de un juez sin misericordia que encuentra en condenar todas las debilidades humanas. E incluso si el mismo Jesús tiene palabras duras contra los malos, arrojados «al horno de fuego» (Mt 13), jamás se le ve haciendo pasar a alguien por el juicio, al contrario: «Tampoco yo te condeno. Anda», dice a la mujer adúltera. Más aún: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros» (Mt 7, 1-2).

En cuanto a san Juan, es muy claro: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). ¿Cómo conciliar entonces la perspectiva de juicio, siempre una amenaza, y la Salvación prometida? ¿Cómo creer que nos espera un juicio a la hora de nuestra muerte, como proclamamos en el Credo, y creer también que seremos salvados, justificados? Porque la justicia de Dios es sobre todo una justicia «que salva, justifica y santifica», según Bernard Sesboüé.

Sin duda, el momento de nuestra muerte será ese donde se revelará plenamente la orientación dada a nuestra vida. Y esto sucederá bajo la mirada de Dios. Según hayamos optado por la luz o las tinieblas, alcanzaremos la luz o las tinieblas. No nos encontraremos en un proceso, ni Dios será uno que acusa, sino que le miraremos libremente, a la cara. Y, siempre libremente, rechazaremos o aceptaremos su Salvación.

 

Llamada a la conversión

A partir de ahí, se comprenden mejor las llamadas apremiantes de Jesús a la conversión, nos conjura, a veces con palabras duras, a prestar atención, a tomarnos nuestra vida en serio, a vivir y actuar la caridad. Pues se tratará de eso en ese famoso «juicio». Todo lo que habéis hecho a los más pequeños «conmigo lo habéis hecho», y «lo que no hicisteis con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40.45). Y esto se dice también a los no creyentes, a los que no conocen a Dios. Pues también ellos serán salvados si han tenido gestos de misericordia. A Dios le es patente toda nuestra existencia.

En vez de fantasear con un gran tribunal, sigamos el consejo de vigilancia que los Evangelios reiteran sin cesar: « Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora». Es el momento en que ese famoso juicio que tanto ha aterrorizado a los hombres y mujeres de la Edad Media se convertirá en un momento esperado, deseado, en el que «ver a Dios» a la cara, objetivo último de toda vida, se realizará al fin. Pues justicia se rendirá y gracia se hará. Finalmente, y la gran Teresa lo sabía bien, ser juzgados por Dios es una excelente noticia…

 

 

Sophie de Villeneuve