Tribunas

 

Vulnerabilidad, desasosiego, miedo

 

 

Ángel Cabrero

 

 

 

 

Puede pensarse que el coronavirus ha llevado a cada cual a guarecerse en su casa y, por lo tanto, ha provocado dispersión, desunión, pero en realidad no es así. La verdad es que, por una vez, estamos todos pensando en lo mismo. Vas por la calle y ves a aquella señora con rostro de cierta angustia y se te ocurre: está en lo mismo que yo, pensando en la pandemia.

Temiendo por los suyos, buscando soluciones, acudiendo, quizá, a Dios para que nos libre del contagio.

Es nuevo en esta generación. Somos de unos tiempos en que no ha habido guerras, al menos en este país, dejando a un lado las ayudas de nuestro ejército en conflictos extranjeros. Hemos tenido terrorismo, pero no conflictos bélicos. Ha habido terremotos, pero bastante localizados. Ha habido, recientemente, desastres meteorológicos, más o menos graves, pero en zonas de costa más que nada. Y todo esto con apenas fallecidos.

Encontrarnos con una pandemia que puede afectar a todo el país, a todas las personas que tenemos alrededor, es una novedad. Y eso produce preocupaciones, actitudes histéricas, miedo. Por primera vez, desde hace mucho tiempo, existe un miedo generalizado.

Esto ha sido normal por los siglos de los siglos. Peligros inminentes y ciertos de guerras, enfermedades que tenían poca curación, fallecimientos a los 70 años como media, y de eso hace muy poco. Pero no había miedo generalizado, porque era previsible y se organizaban las cosas contando con ello.

En nuestra sociedad del bienestar nos hemos creído que todo lo que ocurre está en nuestras manos, está controlado. Contamos con que el poder público tenga remedios: para eso les pagamos. No contamos con imprevistos. Así que la pandemia, que creíamos cosa de otros siglos, nos ha llegado con gran susto. Primero miramos a los chinos pensando “pobres”. Ahora los miramos con admiración porque han superado los problemas.

Miedo, es el sentimiento generalizado. Que se ve en las caras, en las actitudes. ¿Miedo a qué? Sobre todo, a la muerte. Hace un siglo, o incluso menos, la gente, en cualquier parte del mundo, estaba familiarizada con la posibilidad de la muerte. Había menos medios sanitarios para solucionar enfermedades, había guerras, etc. Tenían constancia de la muerte. Ahora parece como si fuera algo inadmisible. Se muere una persona a los 85 años y el comentario es “pero si sólo tenía…”.

El problema más importante de nuestra sociedad es que ha perdido el sentido de la vida y, por lo tanto, la cercanía con la muerte. Estamos aquí para merecernos la eternidad. La muerte es el final de nuestro esfuerzo por llegar al cielo. Por lo tanto, entendemos que esa persona fallecida ha llegado a su meta y estará gozando de Dios. Nos puede dar mucha pena la simple duda de que alguien no se haya salvado y siempre nos tranquiliza que Dios es Padre que quiere que todos se salven.

Sin duda, aun viviendo con esta esperanza del cielo, hay un sentimiento de tragedia por la pérdida de los seres queridos. Si muere un niño la pena es más grande, por lo que tiene de antinatural. Si muere una madre que tiene hijos pequeños, lo consideramos, sin duda, una tragedia. Pero aún en estos casos no se puede perder de vista que la muerte es paso para la inmensa felicidad del cielo.

 

Ángel Cabrero Ugarte